mienten los mayores a los niños? ¡Tendría que tener cuidado con ellos a partir de entonces! Todo eso me puso de muy mal humor.
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Era fantástico tener como compañero de juegos a papá: siempre me animaba a probar cosas nuevas. La peonza que el tío Germain me había hecho me estaba dando problemas. Perdía velocidad y enseguida comenzaba a tambalearse hasta caer y quedarse inmóvil. Para poner la peonza en movimiento, tenía que enrollarle el cordón alrededor, poner la punta en un llano y soltarla tirando del cordón.
—Sigue intentándolo. Lo harás mejor la próxima vez —me decía papá desde el balcón desde donde me observaba. No bajaban coches por nuestra calle, así que la tenía toda para mí. Algunos de nuestros vecinos, que se pasaban las tardes de verano sentados sobre los cojines mirando por la ventana, se metían conmigo. Eso me impelía a volver a intentarlo. Pero, aunque aún no se había puesto el Sol, llegó la hora de irme a la cama. Hacía tanto calor que mamá decidió no cerrar las contraventanas completamente.
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Socorro, corred, socorro! ¡Está ardiendo todo!
Una fuerte luz roja anaranjada había inundado mi habitación. Papá me sacó en brazos de la cama y me acercó al balcón. Las señoras Huber, Beringer, Eguemann… todas habían salido a contemplar aquella espectacular gama de colores. El Sol se había puesto, la línea azul de la montaña se había vuelto negra, el cielo había adquirido un color rojo intenso, y abajo, nuestro vecino adolescente John tocaba un “blues” con su mandolina.
—¿Quién abrió la puerta del infierno?
—Eso no es el fuego del infierno. ¡Es una puesta de sol maravillosa!
—¡Pero solo un fuego gigante puede teñir el cielo de un rojo tan intenso!
Mamá y papá se miraron uno al otro y negaron con la cabeza.
—Estoy segura de que es el infierno porque el sacerdote dijo que las personas solo pueden bajar al infierno o subir al cielo —insistí.
Papá me explicó algo acerca del fuego y lava que hay en el interior de la Tierra, lo que confirmó mi idea del infierno y me aterrorizó todavía más. Mamá me llevó de nuevo a la cama. Se sentó conmigo y me repitió una vez más que no era el infierno, sino el Sol.
—No tengas miedo del infierno. Tenemos santos que rezan por nosotros, además del ángel de la guarda.
Eso no me consoló porque sabía lo malo que era morir sin estar preparado.
¡Y si mis padres morían por la noche! ¡Qué horror! Cada noche entraba a hurtadillas en la habitación de mis padres para ponerles el dedo bajo la nariz, y así asegurarme de que seguían respirando. ¡Solo así podía dormir!
Un domingo, como de costumbre, salimos los tres a dar un paseo después de comer y pasamos por delante de una fonda con un jardín. Yo recordaba haber estado allí cuando contaba tres años. Había bailado sobre una mesa y los clientes me habían aplaudido. Papá también lo recordaba y me dijo con voz firme y severa:
—¿Recordáis este lugar? Después de lo que pasó aquí, llegué a una conclusión: ¡Mi hija nunca se dedicará al espectáculo!
¡Totalmente de acuerdo! Aquella advertencia era innecesaria. Ahora era una chica formal, pronto cumpliría los siete años. Ya estaba al corriente de lo que eran la enfermedad, la muerte, el purgatorio, el infierno y de que Dios nos mandaba toda clase de vicisitudes para probar nuestra fe. Mis padres intentaron animarme, pero mi infancia libre de preocupaciones y pesares había llegado a su término. En la escuela, la educación religiosa que había recibido me enseñó lo dolorosa que podía ser la vida en la Tierra y cuánto esfuerzo se requería para llegar a ser una santa. Y este era mi mayor deseo.
Este año de educación religiosa intensiva me había sumido en un estado de temor continuo, de temor a Dios, un padre duro y exigente. No tenía ganas de bailar. ¿Cómo podría hacerlo?
Sentada en una banqueta estaba dando clase a Claudine. Quería enseñarle la pronunciación del alfabeto alemán. A mamá le tocaba limpiar las escaleras de nuestro rellano. Como ella era de la opinión de que deberían encerarse hasta brillar, siempre se quejaba de que nuestra vecina las limpiara solo con agua. La oí hablar con alguien en las escaleras. De repente, entró a por algo y volvió a salir.
—Los leeré —oí decir a mamá—. Creo que Dios debe de estar durmiendo y no ve todo lo que está pasando. Me interesa saber lo que piensan ustedes.*
¡No podía entender por qué mamá había dicho algo así! ¿Y si iba al infierno por eso? ¡Me arrodillé desesperada ante mi altar y le supliqué a los santos que abogaran en su favor para que Dios no se enojara con ella! ¡Estaba tan preocupada por su alma!
Ese mismo día me tocó lavar los platos, pero no era capaz de limpiar la comida quemada del fondo de las ollas.
—Le echaremos un poco de agua para que se reblandezca y luego será más fácil limpiarlas —me dijo mamá medio ausente. Colocó las ollas sobre un estante en el balcón detrás de una persiana que había puesto para que los vecinos no pudieran ver el interior de la cocina. ¡Las ollas se quedaron fuera durante días!
Mamá estaba entusiasmada con los folletos que había recibido. Fue a la librería y compró una Biblia. Se pasaba los días leyendo, ya casi no cocinaba. Desde el día en que me había prohibido ir a la iglesia sola, no había vuelto a asistir ni para confesarse ni para la comunión. Comenzó a ir a otra iglesia católica cercana, pero, después de un tiempo, decidió no volver a ir a misa nunca más. Así que papá y yo íbamos solos. Papá parecía muy triste, y yo no estaba mucho mejor. Ni siquiera la maravillosa música del órgano conseguía hacer que me sintiera mejor.
Mi madre incluso se olvidó de cocinar. “Lee demasiado”, me dije a mí misma.
Una noche, cuando ya estaba en la cama, pude oír las voces de mis padres. Estiré el cuello para poder oírlos mejor. Seguro que se trataba de un secreto que yo no podía saber. Tenía que averiguarlo. Intenté oír de lo que estaban hablando mientras me deslizaba pegada a la pared. La voz de papá sonaba insistente, y la de mamá, aunque un poco más baja, era firme. La oí decir algo sobre la libertad de practicar la religión según su propia conciencia.
—¡Somos católicos! —repetía papá.
“¡Eso estaba claro! ¿En qué estaba pensando papá?”, me pregunté. No pude oír la respuesta de mamá.
Papá se enfadó mucho y le respondió:
—Tenemos que ser fieles —y añadió algo acerca de una piedra en Roma llamada Pedro y el Papa que se sienta encima. De repente, papá se levantó y yo retrocedí apresuradamente para volver a la cama, pero ya era demasiado tarde. Me había visto. Salió indignado del salón y le dijo a mamá:
—¡Haz lo que quieras!
Siguió andando, pero de repente se dio la vuelta y, dirigiéndose a mamá, le dijo enfáticamente:
—¡Te prohíbo que le hables a Simone de tus ideas y de lo que lees!
¡Ninguno se había acordado de mí! ¡Me habían ignorado y tratado como a un bebé! Quería gritar de rabia. Estaba tan enfadada con papá que me resolví a protestar.
La primera cosa que le pregunté a mi madre por la mañana fue:
—¿Qué lees todos los días, mamá?
—Publicaciones bíblicas.
—¿Qué es eso?
—La Biblia es la Palabra de Dios.
—Yo también quiero leerla.
—Más tarde.
—No, ahora.
—Simone, prometí a tu padre que no te enseñaría la Biblia protestante ni ninguna otra publicación de ese tipo.
¡Ya sabía yo que me estaban ocultando algo!