Joseph Millard

Edgar Cayce: Hombre de Milagros


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el niño aprender sus lecciones y mantener su atención en los libros, más lejos deambulaba su mente.

      Poco tiempo después, el Juez le cedió el puesto en la escuela a su hermano Lucian con una severa advertencia: «No sé qué falla con ese hijo mío, pero fíjate que aprenda sus lecciones, incluso si tienes que metérselas en la cabeza a golpes». Por supuesto, el tío Lucian hizo su mayor esfuerzo para cumplir con ese pedido.

      Un domingo, Edgar llegó a casa desde la iglesia particularmente movilizado por el mensaje dado ese día. Salió al bosque y pasó la tarde leyendo la Biblia y orando por tener la posibilidad de sanar a los enfermos. Al retirarse a dormir esa noche, su mente seguía llena de fervor.

      Algo después de medianoche, se dio cuenta de que su habitación se encontraba inundada de un extraño resplandor, más brillante que la luz del plenilunio. Se sentó de repente y vio una figura que se alzaba al pie de su cama. Era una mujer, y en un primer momento pensó que era su madre. Edgar comenzó a hablar y la figura pareció desvanecerse.

      El niño saltó de la cama y corrió a la habitación de su madre. Su primer pensamiento fue que alguien estaba enfermo y lo necesitaba. Tanto su madre como su padre se encontraban profundamente dormidos y las bebés estaban tranquilas. Regresó a su cama, temblando, sin saber qué había visto pero atemorizado de todos modos.

      Mientras se encontraba acostado el resplandor regresó, y se hizo cada vez más brillante hasta que superó a la luz de la luna. De repente regresó la figura. Era una mujer, y en la espalda tenía sombras curvadas que se parecían a las alas de los ángeles en las imágenes bíblicas. Edgar trató de hablar pero tenía la boca seca, y se quedaba sin aliento por el miedo.

      La mujer sonrió: «No tengas miedo. Tus plegarias han sido escuchadas. Tendrás lo que deseas si sigues siendo fiel. Sé sincero contigo mismo. Ayuda a los enfermos y a los afligidos».

      La luz se desvaneció y la mujer desapareció. Edgar corrió hacia el patio exterior que se encontraba bañado por la luz de la luna y cayó de rodillas para agradecer la visión y la promesa.

      A la mañana siguiente, después del desayuno, llamó aparte a su madre y le contó lo que había sucedido.

      —Hijo, sabía que estabas llamado a realizar un gran trabajo —le dijo abrazándolo con alegría—. Siempre he sentido que Dios te había escogido para un propósito. Pero trata de estudiar tus lecciones con más ahínco para no disgustar a tu padre.

      Aquel día Edgar se encontraba tan maravillado por su visión que los libros y el tío Lucian bien podrían no haber existido. Para el resto de los estudiantes, el día estuvo condimentado por más choques que lo habitual, que tuvieron su clímax en una larga sesión de castigo después del horario de clases. Cuando finalmente Edgar obtuvo permiso para retirarse, el tío Lucian se dirigió con firmeza a la tienda para contarle al Juez lo sucedido.

      —Lamento decirlo, Leslie, pero cada vez me convenzo más de que ese hijo tuyo es sencillamente tonto. Una de dos: o no quiere aprender, o no puede. Hoy tenían que estudiar deletreo, y él estuvo sentado todo el tiempo con la mirada fija en la lección. Bueno, pensé que esta vez tendría las cosas bien claras, así que le pedí que deletreara la palabra «cabaña». Cabaña, una palabra tan sencilla. ¿Y sabes lo que hizo? ¡Se quedó sentado con la boca abierta y sin siquiera saber cómo comenzar!

      —Cabaña . . . ¡Cabaña! —murmuró el Juez asombrado.

      —Perdí la paciencia por completo —dijo Lucian—. Después de reprenderlo, hice que se quedara después de clases para escribir «cabaña» en la pizarra quinientas veces. Lo hizo sin quejarse, pero estoy seguro de que si le pidiera que deletreara esa palabra en este momento no podría hacerlo.

      —Mañana va a poder —dijo el Juez entre dientes, y añadió—: Lucian, hiciste lo correcto, pero te prometo que voy a hacerlo aún mejor.

      En la casa hubo una escena violenta. El Juez era un hombre orgulloso, y saber que su único varón era considerado como apenas mejor que un idiota lo hería profundamente. Arrojó a Edgar sobre una silla, y comenzó el entrenamiento.

      Una y otra vez el Juez deletreó las palabras de la lección.

      —Cabaña: C-a-b-a-ñ-a. Deletréala.

      —Cabaña —decía Edgar con gran seriedad—: C-a-b-a-ñ-a.

      Estudiaba dos palabras más y luego el Juez decía: «Ahora deletrea cabaña».

      —Cabaña —decía Edgar como si su mente estuviera en blanco—: K . . .

      El manotazo del Juez fue tan fuerte que tiró a Edgar de la silla. Sin embargo, el golpe no sirvió para introducir ningún conocimiento sobre deletreo en la cabeza del niño. Después de tres penosas y dolorosas horas, «cabaña» continuaba siendo uno de los misterios más oscuros de la vida para Edgar, así como el resto de las misteriosas palabras que aparecían en la lección.

      Finalmente, reducido a un estado de estrangulada impotencia, el Juez Cayce se dirigió con furia a la cocina, donde tomó un trago para aplacar su enojo. Edgar reclinó la cabeza sobre su manual de deletreo, exhausto tras la terrible experiencia. Cerró los ojos, y escuchó con claridad una voz de mujer en sus oídos: ¿Por qué luchas tanto? Tienes nuestra promesa. Duerme unos minutos y danos la oportunidad de ayudarte.

      El niño pensó: ¡Dormir! ¡Voy a dormir un momento!, y sintió que su conciencia se sumergía en un mar de sombras oscuras y soporíferas.

      El Juez regresó todavía alterado de la cocina y observó enfurecido la figura durmiente. Le dio una violenta sacudida al escuálido hombro del niño.

      —Despierta, Edgar. Inútil. Vete a la cama. Sencillamente eres tonto y no tiene sentido tratar de hacer entrar algún tipo de conocimiento en tu cabeza.

      —Espera papá —dijo Edgar ansiosamente—. Solamente necesitaba dormir unos minutos. Pregúntame la lección de nuevo. Ahora me sé las palabras.

      Resoplando, el Juez le dijo una palabra y Edgar la deletreó al instante y sin errores. Continuó deletreando cada una de las palabras de la lección y cada una de las palabras del libro, incluidas las palabras de lecciones futuras que aún no habían estudiado. En un arranque de confianza, le dijo a su padre en qué página se encontraba cada palabra y describió las imágenes que había en esa página, porque su mente le mostraba cada página completa, exactamente como si estuviera viendo el libro. Estaba muy orgulloso de su capacidad recién adquirida.

      —¡Ajá! —gritó el Juez finalmente mientras arrojaba el manual de deletreo a través de la habitación—. Te sabías las lecciones todo el tiempo. Pero actuabas como un idiota para atormentarnos y afligirnos a tu tío y a mí. ¡PLAF!

      Edgar se levantó como pudo del suelo y se escabulló hacia su cama.

      Le resultó preocupante descubrir que el conocimiento, sin importar cuan perfecto fuera, no necesariamente garantizaba una vida más tranquila.

       3

       La octava maravilla

      La exhibición de deletreo que montó Edgar en su clase al día siguiente conmocionó a toda la escuela. Que deletreara correctamente tres palabras de una lección ya hubiera sido sorprendente, pero que se pusiera de pie y con calma acertara en el ciento por ciento de los casos creó una pequeña sensación.

      Sus compañeros de clase quedaron boquiabiertos, y el tío Lucian se abalanzó sobre él, seguro de que su sobrino estaba haciendo trampa y que leía las respuestas de alguna anotación oculta. Edgar le permitió concluir su búsqueda infructuosa y entonces le explicó la mecánica de su milagro. Cuando demostró su nueva capacidad al recitar de un tirón las lecciones que la clase aún no había estudiado, Lucian Cayce debió rendirse ante un misterio que se encontraba más allá de su comprensión.

      —Todo lo que puedo decir —jijo su