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E-Pack Jazmín B&B 2


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profundamente dormida, acurrucada contra él como si los dos compartieran la misma piel. Ella tenía apoyada la cabeza contra su hombro. El rubio cabello se le extendía como un remolino de seda por el pecho, sobre el que también tenía una mano.

      ¿Qué iba a ocurrir a continuación? ¿Cómo iba a convencerla de que se convirtiera en su ayudante/esposa? Porque ya no tenía intención alguna de dejarla marchar.

      Con mucho cuidado, se levantó y se apoyó sobre un codo. Entonces, trazó la aterciopelada piel desde el hombro al pecho, de la cintura a la cadera pasando por la respingona curva del trasero. Entonces lo vio, descansando sobre la parte trasera de la cadera izquierda. Un tatuaje que parecía mirarlo. Un par de ojos dorados observándolo desde detrás de unas hojas verdes.

      El recuerdo le explotó en la cabeza, tan doloroso como si hubiera ocurrido tan solo instantes atrás. Su casa de acogida. Lo que debería haber sido su último hogar. Por primera vez desde que se quedó huérfano, aquella había sido una casa de verdad, no las incontables residencias en las que él había sido tan solo uno más. El no deseado. El olvidado. El rechazado.

      Aquella era una casa de verdad, con padres cariñosos. Tenía su propio dormitorio… y a Daisy. Aquel nombre le abrasaba el pensamiento como si se tratara de lenguas de fuego y se abría paso entre las brumas del pasado. De repente, lo recordó todo. La residencia Marcellus había sido un lugar transitorio en el verano entre su último año en el instituto y el primer semestre en Harvard. Él no era el único muchacho de acogida, pero los Marcellus habían conseguido de alguna manera equilibrar los intereses familiares con el trabajo y las necesidades de los muchachos que acogían. Había sido perfecto si no hubiera sido por…

      Daisy.

      En el momento en el que entró en su nueva casa y la vio, se sintió inmediatamente atraído por ella. No debería haber sido así, teniendo en cuenta que, por aquel entonces, ella llevaba cabello negro y de punta al estilo gótico, se pintaba los ojos de negro y las uñas de manos y pies de morado. Había estado tan acostumbrado a que la gente lo juzgara sin conocerlo que trataba de no cometer el mismo error. Solo le hizo falta una mirada para comprender la dulzura que había bajo toda aquella locura.

      Sin embargo, ella le había mentido de principio a fin.

      Justice se levantó de la cama con un rápido y fluido movimiento y cruzó la habitación. Abrió el armario y sacó el primer par de pantalones que encontró. Se los puso y trató de recuperar el control. Maldita sea. No podía. Siempre le pasaba lo mismo con ella. Daisy poseía la extraña habilidad de apretarle los botones adecuados para estropear sus planes y ponerlo todo patas arriba.

      –¿Justice? –susurró ella desde la cama, con voz dulce y satisfecha.

      Él respiró profundamente y consiguió contenerse por fin. Se volvió a mirarla.

      –Buenos días.

      Ella parpadeó para despejarse.

      –¿Qué ocurre?

      –Nada. Me gustaría que te marcharas ahora mismo.

      Daisy se sentó en la cama. La sábana se le deslizó por el cuerpo, dejando al descubierto los deliciosos senos que él había encontrado tan insoportablemente dulces a lo largo de la noche.

      No tenía sentido. Ella era mala. Una víbora dispuesta a atacar. Sin embargo, no le parecía que pudiera contemplar nunca una imagen más hermosa. ¿Cómo era posible?

      Ella parpadeó.

      –¿Acabas de pedirme que me vaya?

      –Sí.

      –¿Qué es lo que ocurre? –preguntó ella mientras se levantaba de la cama. Verla a la luz del sol, contemplar cada centímetro de su pies, cautivaba a Justice.

      –Ya recuerdo quién eres.

      –¿Sí? –replicó ella sonriendo–. Es genial. ¿Cómo lo has conseguido?

      –Por el tatuaje.

      –¿Solo por el tatuaje? Me sorprende que el tuyo no lo haya conseguido antes.

      –Yo no tengo ningún tatuaje.

      –Claro que sí. La garra de una pantera para complementar mis ojos de gata. Lo tienes en la cadera…

      Se interrumpió inmediatamente. Entonces, se mordió el labio entre los dientes. Recordó que aquel tatuaje había sido reemplazado por otra cosa.

      –Ay, Justice. Allí ahora tienes una cicatriz. Lo siento mucho.

      –Basta ya, Daisy. No solo recuerdo perfectamente quién eres sino también lo que hiciste.

      –¿Y qué fue lo que hice?

      Justice frunció el ceño y la miró con desaprobación.

      –Aquel verano me mentiste sobre tu edad. Me dijiste que tenías diecisiete años. Me dijiste que ibas a empezar el último año del instituto y yo el primero de universidad. Que solo estabas un año detrás de mí. En vez de eso, eras una niña de quince años.

      –Casi tenía dieciséis. Te mentí porque sabía que no me besarías si te decía la verdad.

      –¿Besarte? –le espetó él. Se acercó a ella y le agarró los hombros, levantándola hasta que la puso de puntillas–. Te hice el amor. Eras virgen. Eras… intocable y yo te toqué. La única casa de verdad que yo había tenido desde que mis padres murieron y tú me lo estropeaste todo. Me lo quitaste. Perdí mi beca por tu culpa porque ya no era una «buena persona». Por tu culpa, no me aceptaron en Harvard.

      –¿Cómo dices? –replicó ella escandalizada–. Oh, Justice. Lo siento mucho. Me dijeron que te habías marchado a la universidad antes de tiempo. Yo no supe que…

      Justice la soltó y dio un paso atrás.

      –Vístete.

      Aquella única palabra hizo que Daisy se sonrojara. Sin decir ni una palabra, recogió todas sus prendas y se vistió. Justice se dio la vuelta incapaz de observarla sin… volver a desearla.

      –Justice…

      No se había dado cuenta de que ella se había acercado hasta que Daisy le tocó en el brazo. Se dio la vuelta. Deseaba que ella comprendiera el precio tan alto que había tenido que pagar por ella. El porqué jamás perdonaría sus mentiras.

      –El último hogar de acogida… ese lugar en el que me pusieron los últimos meses, fue el peor de todos. Sabían lo que había hecho y me trataron…

      Se interrumpió y sacudió la cabeza para tratar de controlar sus sentimientos antes de poder seguir hablando.

      –Cuando cumplí los dieciocho, me echaron a patadas a la calle. No tenía ningún lugar al que ir ni nadie que me ayudara. Ni trabajo ni dinero ni posibilidad alguna de conseguir alguna de las dos cosas.

      –No lo sabía –susurró ella, con dolor e incredulidad–. Te juro que no lo sabía.

      Entonces, comenzó a llorar. Los ojos se le enrojecieron y se le llenaron de lágrimas. Justice trató de no prestar atención alguna a aquellas lágrimas.

      –¿Eres al menos ingeniera? –le preguntó.

      –No. Por supuesto que no.

      –¿Cómo que por supuesto que no? Estabas en una conferencia sobre ingeniería. Solo se permitía el acceso a la misma de personas relacionadas con la ingeniería. No había invitados ni medios de comunicación. Ni… bueno, lo que seas tú.

      –Escribo e ilustro libros para niños.

      Aquella afirmación fue tan inesperada que Justice tardó un segundo más de lo esperado en reaccionar.

      –Entonces, ¿qué diablos estabas haciendo en mi discurso?

      –Vi tu nombre y tu fotografía en una de los tablones del hotel y te reconocí. Me colé siguiendo un impulso.

      –Me