Julio Carreras

La nave A-122


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muy lejos de allí, Gerard, uno de los guardias de seguridad del centro de control del Consorci, la empresa que gestionaba el recinto industrial, se percató de la cómica escena a través de las imágenes captadas por las cámaras de seguridad del sector cuatro. Una mueca maliciosa se dibujó en su cara. Sabía que aquello le iba a gustar a su jefe, Xavier Cardenal, que repantigado en su sillón, con la boca abierta y emitiendo unos monótonos gruñidos, estaba presente en cuerpo y ausente en alma de la pequeña garita repleta de monitores. Llevaban años trabajando juntos y, a pesar de que era su superior, se tenían la suficiente confianza para desdibujar a menudo la invisible raya que separaba los escalafones. Así que, sin ningún miramiento por su affaire con Morfeo, le dio un brusco codazo despertándole de su cabezadita.

      —Mírala. Ahí está tu chica. Aún no son las siete y ya te está bailando. Parece que le va la marcha, ¿eh?

      La interrupción valía la pena, así que, tras desperezarse como un oso, posó la mirada sobre la pantalla que Gerard señalaba con el dedo índice. Unos segundos le bastaron para dejar atrás la mueca de fastidio por el abrupto despertar. Regaló una ladina sonrisa de agradecimiento a su compañero y acercó su silla al monitor para poder regodearse mejor de los contorneos de aquella adorable mujer.

      Marina se desgañitaba, escoba en mano, cantando una canción que no podían escuchar. Ambos rieron al ver los exagerados movimientos de la veterana limpiadora, si bien ambos por motivos distintos.

      Gerard, que sabía del silencioso cariño que su amigo profesaba por Marina, miró con complicidad a su compañero y desconectó el modo automático —que lanzaba imágenes de las diferentes zonas cubiertas por las cámaras durante cortos intervalos de tiempo— para que este pudiera seguir las andanzas de la colombiana a sus anchas.

      —Si aún acabarás declarándote… —le espetó con voz jocosa.

      —¡Ni en sueños! Con lo que me ha costado volver a ser libre…

      Su amigo sonrió con malicia. Xavier no sabía estar solo; no es que no le gustara, es que no sabía. Si no se la hubiera gastado ya, otra vez antes de tiempo, en una de las partidas clandestinas que solía frecuentar por el barrio de Sant Adrià, apostaría su paga mensual a que antes de jubilarse su jefe se casaría por tercera vez.

      Marina acababa de terminar su trabajo en la zona de oficinas del área de estampación y se dirigía por una estrecha callejuela hacia la nave A-122 para continuar su faena. El día era frío y húmedo y no tenía ganas de ponerse y quitarse el abrigo para recorrer tan solo una decena de metros, así que, aún al ritmo de la banda californiana, corrió dando saltitos ajena a los comentarios soeces que provocó el vaivén de sus redondeces entre los dos vigilantes.

      Desde el centro de control eran capaces de seguir sus movimientos por los espacios abiertos del recinto, pero una vez entrara en una de las naves ellos la perderían. Así pues, cuando franqueó la puerta lateral del edificio gris que veían en sus pantallas, los vigilantes dieron por concluido el espectáculo. Pero entonces sucedió. Estaban a punto de desconectar el modo manual cuando su imagen apareció de nuevo en la pequeña pantalla.

      —¿Has visto eso? —le dijo Gerard a Xavier señalando el monitor—. ¿Qué ha pasado?

      Marina había aparecido de nuevo en la calle. Se había quitado los cascos y en su rostro se veía un mudo gesto de alarma. Parecía confundida, como si hubiera visto un fantasma. Miró en los dos sentidos de la calle y en ese momento se percató de la cámara de vigilancia que le apuntaba directamente. Sin saber cómo, percibió una mirada amiga al otro lado de aquel objeto inerte y comenzó a gesticular y agitar los brazos efusivamente tratando de captar su atención.

      —Algo ha pasado. Mírala, parece asustada.

      Xavier, sin mediar palabra, sacó apresuradamente el walkie-talkie de su bolsillo con un torpe movimiento y ordenó a la patrulla de seguridad móvil de la zona que se dirigiera hacia aquel lugar de inmediato.

      —¡Quédate aquí y toma nota de cualquier cosa extraña! —gritó a su compañero. Y a la máxima velocidad con la que un tipo de casi cien kilos podía moverse, salió corriendo hacia el lugar donde se encontraba Marina; su Marina.

      La nave A-122 no era una nave cualquiera. En aquel alargado hangar de techos altos, únicamente reconocible por un modesto rótulo con su nombre en la puerta, se escondía un tesoro desconocido para muchos. Como si de un salón de un palacio deshabitado se tratara, distribuidos en cuatro filas, cerca de ciento veinte automóviles descansaban ajenos al paso del tiempo cubiertos por guardapolvos transparentes. El recinto era diáfano y la única conexión con el mundo actual eran unas grandes lonas con la historia de la marca que colgaban del techo rindiendo pleitesía a los decanos vehículos. Aquellos coches tenían un valor que iba más allá de lo material. Representaban una historia, la de Seat, la de la España del Franquismo, la Transición y la de la democracia; pinceladas de la vida de todos y cada uno de los españoles a lo largo de los últimos cincuenta años.

      Resguardadas de las curiosas miradas y aisladas del mundo exterior, solo los afortunados que tenían acceso a aquel lugar podían pasear, ver y tocar aquellas auténticas reliquias. Allí descansaban recuerdos de nuestro pasado y trozos del tiempo en forma de metal, como el primer coche que construyó la empresa, rarezas como el Seat 600 Savio, construido en 1966 para las visitas de Franco a la fábrica; el Fiat 850 Sport Spider diseñado por Bertone; el Seat Panda que el Papa Juan Pablo II utilizó en su visita a España en 1982, o el Seat 1200 Bocanegra. Pero también las ideas y experimentos de la empresa, modelos legendarios, prototipos y coches de competición.

      Seguramente todos aquellos antiguos automóviles hubieran acabado en el desguace de no ser por Elvira Veloso, una incansable trabajadora de la empresa que tuvo la iniciativa, constancia e ingenio de ir guardando todos aquellos coches pacientemente hasta que llegara su momento de gloria. Tres años atrás su secreto había salido a la luz y Andreas Schleef, el presidente de la compañía, ordenó el traslado de la colección a la Nave A-122 y dotó un importante presupuesto para seguir completando la colección.

      Marina no era especialmente amante de los coches y no sabría diferenciar una bujía de un alternador, pero estar en aquel templo del motor siempre le transportaba a su juventud y le producía una extraña sensación de paz. Reconocía entre aquellos vehículos el Seat 1400, el primer coche que llegó a su pueblo de adopción, Cutanda, cerca de Calamocha, y que aún se veía por la calle cuando apenas era una niña. También había un Seat 600 color blanco como el que tenían sus padres. Incluso su primer coche, un 127 de segunda mano comprado con tanto esfuerzo y casas limpiadas más de veinte años atrás. Aunque su rol en la empresa no era el más importante, a ella, el poder trabajar allí y encargarse de aquellas joyas le llenaba (como diría el Borbón) de orgullo y satisfacción.

      Quizá por ese motivo, cuando aquella mañana al abrir la puerta de acceso lateral vio el desorden reinante y se percató de lo que había sucedido, su corazón dio un vuelco. Los plásticos que normalmente se utilizaban para proteger los coches del polvo estaban desperdigados por el suelo. Los adornos navideños colocados con tanto cariño por las chicas de la limpieza días atrás habían sido arrancados y, lo que era aún peor, gran parte de los vehículos habían desaparecido.

      Ella fue la primera en descubrir el robo. El robo en la nave A-122.

      * * *

      Nueve horas más tarde, Matías Fonseca, el inspector al mando del grupo operativo de la Policía Judicial encargado de la investigación del caso, llegaba a la nave A-122.

      A tenor de su aspecto de roquero decadente, nadie diría que se trataba de uno de los mejores investigadores de la policía. Rondaría los cuarenta y cinco años, era de estatura mediana y aunque no era gordo, saltaba a la vista que el amor por el deporte no era su fuerte. Solía justificar su autoimpuesta orden de alejamiento de la actividad física con un dicho de Henry Ford: «El ejercicio físico es una bobada. Si estás bien no lo necesitas y si estás mal, no puedes hacerlo». Eso sí, cualquiera que le viera en su entorno, rodeado de chaquetas de cuero y maullidos de guitarras eléctricas, se sorprendería ante la agilidad y fuerza con la que podía llegar a desenvolverse en un concierto de rock. El poco pelo