acontecimiento son Roque Pérez y Argerich. Además, de acuerdo con los partes que transcribió la prensa, la mujer se hallaba sola, pero Blanes agregó otro cadáver en un segundo plano, sobre la cama. De manera que la composición del cuadro recupera elementos que acontecieron de manera discontinua (por un lado, el encuentro del cadáver y la niña; por el otro, el desempeño de Roque Pérez y Argerich) y los une construyendo una suerte de relato que es al mismo tiempo verídico y falso con respecto a lo que ocurrió durante esos aciagos meses de 1871.
A medio camino entre la ficción y la realidad, el cuadro teje una representación, un recuerdo duradero de la peste. Este libro se propone transitar ese universo de representaciones sobre las epidemias. Y también revisarlo, con el fin de desentrañar la trama de sentidos que, como capas, parecen haberse condensado en la obra de Blanes, y en toda una voluminosa producción literaria y artística sobre la fiebre amarilla de 1871. En otras palabras, Morir en las grandes pestes estudia, desde distintas dimensiones, la huella que las epidemias de cólera y fiebre amarilla dejaron en la sociedad porteña en la segunda mitad del siglo XIX. Estas dimensiones son múltiples: por un lado, las representaciones colectivas sobre el miedo, la salud, la enfermedad y la muerte. Así, este libro ofrece una deconstrucción del propio cuadro, que es, a la vez, una mirada sobre las formas de representar y vivir las epidemias. Si hay algo que parece evidente es que la capacidad evocativa de la pintura logró obturar todas las demás experiencias epidémicas por las que atravesó la ciudad de Buenos Aires en dicho siglo. Parecería como si antes y después del cuadro no hubiesen ocurrido eventos similares. No fue así. Sin alejarnos demasiado en el tiempo, en 1867 la ciudad sufrió una epidemia de cólera aguda y dolorosa, que se cobró la vida del vicepresidente de la nación, Marcos Paz. Y sin embargo, este y otros eventos similares no se han ganado un lugar memorable en la historia de las epidemias argentinas del siglo XIX. ¿Por qué? La historia de la epidemia es, también, la historia de la manera en que fue narrada.
Por otro lado, el estudio de la forma específica en que desde el Estado estos eventos críticos fueron combatidos es una asignatura pendiente. Las interpretaciones de las décadas siguientes a 1871 construyeron un relato que narra las epidemias como las causantes de la desaparición de todo tipo de organización social, con un Estado colapsado y sin iniciativa, junto a una sociedad desgarrada, dominada por el pánico. Sumada a esta caracterización, todos los escritos coinciden en presentar a la “Comisión Popular”, una agrupación de vecinos destacados y figuras de relieve político de la ciudad, como el único actor que sobreponiéndose al espanto, consiguió organizar la ayuda a enfermos y agonizantes. Los integrantes de la Comisión Popular serían luego retratados como héroes civiles, apóstoles o mártires (entre ellos José Roque Pérez y Manuel Argerich), que entregaron su vida no solo para cuidar a los enfermos, sino también para salvar a la nación. Así, la narrativa predominante sostiene que la epidemia destruyó toda organización social, salvo la que pudieron ofrecer los integrantes de ese grupo de hombres valientes y decididos. Aquí nos proponemos revisar esta construcción, enfatizando la importancia del accionar del Estado (sobre todo en su nivel municipal) durante estos eventos críticos.
Por último, también será objeto de tratamiento en este libro la relación existente entre estas crisis epidémicas y las prácticas fúnebres. La mayoría de los estudios resaltan el hecho de que, como consecuencia de la emergencia, las costumbres funerarias se vieron drásticamente modificadas. La imposibilidad de velar los cuerpos, los entierros masivos, y hasta las formas heréticas de tratar los restos de los fallecidos (cremación en hogueras, entierros sin cajones, cuerpos arrojados al mar) se oponían directamente a la buena muerte sancionada y tramitada por la religión. Un tropo clásico de los relatos y narraciones sobre pestes es que enterradores y cocheros se contaban entre las principales víctimas de estas crisis, y que los vivos no daban abasto para enterrar a los cientos de cadáveres que a diario dejaba una epidemia. Ello volvía evidente la imposibilidad de desarrollar de manera normal los rituales fúnebres. En síntesis, este libro se propone estudiar las epidemias de fiebre amarilla y cólera del siglo XIX apelando al análisis de tres temáticas interrelacionadas: el papel del Estado en el combate de las epidemias, las respuestas sociales a estos eventos (prácticas religiosas, costumbres, expresiones y representaciones socioculturales) y, por último, las prácticas y rituales fúnebres de la sociedad porteña del siglo XIX.
Para abordar estas cuestiones debemos recuperar el profundo entramado sociocultural que dio sentido –y aún sigue dándolo– a las epidemias, tratando de contemplarlas como algo más que un fenómeno de raíz natural o la simple diseminación de una enfermedad. Estudiar las epidemias invita a sumarnos a una prolífica corriente historiográfica que lleva varias décadas multiplicando perspectivas y enfoques asociados con la historia de la salud y la enfermedad. Sus trabajos han puesto de relieve la complejidad de estos procesos, y han explorado, desde distintos abordajes, temas tales como los desafíos de las autoridades gubernamentales para desarrollar políticas de prevención y erradicación de enfermedades, las dinámicas y procesos de construcción de las disciplinas vinculadas a la salud, las múltiples representaciones (doctas y populares) sobre las enfermedades, los vasos comunicantes y áreas de impacto que producen distintas enfermedades en la trama social, por citar solo algunos temas.
Dentro de este gran abanico de problemas, la epidemia presenta algunas particularidades que desde muy temprano recortan este fenómeno como un campo de investigación específico. Hacia la década del sesenta del pasado siglo se publicaron dos escritos fundamentales: Le Choléra: la première épidémie du XIXe siècle de Louis Chevalier (1958) y el artículo de Asa Briggs: “Cholera and Society in Nineteenth-Century” (1961). Ambos mostraban que el estudio de las epidemias era un medio a través del cual explorar la estructura y el funcionamiento de la sociedad europea moderna. Sugerían que, al igual que las guerras y revoluciones, las crisis repentinas del cólera exponían aspectos ignorados de las creencias populares, el nivel de vida y las condiciones de vivienda; revelaban la naturaleza de las relaciones de clase, y aclaraban las prioridades del arte de gobernar. Con estas premisas, Briggs y Chevalier invitaron a realizar una historia comparada de las cinco pandemias mundiales de cólera ocurridas durante todo el siglo XIX.
Este llamado fue sucedido por investigaciones abocadas al estudio de distintas pandemias, endemias y epidemias, dentro y fuera de Europa.[6] En general, estos estudios se refirieron a ciudades. Hamburgo, París, Nueva York, Nápoles, Río de Janeiro, México, Lima o Nueva Orleans: las ciudades fueron –por sus características demográficas, sobre todo, pero también por ser centros políticos y culturales decisivos– el punto de observación principal para analizar el impacto de las epidemias. En segundo lugar, muchos de estos estudios se enfocaron en una enfermedad específica. Así, por ejemplo, se prestó especial atención al intercambio de enfermedades producido con la llegada de los conquistadores españoles a América, donde la viruela fue protagonista, así como a las oleadas de peste bubónica en Europa y Asia durante el siglo XIV, o a la llegada a América del cólera y la fiebre amarilla en el siglo XIX. Las temáticas y enfoques son múltiples, pero pueden resumirse en dos grandes tendencias. La línea predominante en los estudios sobre epidemias gira en torno a las tensiones socioeconómicas y políticas, las respuestas del Estado y la sociedad ante la crisis, y los principales debates médicos y religiosos que estas crisis sanitarias generaban. Una segunda línea de estudios, en cambio, se ha enfocado menos en las variables socioeconómicas y más en las representaciones colectivas asociadas a la llegada de una epidemia.[7] La huella metodológica abierta por esta literatura está presente en este libro, pero también lo está el afán de recuperar la especificidad de nuestro estudio. El cólera llegó por primera vez a la ciudad de Buenos Aires en 1856, y en 1858 lo hizo la fiebre amarilla. Lo destacable, sin embargo, es el violento crecimiento en las tasas de mortalidad entre los años 1867 y 1871, que recortan un período por exaimnar y sobre el cual reflexionar. Por otra parte, el análisis simultáneo de estas dos enfermedades nos permite recuperar un dato que el estudio enfocado en una única dolencia tiende a obturar: en ocasiones, distintas epidemias confluían y generaban ciclos epidémicos violentos que no pueden circunscribirse solo a los meses de despliegue de una única enfermedad. Por último, en estos ciclos también deben incluirse aquellos momentos posteriores a las crisis, marcados por la búsqueda de respuestas para evitar la repetición del drama social. En otras palabras, proponemos una escala temporal que exceda el evento crítico y englobe