ni lo hizo sentir de otro modo que bienvenido. Poco después estaba conversando tan naturalmente como cualquier otro invitado y se había relajado por completo.
De pronto se encontró cara a cara con Gertrude, y perdió el habla porque su corazón latía tan fuerte que se había quedado sin aliento. La joven tenía un vestido blanco y una rosa roja en el cabello. Edgar estaba seguro de que ningún ángel del cielo podía ser ni la mitad de hermoso y encantador.
—Me alegra que estés aquí —le dijo Gertrude con toda sinceridad.
Apoyó una mano en su brazo, y el contacto lo hizo temblar.
—Como ya he saludado a todo el mundo y cumplido con mis obligaciones —continuó ella—, tengo algunos momentos libres. Caminemos hasta donde podamos ver la luna elevarse desde el horizonte. Puedo hacerte todo tipo de preguntas sobre ti mismo y lo que quieres ser y todo eso. Me gusta saber de todo sobre las personas.
Edgar recuperó la confianza y se encontró hablando con facilidad y sin restricciones. Descubrió con creciente gozo que tenían muchos intereses en común.
Gertrude amaba los libros y las librerías. También ella era una ardiente lectora de la Biblia y le sorprendió su récord en ese campo. No creía que Edgar fuera inculto, a pesar de su escasa instrucción escolar, y señaló que el aprendizaje a través de los libros no era para ella un criterio para medir el carácter o valía de un hombre.
—¡Dios mío! —exclamó Gertrude de pronto—, ¡ya terminó la fiesta y todos están despidiéndose! No entiendo cómo voló el tiempo.
—¿Podría . . . ? —se apresuró a decir Edgar en un arrebato de coraje—. ¿Podría volver a verte pronto? ¿Tal vez invitarte a salir?
La mano grácil de Gertrude se posó sobre la suya. Sus bellos ojos café sonrieron a la luz de la luna.
—Así lo espero, Edgar, y espero que sea muy pronto.
Mientras caminaba hasta su casa sentía que no tocaba el suelo con los pies. De pronto volvió a pensar en el consejo de Dwight Moody, que adquiría para él un nuevo significado. Era imposible pedirle a Gertrude que lo esperara durante los años largos y vacíos que le tomaría realizar su sueño de convertirse en ministro evangelizador. Después de haber ahorrado pacientemente el dinero necesario, tendría que ir a la preparatoria y luego a la universidad, y finalmente a la escuela bíblica.
Pero recordaba lo que Dwight Moody le había dicho: No olvides que no es necesario subir a un púlpito para servir a Dios. Sírvelo desde el lugar donde estés, sin importar donde sea, y con lo que tengas a tu disposición.
Podía continuar sirviendo a Dios en la iglesia, en la escuela dominical y en su propia vida mientras forjaba la prosperidad material necesaria para mantener a Gertrude y a una familia. En su mente no había la menor duda de que una vez que se le revelara el rostro cubierto por el velo en su sueño, seguramente sería el de Gertrude.
5
Un doloroso susurro
Casi milagrosamente, apenas Edgar decidió no convertirse en ministro, le pidieron que diera clases en una escuela dominical. En poco tiempo su clase se convirtió en la más popular de la ciudad, gracias a su profundo conocimiento de la Biblia y su talento para narrar antiguas historias con dramático realismo. La novedad fue pasando de boca en boca y comenzaron a llegar jóvenes de otras iglesias, hasta que su clase tuvo treinta y ocho estudiantes, convirtiéndose en la más numerosa de Hopkinsville. Para evitar conflictos entre las distintas iglesias, Edgar la convirtió en una clase no sectaria que se reunía en una iglesia diferente cada domingo. Estaba enormemente orgulloso —aunque no tanto como Gertrude— de su creciente reputación como autoridad bíblica.
Pero para Edgar el milagro más grande de todos fue la sencillez con que la familia de Gertrude lo aceptó como pretendiente de la joven. Nadie lo abordó en privado para preguntarle con dureza sus intenciones o perspectivas. Nadie señaló diferencia alguna en posición social y económica o en educación.
Mientras su confianza crecía, finalmente se armó de valor y le confesó a Gertrude esa parte de su vida que lo alejaba del resto. Con gran temor, le contó sobre sus amigos de la infancia que sólo su madre pudo ver, sobre sus conversaciones con su abuelo fallecido hacía tiempo y sobre sus sueños y visiones y su extraño poder para absorber libros durante el sueño.
Terminó el relato lleno de recelo.
—¿Tú . . . tú crees que soy extraño o que estoy un poco loco? —le preguntó.
—Por supuesto que no —exclamó ella, con los ojos llenos de indignación—. Creo que es maravilloso, y que tu abuela tenía toda la razón. Has recibido dones especiales con un propósito especial, y nunca debes dejar de buscar y de orar para descubrirlo.
Edgar quería besarla, pero se contuvo hasta unas noches más tarde cuando ella aceptó su propuesta de matrimonio. Después, Gertrude le dijo que todos los integrantes de su familia no sólo habían aprobado su decisión sino que le confesaron que comenzaban a preocuparse de que a Edgar le tomara tanto tiempo declararse. Nunca había creído que tal felicidad fuera posible.
—Voy a trabajar el doble de duro y a ahorrar cada centavo —gritó feliz mientras la abrazaba—. En poco tiempo tendré el dinero necesario para casarnos.
Luego salió corriendo y gastó todo su dinero, junto con una buena porción de sus ingresos futuros, en un hermoso diamante. Despilfarró aún más al enviar el diamante al exterior para que lo tallaran y montaran en un anillo.
Justo en ese momento perdió su empleo.
Harry Hopper vendió su porcentaje en la librería a un nuevo dueño que planeaba tomar a su cargo las actividades que había realizado Edgar. Ya no necesitaban un empleado.
Edgar quedó pasmado por la magnitud de la calamidad. Desde el momento en que conoció a Gertrude, había estado soñando con poder comprar la librería en algún momento y establecerse como un modesto magnate del comercio. No se sentía atraído por ningún otro tipo de trabajo.
Finalmente consiguió una nueva ocupación por pura casualidad. Caminaba sin rumbo fijo cuando vio a una muchedumbre que ingresaba al Almacén Richards, y los siguió. El centro de interés era una gran barata en el departamento de calzado. Mientras andaba por allí se encontró con una señora conocida que quería un tipo de calzado en particular. Edgar acababa de ver zapatos de ese estilo en un estante. Con amabilidad se los acercó y le ayudó a buscar los de su número.
Cuando la señora se los pagó le llevó el dinero de inmediato a la cajera. Antes de que pudiera alejarse, otra mujer le llamó la atención y le pidió que le encontrara algo especial. Le pareció poco cortés negarse.
En ese momento se acercó el gerente.
—Joven, ¿podría decirme quién lo contrató para trabajar en mi departamento de calzado?
—Nadie —dijo Edgar—. Pero la gente me está pidiendo modelos especiales de zapatos, se los encuentro y me pagan. Pero no se preocupe, le he entregado todo el dinero a la empleada que está allá . . .
—Sé que lo hizo —dijo el gerente—. He estado observándolo, y veo que sabe más sobre nuestros artículos que esos imbéciles a quienes pago. Si está buscando un trabajo, preséntese mañana temprano.
Edgar trabajó en el departamento de calzado del Alamacén Richards por dieciocho meses. El trabajo no le gustaba, pero pudo saldar la deuda del anillo y agregar algunos pocos dólares a sus ahorros. Para su sorpresa, Gertrude y su familia insistían en que renunciara. Finalmente fue su madre la que forzó la decisión.
—Te he tenido bajo el ala demasiado tiempo ya —le dijo su madre—. Sé que no eres feliz y que no vislumbras un futuro en tu trabajo en el departamento de calzado. Tú y Gertrude necesitan dinero para casarse. Hijo, deja Hopkinsville. Vete donde tengas la oportunidad