Joseph Millard

Edgar Cayce: Hombre de Milagros


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bien alto. Una de las mayores librerías y de artículos de escritorio del país era John P. Morton & Co. de St. Louis. Escribió solicitando un empleo y una copia de su catálogo. El extenso catálogo fue despachado prontamente, pero una breve nota le informaba que no había vacantes laborales disponibles.

      Con determinación, Edgar comenzó a visitar a todos los comerciantes de Hopkinsville. Entre la librería y sus clases dominicales Edgar era muy popular y querido, y cada una de las personas que visitó aceptó de buen grado escribirle una elogiosa carta de recomendación. Comenzó a bombardear a Morton con estas municiones, enviándole un nuevo manojo de cartas con cada entrega del correo. Después de una semana, recibió un telegrama que decía:

      PARE DE ENVIAR RECOMENDACIONES Y PRESÉNTESE A TRABAJAR

      Tras un beso de despedida a Gertrude y a su familia, dejó la ciudad lleno de esperanzas. Lo último que hizo antes de partir fue autoinducirse el sueño con la mejilla apoyada sobre el extenso catálogo de Morton.

      Después de una semana en su nuevo trabajo, Edgar ya había sido completamente aceptado tanto por la gerencia como por los otros empleados. Su detallado conocimiento de la totalidad del catálogo era una fuente de constante asombro. Casi de inmediato recibió el primero de varios aumentos, y le escribió a Gertrude diciendo que su futuro estaba asegurado.

      Se dedicó al ministerio de Esfuerzo Cristiano y se unió a un grupo llamado Glad Helpers Society (Sociedad de Alegres Ayudantes). Una vez a la semana visitaban la prisión y el hospital de la ciudad para cantar himnos, leer la Biblia y conversar sobre religión con los presos y pacientes.

      Le iba muy bien en su empleo y se hallaba muy complacido con sus perspectivas de progreso hasta que, poco antes de la navidad de 1899, decidió hacer un balance de su situación. El resultado fue decepcionante. Estaba ganando un buen salario, el mejor de su vida, pero tenía menos dinero en el bolsillo que cuando ganaba quince dólares al mes en la Librería Hopper.

      El problema era que Edgar tenía debilidad por comer, vestirse y alojarse con lo mejor. Con cada aumento de salario aumentaba su estándar de vida. Aunque hacía los mayores esfuerzos por disciplinarse, siempre estaba cediendo a sus impulsos y comprando algo que borraba sus ganancias de un plumazo.

      Por ese entonces recibió una carta de su padre: «Tengo una nueva línea de seguro fraternal que es tan económica que ningún miembro de la orden se puede dar el lujo de rehusarla. Se la he vendido a todo el mundo en los alrededores de Hopkinsville y quieren que me expanda y la venda en el resto de las ciudades y pueblos de esta sección. Me gustaría hacerlo, pero mis otros seguros también se están vendiendo muy bien, y no puedo alejarme. Si estuvieras en casa, te nombraría socio pleno de mi negocio y te daría toda la línea fraternal para que la manejes. Con facilidad podrías ganar mucho más dinero que allí donde estás ahora».

      La tentación era grande para Edgar. Además de la perspectiva de ganar más dinero, podría trabajar más cerca de casa y pasar al menos los fines de semana con Gertrude. Además estaría más alejado de las onerosas tentaciones que representaban las tiendas y restaurantes de la ciudad.

      Finalmente fue la Compañía Morton la que lo ayudó a decidir. Cuando pidió algo de tiempo para ir a casa en navidad se lo negaron. Dar a un empleado días adicionales estaba en contra de la política de la empresa, que sólo otorgaba el día de navidad. Edgar renunció de inmediato. Como lamentaban profundamente perderlo, le hicieron una propuesta. La Compañía Morton le pagaría un salario mínimo para que ofreciera su línea de libros y artículos de oficina junto con los seguros. Aceptó encantado y tomó el siguiente tren a Hopkinsville para decirle a Gertrude que ahora tenía al mundo a sus pies.

      Comenzó sus viajes de negocios poco después del año nuevo de 1900 y desde la primer semana la prosperidad fue su compañera de ruta.

      —Te está yendo muy bien, y soy muy feliz —le dijo Gertrude una noche hacia fines de febrero—, pero hay algo que me molesta. Nunca dices nada sobre esos extraños dones o poderes que tienes. Solías preocuparte por descubrir el propósito que había tenido Dios al dártelos. Edgar, ¿has vuelto a preguntártelo? ¿Alguna vez buscas en tu interior u oras para obtener consejos que te ayuden a usar los dones que tienes de manera adecuada?

      —No, últimamente no —confesó Edgar—. Creo que estoy demasiado ocupado ganando dinero. Cuando haya ahorrado lo suficiente como para poder casarnos y tener nuestro propio hogar, volveré a iniciar la búsqueda.

      Unos días después, Edgar perdió la voz.

      Después de dejar a Gertrude en su casa esa noche, comenzó a padecer una jaqueca cegadora. Durante los días siguientes los dolores de cabeza se hicieron tan frecuentes y agudos que apenas podía hacer sus visitas. Pensó en darse por vencido y regresar a casa, pero eso hubiera significado un brusco descenso en su ingreso semanal, y estaba empecinado en que nada interfiriera con su obsesión de acumular dinero.

      En Elkton, una pujante ciudad a unas cuarenta millas de su casa, Edgar finalmente visitó a un médico. No encontró ninguna causa física y simplemente le dio a Edgar unos polvos sedantes.

      Edgar los tragó de una vez y todo a su alrededor se puso negro. Cuando sus sentidos se aclararon y abrió los ojos, se llevó una tremenda impresión. Se encontraba en su propia cama en Hopkinsville. Su madre estaba de pie a su lado, llorando, y dos médicos hablaban seriamente con el Juez.

      Edgar tomó asiento con esfuerzo.

      —¿Qué me ocurrió? ¿Cómo llegué aquí? —. Su voz no era más que un graznido ronco, y cada palabra le raspaba la garganta como una astilla.

      Le dijeron lo poco que sabían. Un vecino que se encontraba en Elkton de viaje de negocios lo había hallado vagabundeando al aire libre sin sombrero y con el sobretodo abierto, a pesar del clima gélido. Edgar tenía los ojos vidriosos y hablaba en forma incoherente. Se quedó con la vista fija en el vecino sin reconocerlo, aunque permitió que lo llevara a casa.

      Los médicos no pudieron encontrar ningún problema orgánico y llegaron a la conclusión de que su sistema nervioso había colapsado debido a un sedante demasiado potente. Le recetaron gárgaras para limpiar la garganta, afectada «debido al frío y la exposición a la intemperie mientras vagabundeaba con el sobretodo abierto y sin sombrero».

      Edgar hizo las gárgaras según lo indicado, sin embargo cada vez tenía menos voz. Para fines de marzo apenas podía emitir un susurro casi inaudible.

      La primera vez que vio a Gertrude después de su extraño ataque, ella se arrojó en sus brazos llorando.

      —Oh Edgar, ¡estoy tan asustada! ¿Recuerdas nuestra última noche juntos? Me dijiste que estabas demasiado ocupado ganando dinero como para pensar en cómo Dios desea que uses tus dones especiales. Inmediatamente después te quejaste de jaqueca, algo que nunca habías sufrido anteriormente. Desde entonces, cuando más intentabas ganar dinero, más te dolía la cabeza, hasta que te sucedió esta desgracia. ¡Estoy terriblemente asustada! Sé que se trata de un castigo o advertencia porque te desviaste de tu propósito.

      —Mi amor, se trata solamente de un ataque temporal, causado por el sedante y el frío en la garganta —Edgar la sostuvo entre sus brazos y trató de calmarla—. Cuando me cure regresaré al trabajo y recuperaré el tiempo perdido. ¿No me dijo el doctor Moody que todos podemos servir a Dios en nuestra vida diaria sin abandonar nuestros trabajos para ser ministros o misioneros?

      —Pero tú no eres uno del montón —le recriminó ella—. Tú eres Edgar Cayce y tienes algo muy especial que no posee nadie más en el mundo. ¿Acaso crees que tu vida se rige por las mismas reglas que las personas comunes y corrientes?

      Edgar cambió de tema pero luego, recostado en su cama, los temores de Gertrude regresaron y se hicieron carne en él. Intentó dispersarlos y apretó los puños, mientras pensaba: Tengo tanto derecho a la felicidad como cualquier otro hombre. No le hago mal a nadie al ganarme la vida honestamente e intentar darle a Gertrude un hogar decente y cosas para que se sienta a gusto. Y tengo que hacerlo antes de emprender cualquier otra cosa.