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ha sido muy amable de tu parte. Veo que hablas italiano con fluidez –dijo. Entonces recordó–. Y yo te he robado tus vacaciones en Italia.

      –En realidad, aún no había reservado el billete, por lo que no me suponía problema alguno. Puedo ir a Sorrento en otra ocasión.

      –A pesar de todo, me siento culpable.

      –Bien –replicó ella con una sonrisa–. Me puedes invitar al postre para compensarme.

      El amor a la vida, el amor a la comida... Todo eso resultaba muy refrescante después de estar con mujeres que se limitaban a tomar lechuga y no hacían más que contar calorías.

      –Trato hecho. ¿Hablas algún otro idioma?

      –Francés. Un poco de alemán y me las puedo arreglar en griego con un diccionario.

      –Impresionante. Yo nunca aprendí idiomas en el colegio. Tampoco los he necesitado para mi trabajo.

      –Tú hablas el idioma universal. El del dinero.

      –Sí, ése bastante bien –admitió–. ¿Has estado antes en Scarborough?

      –No. Nosotros íbamos casi siempre al sur, a la costa de Sussex. ¿Y tú?

      –Hace mucho tiempo –respondió Luke. Era uno de los pocos recuerdos felices de su infancia.

      –Tienes razón. La pizza es excelente –comentó ella después del primer bocado–. Me recuerda a Florencia...

      –¿Te gustan las ruinas? –preguntó Luke. Recordó que ella era licenciada en Historia, por lo que resultaba bastante evidente que así sería.

      –Son el modo en que el pasado tiene de reflejarse en el presente. Además, la belleza jamás se marchita.

      –Podrías haber sido profesora. Habrías inspirado de verdad a tus alumnos con ese modo de hablar –dijo.

      –Lo pensé –admitió Sara–, pero hay tanta burocracia en la educación. Creo que me quitaría por completo la alegría. Además, me gusta mucho lo que hago ahora.

      Tras tomar el postre regresaron al despacho. Una vez allí, Luke se quedó atónito al darse cuenta de que había pasado una hora y media. Considerando que para él el almuerzo duraba lo justo para poder comerse un bocadillo... Aquello significaba que tendría que trabajar aquella noche. Se obligó a concentrarse en las llamadas de teléfono y en las cifras el resto de la tarde. Acababa de colgar el teléfono cuando Sara le puso una taza de café sobre la mesa.

      –¿Algún problema?

      –Nada importante. El tipo con el que iba a jugar esta noche ha tenido que cancelar la cita porque le ha surgido algo importante en el trabajo. Eso significa que tengo una pista reservada pero no compañero. Supongo que tú no...

      –Por supuesto que no.

      –Creía que habías dicho que el ejercicio era bueno para uno.

      –Se me dan muy mal los deportes de raqueta. Justin trató de enseñarme y a mí se me daba tan mal que él tuvo que darse por vencido.

      –Yo podría enseñarte.

      Las miradas de ambos se cruzaron. Algo vibró dentro de Luke.

      –Gracias por la invitación, pero no es propio de mí. No obstante, si no tienes nada que hacer esta noche...

      –¿Cómo dices?

      –No pareciste muy convencido a la hora del almuerzo cuando te dije por qué me gustaban tanto las ruinas. Ven a verlo conmigo. No tienes excusa. Me acabas de decir que vas a tener que cancelar tu partido de squash.

      –¿Te ha dicho alguien en alguna ocasión que eres como una apisonadora?

      –Sí –comentó ella, riendo–. Bueno, ¿qué me dices?

      Luke sabía que debía decir que no. Debía utilizar ese tiempo para trabajar, pero su boca no parecía trabajar en sincronía con su cerebro.

      –Claro.

      A lo que Sara se refería resultó ser el museo Británico.

      –Me encanta este patio –decía ella–. Luces y sombras... es maravilloso.

      Luke tenía que reconocer que así era. Él jamás había visitado muchos museos, pero ella lo llevó a ver las momias egipcias y los mosaicos romanos, lo vio todo a través de los ojos de Sara y quedó encantado.

      –¿Has hecho esto en alguna ocasión? –le preguntó ella. Estaba muy sorprendida.

      –Supongo que cuando vives en un lugar das por sentado que está ahí y nunca vas a hacer las cosas propias de los turistas.

      –Es cierto. Además, cuando se hacen en solitario, no se disfrutan tanto porque no se pueden compartir ni hablar sobre ellas con nadie –dijo Sara. Extendió la mano y tomó la de él durante un instante. La apretó con fuerza–. Tal vez podamos regresar juntos en otra ocasión.

      –Estaría bien.

      A Luke le sorprendió el hecho de que hablara en serio. Quería pasar tiempo con Sara. Le gustaba el sonido de su voz y podría haber estado todo el día escuchándola mientras ella le explicaba todo lo que llamaba su atención. Sin embargo, lo que más le gustaba era el roce de la piel de ella contra la suya.

      Demonios... Se suponía que algo así no debía ocurrir. Luke no tenía relaciones. Siempre había tenido breves aventuras que lo satisfacían mutuamente a él y a las mujeres que sabían a qué atenerse. Mujeres que se movían en los mismos círculos que él. Mujeres que no tenían campanas de boda en los ojos ni que querían que conociera a sus familias.

      Sara Fleet era una contradicción. Era eficiente y profesional, pero a la vez resultaba cálida y cariñosa al mismo tiempo. Luke aún no se había recuperado del beso que ella le dio hacía sólo unas pocas horas. Sólo Dios sabía cómo había podido contenerse para no girar el rostro y capturarle la boca.

      Y, en aquellos momentos, ella le había tomado la mano. Resultaba tan tentador... Lo único que tenía que hacer era levantar la mano y llevársela a los labios. Besarle el reverso de los dedos. Girarle la muñeca y besarle el punto exacto en el que le latía el pulso para ver si éste igualaba los rápidos latidos de su propio corazón. No importaba que estuvieran en medio de un lugar público. El resto del mundo parecía haber desaparecido. Podía tomarla entre sus brazos. Enmarcarle el rostro. Bajar la boca a la de ella. Saborear toda la dulzura que ella le ofrecía...

      –Luke.

      –Sí, de acuerdo –susurró, sin estar del todo seguro a qué estaba accediendo. Sin embargo, la calidez de la sonrisa de Sara le prometía que era algo bueno–. Escucha, es mejor que te deje marcharte. Tienes que preparar la maleta para mañana.

      –Y tú, sin duda, estás pensando en irte a trabajar un rato.

      –Sí, un poco –admitió. Tal vez así podría dejar de pensar en ella.

      –Eres imposible.

      –Eso me han dicho.

      Soltó la mano de la de ella. Se sintió atónito al ver lo mucho que echaba de menos aquel contacto.

      Esto no hacía prever nada bueno. Tenía veintiocho años, no trece. Ya iba siendo hora de que se comportara y actuara de acuerdo con su edad.

      –Vamos. Te buscaré un taxi.

      –Puedo ir en metro.

      –Lo sé, pero hazme caso.

      –Eso depende.

      –¿De qué?

      –Tomaré un taxi si tú accedes a chapotear conmigo en el mar el sábado.

      –¿Y tú dices que yo soy imposible? Venga ya –protestó. Paró un taxi, le dio dinero al taxista y se despidió de ella. Lo peor de todo era que se moría de ganas