Edmundo Mireles

Tiroteo en Miami


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fecha, me encontraba en una calle secundaria cerca de una autopista en la periferia de Miami contemplando una de las escenas más sangrientas que jamás haya visto. Era reportero de un canal local de la nbc y acababa de llegar a la escena de un terrible tiroteo entre agentes del fbi y unos sanguinarios atracadores de bancos.

      La calle había sido acordonada al tratarse de la escena de un crimen. Pero a la vuelta de la esquina, en la autopista, había un pequeño centro comercial con un párking en la azotea. Ahí es donde aparcamos nuestra furgoneta y colocamos nuestra cámara. Desde la parte trasera del párking uno podía contemplar más abajo la escena del crimen. Ahí, en medio de la calle, había seis vehículos. Tenían más agujeros de bala que los de los automóviles en una zona de guerra en Iraq.

      Recostados en uno de dichos vehículos estaban los atracadores; ambos muertos. Eran antiguos militares adiestrados para causar bajas de guerra. En este caso, las bajas eran ellos. Detrás del mismo vehículo acribillado a balazos estaban los cuerpos de dos agentes del fbi, Ben Grogan y Jerry Dove. Ambos habían sido asesinados con armas de gran potencia empleadas por los ladrones.

      Uno podía ver signos evidentes por todos lados, recordatorios gráficos de lo que debió de ser una horrenda batalla de cinco minutos. Un chaleco antibalas blanco manchado de sangre reposaba en el suelo; un revólver de seis disparos cubierto de sangre y trozos de hueso pertenecientes a una herida recibida por uno de los agentes que no pudo acabar de recargar el arma. Una cazadora roja —de nuevo cubierta de sangre— se encontraba cerca de una escopeta.

      No tenía ni idea de a quién pertenecía el arma. A la postre, descubriría que era propiedad del hombre que neutralizó a los malos con su único esfuerzo, mientras la mayor parte de sus compañeros permanecían tendidos en el suelo a causa de sus heridas o por carecer de munición.

      No le gustaría la etiqueta que le acabaron colgando. Sin embargo, no podría impedir o denegar a otros la necesidad de llamarle por su nombre: un Héroe, con mayúscula.

      La escopeta pertenecía al agente del fbi Ed Mireles, «Eddie» o «Mundo» para los amigos. Un descomunal gigante de origen mexicano que podría quizás machacarte con un abrazo, pero que, sin embargo, normalmente solo te partía en dos con el ingenio más agudo y rápido que jamás se haya visto.

      Llegué a la escena del crimen una vez finalizado el tiroteo, pero seguí informando sobre este caso durante más de un año. No obstante, extraje las mismas conclusiones que el resto. Eddie Mireles es uno de los hombres más valientes con el que uno pueda toparse. También me odiará por hacer uso de un tópico recurrente, pero al que habré de recurrir de nuevo: Eddie fue, y es, el héroe de aquel día.

      Es él quien mejor puede describir en este libro lo que ocurrió, en sus propias palabras. Este es un deslumbrante recordatorio de lo que alguien es capaz de hacer sobreponiéndose a tremendas dificultades mientras mira de frente a la muerte. Eddie tratará de minimizar su papel, pero yo nunca he conocido a nadie que no hable de él en términos elogiosos, en especial entre los agentes que estuvieron presentes ese día y que sobrevivieron a sus respectivas heridas.

      Trate de imaginar el lector lo que ocurrió el 11 de abril de 1986. Imagine que es un agente del fbi que, junto a tus compañeros, acaba de dar con dos atracadores de bancos. Les están siguiendo mientras conducen su vehículo en una concurrida carretera. Ambos hombres son responsables de una serie de atracos, de dos asesinatos (posiblemente más) y del intento de homicidio de un tercero.

      Usted y otros siete agentes de su brigada son capaces de arrinconarlos en un lado de la calle, y logran que su vehículo se estampe contra una pared, bloqueando su huida. En lugar de entregarse, los sospechosos se ponen a disparar una Ruger Mini-14 y otras armas de gran potencia en un fuego supresor que acaba con la vida de dos miembros de su equipo y hiere a otros cuatro. Los refuerzos están todavía muy lejos. Usted y sus compañeros están gravemente heridos. Usted y los demás agentes han herido a los atracadores de gravedad, pero todavía están tratando de escapar en un vehículo que apenas funciona. Si los ladrones son capaces de arrancarlo, arrollarán a sus compañeros, ya seriamente heridos.

      Usted mismo ha recibido un disparo. Su brazo cuelga, inutilizado, tras haber sido alcanzado por la Mini-14. Cuenta con una escopeta que no puede cargar porque necesitas dos brazos. Aun así, la coloca entre sus piernas para cargarla, la apoya luego sobre un vehículo y dispara. Lo hace de nuevo, una y otra vez, hasta que se queda sin munición. Las detonaciones de la escopeta han hallado su objetivo, hiriendo a su enemigo de nuevo, pero sin incapacitarle. Los atracadores todavía están tratando de arrancar el vehículo para huir a toda velocidad.

      Se está desmayando por el shock y la pérdida de sangre. Maldice a los atacantes, se maldice a sí mismo por estar tan malherido y no ser capaz de ayudar a sus compañeros. Sin embargo, en lugar de dejarse atrapar por la inconsciencia, se pone en pie, apunta su revolver con seis balas en la recámara y empieza a disparar, apuntando lo mejor que puede, a través de una visión de túnel, a los hombres que se encuentran en los asientos delanteros del vehículo.

      Corriendo, tropezando, cargando el arma y disparando contra el enemigo, las balas alcanzan su objetivo. Finalmente, logra matar al conductor y a su compañero. A pesar de que ya no le quedan balas, continúa apretando el gatillo hasta que uno de sus compañeros heridos le agarra y le dice que todo ha terminado.

      Hasta el día de hoy no puedo relatar esta historia, contársela a otros o pensar en ella sin emocionarme. No sé si es un efecto de un estrés postraumático secundario tras haber conocido a Eddie y los demás agentes, o por haber cubierto esta historia, o si se trata del tipo de respuesta emocional inducida al ver izarse la bandera en un homenaje, o al contemplar una medalla en el uniforme de un veterano de guerra, o al escuchar una historia heroica que llevó a alguien a ocupar esa categoría humana, exclusiva y poco frecuente, del héroe, ya sea hombre o mujer.

      Quizás todo se deba al hecho de que Eddie y dos de sus malheridos compañeros me permitieron conocerlos personalmente, algo que me sobrecoge. Entre ellos estaba Gordon McNeill, su supervisor ese día, el apuesto jugador de fútbol americano que casi quedó parapléjico tras ser herido; y John Hanlon, el malhumorado agente de origen irlandés conocido por no seguir los métodos ortodoxos, pero que sabía obtener resultados.

      Comenté al fbi de Miami que en el primer aniversario del tiroteo me gustaría contar lo que ocurrió entrevistando a los propios agentes. La organización y los agentes estuvieron de acuerdo. No solo me hice con un gran material que dio lugar a varios reportajes y un documental sino que, más importante aún, sentí que había hecho nuevos amigos y que lo serían para el resto de mis días.

      Es cosa poco común que el fbi otorgue a un reportero acceso sin restricciones para cubrir un caso tan personal para sus agentes. Habían perdido a dos de sus hermanos, al tiempo que sufrieron heridas que hicieron peligrar sus vidas. Pero se abrieron a mí y me relataron una historia increíble.

      Aquí me hallo, en el trigésimo primer aniversario del tiroteo de Sunniland (donde tuvo lugar el incidente) y todavía siento un escalofrío emocional, el orgullo de conocer a Eddie y a esos hombres. Es un honor y privilegio que valoro todos los días.

      El año pasado, en el trigésimo aniversario, fui invitado por el fbi a asistir a la inauguración de una de sus nuevas oficinas, dedicada a los agentes asesinados ese día, Ben Grogan y Jerry Dove. No estaba ahí para cubrir el evento sino para honrar la memoria de esos agentes caídos.

      Vi a Eddie por primera vez en aproximadamente veintinueve años. John Hanlon y yo nos habíamos visto durante ese tiempo y permanecimos en contacto. Desafortunadamente, el tercer agente que entrevisté para mi historia, Gordon McNeill, murió de cáncer en 2004. McNeill sufrió lo indecible durante años tras quedar casi paralizado físicamente por sus heridas. Más tarde llegó a ser bien conocido por su buen hacer en el caso del secuestro de Polly Klass, que tuvo lugar en California.

      Tenía muchas ganas de volver a ver a Eddie en el homenaje. Finalmente me lo encontré con su mujer, Liz, también antigua agente del fbi. Eddie era portador de una contagiosa sonrisa bajo su bigote de siempre.

      Uno de los familiares de Eddie me preguntó de qué lo conocía. Al no querer sacar el tema del tiroteo y mi reportaje