Lucía Chevalier

¿A las chicas les gustan los tontos?


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retorcía las manos sin parar y se había puesto algo así como… “linda”. Llevaba el pelo enrulado atado en la nuca y tenía puestos unos jeans y zapatos altos. Mamá solo se vestía así para cosas importantes.

      —Bueno, quería contarles que tengo novio.

      Silencio.

      —¿Y papá? –preguntó María.

      Mamá se sorprendió, pero trató de disimular.

      —A papá lo amé mucho, pero él ya no está –elegía las palabras con cuidado– y yo todavía soy joven.

      Silencio.

      —Me gustaría que lo conozcan, ¿les parece bien si viene a cenar esta noche?

      Estaba claro que mamá creía que no íbamos a tener ningún problema porque ya se había vestido para la ocasión.

      —¿Cómo se llama? –le pregunté.

      No era que me interesara realmente el nombre del tipo, pero no se me ocurrió nada más para decir y el silencio me ponía nervioso.

      Mamá soltó una risita como la que hacen mis compañeras de escuela cuando algo les da vergüenza.

      —José.

      Ver su cara de felicidad no me dejó decir que no. María, en cambio, no dijo nada y se encerró en su cuarto hasta la hora de cenar. Cuando volvió a aparecer tenía la cara roja y los ojos hinchados pero mamá no hizo ningún comentario y siguió corriendo de un lado a otro de la cocina.

      José llegó media hora más tarde y mamá lo hizo pasar al comedor, donde estábamos nosotros. Era alto y estaba de traje. Enseguida me dio la impresión de que era abogado o algo así, como todos los que usan traje, pero no, era profesor de Filosofía en una universidad, lo que podría haber sido súper interesante si él no hubiese estado de novio con mamá

      —Amor, estos son Facundo y María, mis dos hijos.

      El tipo se acercó y me dio un apretón de manos y a mi hermana, un beso en la mejilla. Después nos miró a los dos y sonrió. Me sentí como en un examen oral del colegio aunque era él quien tenía que pasar la prueba y podía decirse que ya tenía un cero de entrada.

      La cena fue un desastre. Mamá hizo muchos esfuerzos para que todos nos enteráramos de nuestros gustos y actividades semanales, como si quisiera saltearse todos esos meses en que uno llega a conocer a una persona, lo cual tuvo mucho sentido cuando, después de que José se fuera, nos dijo que tenía pensado que viviéramos todos juntos. Esta vez no nos preguntó si estábamos de acuerdo.

      Así que José no era de mis personas preferidas y verlo a primera hora del día me dio una idea de lo que sería el resto de mi cumpleaños: aburrido, incómodo y molesto.

      3. Cuatro chicas

      Mamá entró en la cocina con los brazos abiertos y una sonrisa de oreja a oreja. Los rulos teñidos se le habían despeinado y su cabeza era un desastre.

      —Mi chiquito, feliz cumpleaños –gritó en mi oído mientras me abrazaba y zamarreaba.

      —Gracias, ma.

      —Ay, con José te compramos un regalito.

      —Sí, espero que te guste. Lo elegí yo.

      Agarré el paquete y lo abrí. Una camiseta de River. A mí no me gusta el fútbol.

      Mamá tenía las manos entrelazadas sobre el pecho y la cara llena de emoción. José sonreía, orgulloso por su supuesto acierto.

      —Bueno, gracias.

      No les podía decir que el regalo había sido pésimo. No mientras tuvieran esas caras. Le di un beso a mamá que lloró un poco sobre mi hombro.

      José intentó saludarme con el mismo afecto, pero logré esquivarlo y llegar al otro lado de la mesa.

      —Bueno, voy a ponerme linda y después bajo para que me cuentes qué vamos a hacer hoy –dijo mamá y subió las escaleras.

      Volví a sentarme para terminar mi desayuno.

      —¿Vas a hacer algo para festejar tu cumpleaños? –preguntó José.

      —No sé.

      —Facundooooooo –gritó mamá desde el piso de arriba.

      —Parece que te mandaste una –dijo José.

      Dejé mi vaso de chocolatada y me acerqué al pie de la escalera.

      —¿Qué pasa?

      —¿Me querés decir qué es este armatoste que pusiste en las puertas?

      —Una traba.

      —¿Y desde cuándo pensás que podés encerrarte en mi casa?

      —Desde que entrás a preguntarme estupideces cada vez que quiero hacer pis.

      Salí de la casa para no tener que estar en una conversación ridícula sobre que ella era “mi madre” y que tenía “todo el derecho de entrar porque me había cambiado los pañales” y que yo era “un desagradecido” y que “si tu padre supiera…”.

      Estaba por cruzar la calle cuando una bicicleta me chocó de frente y me dejó sentado en la vereda.

      —Ay, perdoname, no te vi.

      Era una chica. Y me hablaba.

      —¿Estás bien?

      —Sí, sí, estoy bien.

      —Venía con todo.

      —Sí, me di cuenta.

      Levantó su bicicleta y yo aproveché la oportunidad.

      Era alta, con el pelo largo y negro atado con una gomita, ojos verdes (de los que me costó sacar la mirada); parecía un poco más grande que yo, pero las chicas siempre parecían más adultas de lo que en realidad eran. A mí me costaba entender cómo iba a hacer para que las chicas de mi edad, que parecían de dieciocho años, quisieran salir conmigo alguna vez, con mis brazos de lombriz y el pelo solitario en mi pecho. Ellas salían con chicos más grandes, lo que me dejaba a mí con las de diez años y eso era un problema, porque no podía andar de la mano con una de quinto grado.

      —Bueno, me voy, perdón otra vez –dijo la chica de la bici y la vi alejarse.

      Cuando la perdí de vista me sacudí la tierra y me acomodé el pelo.

      —Epa, está buena, ¿no?

      Mariano, mi mejor amigo y vecino, había visto la escena desde la puerta de su casa.

      —Sí, qué sé yo.

      —Dale, no te hagas.

      —No me hago, es linda, pero me duele todo del palo que me hizo dar.

      —Estaba yendo a buscarte, pero ya que estás acá venite a casa que tenemos que hablar.

      La casa de Mariano era lo mejor. Solía pasar las tardes ahí, no solo porque así conseguía estar fuera de la mía, sino porque su familia no estaba nunca y podíamos hacer lo que quisiéramos. No eran cosas muy alocadas, pero esa pequeña cuota de independencia hacía que todo tuviera un sabor distinto, así fuera pasar el día entero frente al televisor.

      —Escuchá, hoy hacemos una fiesta en casa.

      —¿Una fiesta?

      —Sí, una fiesta, por tu cumpleaños. Feliz cumpleaños, che –y me dio unas palmadas en la espalda, como a un perro.

      —Gracias.

      —La llamé a Camila para que le dijera a las chicas y Juani habló con los demás, pero le dije que no le diga nada a Martín.

      —¿Por?

      —¿Cómo por? Porque ese pibe está cada día más trabado y al lado de él a nosotros no nos prestan atención, si