día Marisa saltó de su cama apenas su madre la despertó. No solo lo hizo sin protestar ni pedir cinco minutos más para quedarse arropada y calentita, sino que además, bebió su leche chocolatada sin respirar y hasta comió la tostada con manteca. (A veces, como no quería tomar la leche, aprovechaba un descuido de su madre y la arrojaba por el lavabo. ¡Qué desperdicio!)
Ana, su mamá, estaba intrigada pero no quería atosigarla con preguntas; sabía por experiencia que cuanto más le insistía con una cosa, Marisa más se empacaba con la contraria. Optó por la indiferencia, pero el bichito de la curiosidad ya había sembrado su semilla. Y crecía.
La entrada al colegio se hizo larga. Izar la bandera fue un trámite eterno. Corrió hasta el aula empujando a todos los que se interponían a su paso. Conseguir el pupitre situado más cerca del pequeño agujero era su objetivo.
Entró la maestra y empezó la clase. Violeta no estaba. Pasaron cinco minutos, luego diez, luego quince y el agujero seguía tan negro y vacío como al principio. La ansiedad le sacudía la pierna en un continuo vaivén. Esta vez, en lugar de revolear los ojos, los tenía fijos en el piso y, otra vez, las palabras de la maestra se volvían articulaciones mudas.
Hasta que Violeta hizo su aparición. Como la rata era muy perceptiva –además de diminuta– salió arrastrando su sillita, pero esta vez, con el gesto de guardar silencio ya desplegado, sabiendo que a Marisa le costaría horrores que no se le escapara un grito o la catarata de preguntas salieran de su boca.
¡Qué clase interminable! Sin embargo Marisa, luego de serenarse y ver a Violeta concentrada, prestó atención y copió la tarea. Le daba un poco de vergüenza que su amiga fuera tan aplicada y ella tan distraída.
Cuando por fin llegó el recreo, Marisa saludó a su nueva amiga y le acarició la cabeza con el dedo índice. Violeta entrecerró los ojos en un gesto de placer, como un gatito ronroneante.
—Hola, Violeta –le dijo Marisa dulcemente–. ¡Cuánto tardaste! ¿Qué te pasó?
—Nacieron mis seis hermanos. Hubo que acomodar mi casa para los nuevos integrantes. Tendremos que mudarnos, ya casi no cabemos.
Marisa intentó imaginar la casa de Violeta. ¿Tendrían pequeñas camitas como en el cuento de los tres ositos? ¿Un pequeño televisor? ¿o varios? ¿Dónde quedaría exactamente la casa de Violeta?
—Ah… –atinó a decir Marisa–. ¿Cuántos hermanos tenés?
—Ahora setenta y seis –contestó Violeta.
—¡¿Cuántos?! –abrió grande los ojos Marisa–. ¿Y te acordás todos sus nombres?
—Los nuevos aún no fueron bautizados, tenemos que pensarlo con detenimiento para que no se repitan. Pero el resto los recuerdo perfectamente. Junto conmigo nacieron: Nicolás, Manuel, Sabrina, Ricardo y Ana. Luego vinieron Estela, Juan, Victorio, Rosa, Imelda y Sebastián. Después, Rocío, Emiliano, Facundo, Silvia, Tomás y Raimundo. Luego… –y así siguió una lista interminable de nombres mientras el recreo se escurría.
—Dicen que solo los elefantes tienen mucha memoria, pero se olvidan de nosotras, las ratas –dijo Violeta con ojos vivarachos.
Lo bien que me vendría a mí esa memoria para las tablas de multiplicar, pensó para sí Marisa y, dirigiéndose a Violeta, le adelantó:
—Si alguna vez tengo un hermano te consultaré. Sos como esos libros de nombres que compran los padres que esperan un hijo.
Violeta sonrió.
—¿Y vos? –preguntó–. ¿Tenés hermanos?
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