Alver Metalli

El Papa y el filósofo


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esfumó hace veinte años.

      –¿Cómo asimila Harnecker los sucesos de 1989?

      –No hay allí una verdadera autocrítica. Reconoce la crisis teórica, programática y orgánica de la izquierda y al mismo tiempo reivindica al marxismo como tal.17 Es un intento singular que se propone restaurar las bases de pensamiento para una acción política nueva por parte de esa izquierda que adopta al marxismo como una ciencia sin sacrificar lo viejo. O, por lo menos, no se sabe qué es lo vivo y lo muerto de Marx.

      Para Harnecker –y para muchos otros–, la caída del comunismo cuestiona algunos aspectos de la ciencia social, pero no la naturaleza mesiánica del marxismo.18 Como si no existiera un vínculo orgánico entre ateísmo mesiánico y ciencia de la revolución. La expresión “ciencia de la utopía” no hace otra cosa que ostentar una paradoja contradictoria. Un imposible.

      –¿Y la relación con la Iglesia?

      –La relación con la Iglesia se mantiene en los términos clásicos de posible colaboración de sectores cristianos en la lucha. El análisis del mundo católico latinoamericano se rige con las categorías clásicas de “progresista” y “conservador”.19 Marta Harnecker no se atreve a afirmar que la Iglesia es el opio de los pueblos, pero tampoco rechaza la idea. Se entiende por qué: sería como liquidar el marxismo mesiánico allí donde pretende detentar el secreto del camino histórico hacia la realización de la reconciliación del hombre con el hombre. No puede modificar sustancialmente la idea de que la Iglesia de Cristo es inepta para realizar la redención en la historia, hasta el fin de la historia, “la plenitud de los tiempos”, sin debilitar la verdadera razón de ser del comunismo.

      Los cristianos sólo pueden aportar un ímpetu ético a la realización intrahistórica iluminada por el método marxista. Ésta es su gran contradicción.

      –Usted se refiere a Harnecker; creo entender que el caso de Castañeda es diferente.

      –Muy distinto. Jorge Castañeda intenta redefinir el contenido de una izquierda posmarxista. De ese modo, se concentra en el surgimiento de una “izquierda” latinoamericana con dos ramas, a partir de la crisis mundial de 1929: los partidos comunistas y los movimientos nacional-populares. Estos últimos no tienen una teoría de la vanguardia del proletariado y del partido revolucionario sino la visión de una sociedad que lucha por industrializarse y que, como consecuencia, busca una alianza de clases con sectores sociales diferentes: los campesinos, el incipiente proletariado, sectores de clase media en formación y la burguesía industrial nacional empresaria. Todo esto confluía en los partidos nacional-populares, encarnados por la Alianza Popular Revolucionaria (APRA) de Víctor Haya de la Torre en Perú, por Getulio Vargas en Brasil, por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) de Lázaro Cárdenas en México, por el justicialismo de Juan Domingo Perón en la Argentina.

      –Para que sea más comprensible lo que está diciendo, compare la visión de Castañeda con la de Harnecker.

      –Para Harnecker la izquierda coincide y se agota en los partidos comunistas. Ella ignora el fenómeno más importante de América Latina, los movimientos nacional-populares, que por otra parte incluyen al sector obrero industrial y al sindical. Es sintomático que en su última obra comience a hablar de este tema mencionando a un partido comunista nacionalizado, aquel victorioso en la Revolución Cubana. Y es correcto, porque hasta los acontecimientos de Cuba no hubo ningún partido comunista importante en América Latina. Los partidos comunistas nacen aquí y allá como mero calco de las directivas de la Tercera Internacional y del marxismo soviético. No se insertan en la historia de América Latina, que ni siquiera conocen demasiado bien y cuya conciencia histórica, además, estaba todavía en formación. El socialismo y el comunismo tuvieron un proceso de nacionalización tortuoso en América Latina. Muy difícil.

      La teoría de la toma del poder por parte del movimiento revolucionario cubano no tiene nada que ver con la estrategia de los partidos comunistas. Por eso, Marta Harnecker elige como punto de partida un evento nacional, la Revolución Cubana, sin explicitar las diferencias con respecto a los partidos comunistas y a la teoría marxista de la toma de poder. Un evento que sucede en una islita dependiente por completo de Estados Unidos, la más agrícola, cuyo principal recurso era el monocultivo del azúcar y la actividad urbano-turística, es decir, en un mundo alejado de la dinámica de una sociedad industrial. La Revolución Cubana no realiza una teoría de la revolución del proletariado; pone a prueba la teoría del foco insurreccional, como fue el de Moncada y como lo encarnó el Che Guevara.

      Por eso sostengo que Marta Harnecker establece la identidad izquierda-marxismo de manera dogmática. En su planteo los movimientos nacional-populares que compiten con los partidos comunistas no juegan ningún rol. ¡Pero no nos olvidemos de que el mismo Fidel Castro, en sus comienzos, era más nacional-popular que marxista! Se apoya en el bloque soviético por una necesidad geopolítica. Toma el poder reivindicando una identidad nacionalpopular y se vuelve marxista comunista para mantenerlo. Si Fidel Castro hubiera adoptado las directivas del Partido Comunista, nunca habría llegado al poder en Cuba ni en ninguna otra parte de América Latina, retaguardia de Estados Unidos.

      La Revolución Cubana no fue nunca un modelo marxista; no fue hecha por el Partido Comunista, y esto no aparece en la visión de Harnecker. No señala en ningún lugar el hecho de que la Revolución Cubana comienza como un movimiento no marxista, que en 1961 realiza su propia elección de campo proclamándose marxista-leninista por necesidad. Elude, ni más ni menos, un examen de la izquierda antes de Fidel Castro instalado ya en el poder.

      –Volvamos a Castañeda. Usted dijo que para él la izquierda en América Latina está formada por los movimientos y los partidos nacional-populares.

      –No es casual que esta acertada tesis aparezca después de la caída del comunismo. En cierto sentido es posmarxista. Nadie la había sostenido hasta ahora. Por esto digo que la asimilación de los acontecimientos de 1989 es sin duda una cuestión que concierne aun a toda la izquierda. Implica una redefinición de la izquierda histórica en cuanto tal.

      –¿Tiene algo que objetar a la tesis de Castañeda?

      –El uso que hace del término “populista”; no llega a definir bien el fenómeno; me parece inducido desde afuera. Yo prefiero la expresión “nacional-popular”. El fenómeno paralelo al que se alude, el populismo de raíz europea, no se compara con el que mencionamos antes. Por lo tanto, este apelativo no se puede ni siquiera deducir. Considero un deber intelectual acuñar los términos desde dentro de la misma historia de América Latina.

      En el momento en que se fundaron los partidos comunistas en América Latina, tras la Revolución Rusa, nuestras sociedades eran agro-minero-exportadoras, no industriales. El socialismo tal como lo conocemos nosotros, modernos, aquí no prende. Europa es siempre la que lo exporta; exporta emigrantes socialistas, anarquistas, republicanos... que no son representativos de nuestra sociedad. El primer fermento real, en todo caso, fue anarquista, no comunista.

      –¿A qué se debe su observación filológica sobre el uso inadecuado del término “populista” que realiza Castañeda?

      –Al pensar, nuestra inteligencia se dirige inevitablemente hacia puntos de referencia comparativos. No me sorprende que un político que se proponga repensar su realidad desde dentro de América Latina sea reabsorbido por categorías de pensamiento elaboradas en Europa o en Estados Unidos. La autonomía intelectual es una conquista lenta y trabajosa en nuestro continente, fascinado todavía por las luces del centro. No podemos pensar en nosotros mismos sin compararnos con el centro; pero tampoco podemos conquistar una originalidad de pensamiento sin tener presente nuestra particular relación con el centro.

      En el capitalismo europeo del siglo XIX, el que conocieron Marx y Engels, había una clase obrera que se estaba formando en Inglaterra, Francia, Alemania, Italia. La reflexión anglo-germánica de estos dos pensadores era accesible para toda Europa, con sus rasgos nacionales más o menos acentuados, pero fundamentalmente accesible. No fue así en la periferia. América Latina heredó su pensamiento, pero en perjuicio del propio, que fue durante largo tiempo hegemonizado y mantenido en un estado de sumisión. Nuestros