cuela me habían regalado un misal blanco con tapas perladas, mi propio libro de oraciones.
—¡No! —respondí con contundencia.
Aquella imagen había sido bendecida por el sacerdote y me la había regalado la abuela. Yo quería que formase parte del altar de mi habitación.
—La abuela dijo que espanta a los malos espíritus —protesté—. Hasta puso algunas como esta en la entrada del cobertizo.
Papá no insistió. Dejó que mamá tuviese la última palabra, lo que significaba que podría poner la imagen en mi altar privado. Era lo mejor. Desde que mamá había comprado la nueva máquina de coser, utilizaba mi cuarto para la costura. Ella también se beneficiaría de la protección del santo más importante de mi altar.
Sentada en el suelo con mi oso de peluche, me fascinaba ver cómo mamá hacía funcionar con los pies la gran rueda de la máquina de coser. ¡Nadie podía hacerlo más rápido que ella! Me encantaba el sonido de la máquina de coser, oír tararear a mamá y ver cómo el tejido iba transformándose en maravillosas prendas de vestir y en fantásticas camisas que hacían parecer a papá un hombre importante.
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JUNIO DE 1936
Cierto día mamá no tarareaba como de costumbre. Al andar arrastraba los pies y de vez en cuando paraba y escondía la cara entre las manos. Se levantó y miró por la ventana. Cuando le pregunté si estaba enferma, lo negó con la cabeza y salió de la habitación. Fui a sentarme a su lado y mamá me acarició la cabeza.
Papá había salido de casa a la una y media para hacer el turno de tarde. Esperé inútilmente a que mamá se pusiera a jugar conmigo como era habitual. Llegó la hora de ir a dormir. Mamá vino a mi habitación e hizo que me santiguase con el agua bendita. Rezó una oración y me besó mientras me arropaba.
Inmediatamente después, mamá solía cerrar las contraventanas, pero esa noche se sentó en el borde de mi cama. Poco a poco fue oscureciendo. La luz de la luna se reflejaba en su negro pelo ondulado. Su tez blanca como el marfil se volvió aún más blanca. No podía ver sus ojos de color azul intenso, pero podía sentirlos. Lentamente su imagen se desvaneció. Me quedé dormida. Eran las ocho, mi hora de dormir.
La mayoría de las noches me despertaba a las diez y cuarto con el murmullo de las bicicletas de los trabajadores que volvían a casa al terminar el trabajo en la fábrica. Yo oía cómo papá metía la bicicleta en el garaje, cómo crujía la escalera de madera al subir por ella, cómo giraba la llave en la cerradura y abría sigilosamente la puerta. Entonces mi perrita Zita, que dormía cerca del servicio de la entrada, le saltaba al pecho y le seguía hasta la cocina. Allí, papá se quitaba los zapatos, se ponía las zapatillas y colgaba la chaqueta. Llegado a este punto, yo tiraba de la colcha hacia arriba y cerraba los ojos. Y entonces llegaba el maravilloso momento en que papá entraba en mi habitación, se inclinaba sobre mí y mientras sentía su cálida respiración en la cara, depositaba en mi frente un beso tierno y suave como el roce de una mariposa. Podía sentir la amorosa mirada de papá mientras yo fingía dormir y disfrutaba al máximo de este exquisito momento.
Esa noche me desperté de repente con el sentimiento angustioso de que estaba sola. Grité desesperadamente y mamá vino corriendo a mi habitación en camisón, con una redecilla sujetándole su pelo ondulado.
—¿Dónde está papá? ¡No vino a darme un beso!
—Shhhhh, son más de las tres de la mañana. Papá debe de estar durmiendo, ¡como deberías estar haciéndolo tú! —Se sentó a mi lado y me acarició la cabeza empapada en sudor por el miedo.
A la mañana siguiente papá no vino a desayunar, ni siquiera había una taza preparada para él.
—Papá estará fuera durante unos días —dijo mamá intentando reprimir las lágrimas.
¡Papá nos había abandonado! ¡Papá había huido! Eso explica por qué estaba tan callado, triste y tenso últimamente. Recordaba una conversación entre él y mamá.
—Fue un error, no debería haber ocurrido —decía pausadamente a mamá.
—Adolphe no te preocupes, todo el mundo comete errores.
¿Cómo podía mamá acusar a papá de cometer errores? Papá nunca se equivocaba. ¡Claro! ¡Papá tenía que haber huido de ella!
¿Adónde podría haber ido? Tuvo que ser a Krüth, el pueblo que está al final del valle. Era uno de mis lugares preferidos. ¡Ojalá pudiese haber ido con él para huir de mi malvada madre!
En Krüth vivía Paul Arnold, padrastro y tío de papá. Era mi “abuelo-padrino”. Probablemente estaría de pie delante de la pequeña puerta de su casa con su mano derecha apoyada en el marco de la puerta, justo debajo de la cruz y los números labrados en la piedra. Cuando sonreía, le desaparecían los ojos entre las arrugas. Era tan mayor y estaba tan arrugado que parecía una uva pasa. Tenía que enrollar los pantalones varias veces alrededor del cinturón. Me hubiera gustado volver a visitar al abuelo-padrino.
¿Por qué no me habría llevado con él papá?
Fui a sentarme en mi habitación de mal humor. Al cabo de un rato empecé a llorar.
—¡Adolphe, Adolphe, has vuelto a casa! —la voz nerviosa de mamá me despertó. ¿Estaba soñando? Me puse en pie de un salto y corrí directamente a los brazos de mi padre. Mamá regresó inmediatamente a la cocina para prepararle algo caliente de comer.
Papá se puso a explicar lo que había pasado:
—¡Los trabajadores cerraron la fábrica y pararon la maquinaria sin siquiera quitar el tejido de las prensas! Todo el mundo salía corriendo, pero a los que llevaban camisas blancas los hacían volver adentro, a algunos incluso los golpearon. A partir de ese momento nadie pudo salir ni entrar.1
1 Tras la victoria del “Front Populaire” en junio de 1936, hubo huelgas en toda Francia.
—¿Cómo conseguiste salir?
—Ya había decidido dormir entre los tejidos con los ingenieros. Podíamos oír las amenazas y los lemas de los trabajadores. ¡Te puedo asegurar que daban miedo! Entonces recordé que mi equipo de trabajo, los impresores, los encargados de los tintes y los grabadores estarían a las 2.00 en la entrada, así que bajé. Tan pronto como me vieron, abrieron la puerta y gritaron:
—¡Él está de nuestra parte a pesar de su camisa blanca! ¡Dejad que se vaya a casa! —Pero aún así necesité su protección contra los trabajadores que no me conocían.
¿Que mi padre había necesitado protección? ¿Que pasó miedo? ¿Que había dormido en un taller con tinta y no tenía ni una sola mancha en la camisa? ¡Qué extraño!
Papá comía y hablaba al mismo tiempo, usando un vocabulario muy raro. Nunca lo había visto tan nervioso. Se le enrojecía la cara y la voz se le crispaba. Yo temía que le fuese a pasar como a su padre, que murió muy joven a causa de una situación muy tensa.
Continuaba su relato usando palabras muy raras en alemán: proletarios, comunistas, socialismo, consignas, clase dominante.
Pronto me cansé de tanta habla nerviosa. Salí al balcón. La luz de la cocina se reflejaba en las petunias azules y blancas y en los geranios rojos, pero al caer la noche los pájaros y las abejas se habían callado.
—¡Papá, mira! El cielo se ha vestido de largo, de terciopelo y diamantes.
Al fin papá dejó de hablar y salió fuera. Mientras mamá retiraba los platos, me tomó en brazos.
—Simone, esos diamantes son estrellas. Aunque parecen pequeñas, en realidad son enormes, pero es que están muy lejos —y señalando a un grupo de estrellas sobre nuestras cabezas añadió—: ¿Ves esas cuatro estrellas que forman un cuadrado