Lucía Chevalier

¿A las chicas les gustan los tontos?


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te voy a dar a vos si seguís jodiendo. Me cansé de comer las sobras de Martín, así que esta noche no viene y las chicas son todas nuestras.

      Mariano parecía no tener memoria. En el último mes había salido con tres chicas, se había dado un beso con dos y a la tercera la había dejado porque decía que no transaba. ¿Yo? Hasta entonces mi lista de mujeres sumaba cuatro.

      1) Paula Rodríguez, compañerita de la guardería, de la que no tengo recuerdo alguno así que solo me queda confiar en la historia de mamá, que dice que desde que entraba en la salita hasta que me iba “Paulita y Facundito eran como chicle”.

      2) Mariana Esteves, la “comemocos”. Jugábamos juntos en salita de tres y le decían así por razones obvias. Nuestra amistad se dio el primer día de clases, cuando se acercó para ofrecerme su álbum de stickers de ponies, lo que me pareció buenísimo, no por los stickers sino porque tenía una amiga nueva. Para cuando noté que se comía los mocos ya era demasiado tarde y el resto de los chicos nos decían “novios del moco”, lo que no tenía mucho sentido, pero a ellos les parecía muy divertido.

      3) Lorena Maggi. La conocí en el cumpleaños de mi prima Clara. La encontré en uno de los tubos del pelotero con un pie enganchado en una red. La ayudé a salir y me sentí un héroe. Parece que ella también lo sintió así porque me dio un pico y me dijo “te ganaste ser mi novio por el resto del cumple”. Y yo fui feliz, aunque no me volvió a hablar ni a besar. Cuando papá me fue a buscar, Lorena estaba esperando en la fila por la bolsita de caramelos, así que me tuve que ir sin despedirme.

      4) Juana Da Silva. Me acuerdo que tenía unos rulos negros que se parecían a la esponja de metal que se usa para lavar las ollas. Fue a mi colegio por unos seis meses en tercer grado. Su familia era de Brasil y viajaba todo el tiempo por el trabajo de su papá. Cuando la conocí, ella ya había estado en unas veinte escuelas distintas y sabía cómo caerle bien a todo el mundo, incluso era simpática conmigo. Todos la querían. Me enamoré de ella en el instante en que la vi y le dije a mamá, a papá, a mi hermana y a casi toda mi familia que era mi novia. Unos meses después se fue y me rompió el corazón sin saberlo. Lloré como por dos horas. Cuando mamá vino a buscarme al colegio insistió tanto en saber porque lloraba que al final le conté. Me arrepentí cuando quiso pegar la vuelta al colegio y averiguar el número de teléfono de la familia de la chica en el registro de la escuela.

      —Así la podés llamar –me decía mientras me arrastraba por la calle.

      —No quiero.

      —Dale, después te vas a arrepentir. Por ahí puedo llamar yo a la madre para que se vean antes de que se vaya. Si son noviecitos.

      —No, no, no –me solté de su mano y empecé a caminar para el otro lado.

      —Pero, Facu…

      —Vamos a casa, prefiero escribirle una carta.

      —Pero vamos a necesitar la dirección nueva.

      —No, ya la tengo –mentí.

      Mamá lo pensó unos segundos y después sonrió.

      —Bueno, mejor. Más romántico.

      Desde entonces, cada vez que me acordaba de Juana y me ponía mal me escondía de la vista de mamá para llorar tranquilo. A veces todavía me pongo mal, me hubiese gustado que fuera mi novia de verdad.

      Así que mi prontuario con las chicas y las pocas veces que había entablado algún tipo de conversación o relación con alguna eran muy escasas.

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