>
Marisa y Violeta
¡Amigas al rescate!
Silvina Rocha
Ilustraciones:
Ernesto Guerrero
Índice de contenido
Capítulo 1: Un inusual día de escuela
Capítulo 4: La hora de la verdad
Capítulo 5: El rescate de Violeta
Capítulo 6: Un mundo desconocido
Capítulo 10: Las vueltas de la vida
1. Un inusual día de escuela
A Marisa la escuela le aburre. Le gustan pocas cosas: la clase de dibujo y la de gimnasia, donde hacen competencias y puede saltar y correr sin que la reten. En el recreo lo tienen prohibido.
La maestra, cuando la ve revoleando los ojos, le dice:
—Marisa, prestá atención.
Una frase que la baja de un hondazo, de los sueños a su pupitre.
Así es como nunca termina de copiar la tarea y los resultados de las cuentas están mal. No porque no sepa hacerlas, sino por distraída. Ella se ocupa de corregirlas en casa, antes de que su mamá las revise, porque sino viene el sermón:
—Marisa, te dije mil veces que tenés que estar más atenta, estoy cansada de que tengas que llamar a una amiga porque no terminaste de copiar lo que hicieron en clase, es más fácil prestar atención que hacer doble tarea después, y también te dije... Bla bla bla… BLA BLA BLA.
Lo cierto es que Marisa en la escuela se aburre.
Un día, mientras la maestra enseñaba la regla de tres simple (¿o era compuesta?) en vez de posar sus ojos en el techo, se quedó mirando un pequeño agujero en el piso de madera.
Lo que vio la dejó helada. Miró fijamente un buen rato. Luego miró a la maestra, que seguía abriendo y cerrando la boca. En realidad hablaba, pero Marisa no podía escuchar las palabras. Luego miró a sus compañeros que estaban como si nada, y por último, volvió a mirar el agujero. No era un sueño.
Ahí estaba, una pequeña rata blanca, que tenía unos pequeños lentes, que arrastraba una pequeña silla, que llevaba una pequeña valija, de la cual empezó a sacar un pequeño cuaderno y unos –ya no pequeños, sino diminutos –lápices de colores.
La rata acomodó su sillita enfrentando el pizarrón y empezó a escribir.
Marisa, con los ojos grandes como platos y petrificada en su pupitre, se quedó mirando. Imposible distinguir lo que la rata escribía.
Se acordó de que en su mochila llevaba una lupa. Sin hacer demasiado alboroto la sacó y con disimulo, la colocó de forma tal que la imagen del pequeño cuaderno se ampliara.
Efectivamente, la rata, sacando la lengua y concentradísima en su tarea, copiaba los números del pizarrón.
En un rapto de responsabilidad pensó: “Hoy en casa, se arma de nuevo la de San Quintín”, porque hasta ese momento, su cuaderno seguía en blanco, pero no le importó.
Muy bajito le chistó; la rata la miró por arriba de sus lentes y llevando su minúsculo dedo al hocico, le indicó con el gesto que debía guardar silencio.
Marisa seguía sin salir de su asombro. En eso, sonó el timbre del recreo.
La maestra y los compañeros alborotados abandonaron el aula, dejando un tendal de lápices, papeles y gomas en el piso. Marisa se arrodilló y susurrando, por miedo a aturdirla, le preguntó de corrido y sin respirar.
—¿Qué hacés? ¿Por qué copiás la tarea del pizarrón? ¿Venís a la escuela? ¿Desde cuándo? ¿Cómo te llamás?
—Ay, niña, despacio, que ya me olvidé de la primera pregunta –contestó la rata–. Soy Violeta. Digo… me llamo Violeta, porque soy blanca como verás, por eso no tengo que usar guardapolvo –y se rió con una risa diminuta–, vengo a esta escuela desde el jardín.
—Yo soy Marisa... pero... ¿Las maestras saben que venís a clases?
—Ay, Marisa, no creo que me dejaran si lo supieran. Quizás sí, pero por las dudas no pregunté. No molesto a nadie ¿no? Ya ves, soy tan pequeña que nunca se fijaron en mí, salvo vos, que vaya a saber por qué estabas mirando el piso en vez del pizarrón.
—Sí –asintió Marisa sintiéndose en falta–, es que me aburría. ¿A vos no te aburre la escuela? Yo si fuera rata no vendría –suspiró.
—Eso lo decís porque no sabés sobre ratas –retrucó Violeta–. Yo prefiero venir a la escuela que andar apiñada en mi casa entre mis setenta hermanos.
Marisa no pudo imaginar bien la situación, pero por cortesía no se animó a preguntar a qué se refería exactamente.
—Además a mí me gusta mucho aprender –agregó Violeta–. Todo sirve a la larga.
—Sí, eso dice mi mamá... –y recordó, otra vez, que se volvía a casa con el cuaderno en blanco.
—¿Tenés la tarea? –preguntó ansiosa Marisa.
Violeta le extendió su pequeñísimo cuaderno y con la ayuda de la lupa Marisa copió los números.
—¡Muchas gracias! ¡Me salvaste! Te veo mañana y me siento cerca de vos.
Marisa salió del aula saludando a su nueva amiga con la mano. Corrió las dos cuadras que separaban la escuela de su casa.
—¿Cómo te fue hoy? ¿Tenés la tarea? –le preguntó su mamá.
—Tuve un día ¡IN-CRE-Í-BLE! –le contestó con un particular brillo en los ojos y sin entrar en