Clara Coria

Aventuras en la edad de la madurez


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de estos comentarios:

      Cuando tomé la decisión de jubilarme antes de la edad obligatoria, me sentí como perdida porque se me abría un horizonte de tiempos disponibles. No sabía lo que quería hacer pero sabía que quería «otra cosa».

      Mis hijos ya tienen más de 20 años y cada uno está en lo suyo, en sus estudios y en la vida. Me doy cuenta de que ya no me necesitan pero me cuesta dejar de estar pendiente de ellos a pesar de que me vendría bien disponer de esos tiempos ahora que pueden ser totalmente míos.

      Las amistades que compartí durante mucho tiempo dejaron de ser acompañantes en la manera de sentir y pensar. No soy la misma y me veo en la necesidad de abrir otros horizontes. Eso me atrae y me asusta al mismo tiempo.

      Parte de mi familia me critica porque estoy modificando mis intereses profesionales. Me siento rara haciendo estos cambios y me digo que es una aventura cambiar mi profesión tradicional por esto que es nuevo. Pero gracias a esto nuevo he vuelto a sentirme entusiasmada.

      Durante muchos años desplegué mis actividades con éxito. Y ahora que ya soy reconocida y demandada no tengo más ganas de seguir haciendo lo mismo que hacía antes. A veces siento que es como desperdiciar lo sembrado pero lo cierto es que ahora quiero otras cosas, nuevos estímulos y otros desafíos.

      Ahora es tiempo de dejar de sostener el hartazgo que me produce cargar con «canastas ajenas» y esperar supuestos beneficios que son ilusorios. Estoy cansada de ocuparme de «todos» y de «todo» por la pretensión de mantenerme vigente.

      Nunca imaginé que iba a estar tan contenta conmigo misma haciendo cosas que nunca se me ocurrieron en la juventud porque estaba aprisionada cumpliendo con los compromisos asumidos. Lo siento como una aventura sin necesidad de subir al Himalaya.

      A esta edad yo no quiero estar acompañada por alguien porque me necesita sino solo porque ese alguien me quiere. ¿Es mucho pedir?

      Pasé los sesenta y ahora me he permitido hacer actividades que disfruto mucho. Me divierto más divertida, me siento más satisfecha y mis antiguos colegas dicen que me ha cambiado la cara. La mayoría quiere pensar que es un nuevo novio el responsable de mi disfrute y no se les ocurre que el motivo soy yo misma.

      Estos comentarios provienen de mujeres muy distintas que tienen en común estar transitando la madurez y que han comenzado a reconocer —y a respetar— el deseo de experimentar otras cosas. Algunos de estos comentarios dan cuenta de ciertos deseos juveniles que fueron postergados porque los compromisos de la juventud (y en muchas de ellas la crianza de los hijos) no les dejaba tiempo, tampoco espacio ni energías para satisfacerlos. Otros hacen referencia al deseo de permitirse cambiar una ruta que dejó de ofrecer entusiasmos. Es el caso de profesionales que dieron por concluidas carreras importantes que, si bien fueron muy satisfactorias en su momento, habían llegado a convertirse en rutinas poco estimulantes. Tampoco faltan comentarios que hacen referencia a la necesidad de dejar de hacerse cargo de las «canastas ajenas», de «todo» y de «todos» con la ilusión (por supuesto ilusoria) de que ello les permitiría mantener vigente un protagonismo, generalmente asociado a lo familiar, como el que tuvieron en otros tiempos. Son mujeres que descubren que la insistencia en perpetuar lugares protagónicos propios del ámbito doméstico —que además ya no son necesarios— tiene altísimos costos y ya no ofrecen disfrutes saludables.

      Para comenzar es necesario dejar constancia que el tránsito de la vida es una perpetua aventura pues el movimiento es constante y hace que todo sea siempre nuevo, poco conocido o totalmente inesperado. Es sabido que la vida cambia permanentemente y que los cambios se instalan sin pedir permiso planteando desafíos en todas las edades; pero, en la edad de la madurez, estos desafíos adquieren dimensiones inesperadas. Las personas que llegan a la madurez en buenas condiciones físicas y psíquicas disponen, paradójicamente, de mucho más tiempo del que disponían en su juventud cuando tenían «todo el mundo por delante».

      En las épocas juveniles suele ser difícil disponer con libertad de esa inmensidad temporal porque los compromisos que se van asumiendo, tanto laborales como económicos, familiares, sociales, etc., no dan tregua y el tiempo cotidiano es fagocitado sin piedad. Por el contrario, las ya «maduras», suelen haber concluido con dichos compromisos y una de las preocupaciones reside en hacerse cargo de una disponibilidad espacio-temporal que aún no tiene destino. Son «tiempos disponibles» como surgidos de la lámpara de Aladino, que tampoco fueron anticipados y que presentan el desafío de asumir una libertad para la cual no hubo preparación.

      Son tiempos para los cuales no hubo proyectos porque estaban incluidos en un espacio de la vida que había sido previamente descalificado, desvalorizado y vivido como si fuera un estigma. Son los tiempos de la «no juventud» que quedaron marginados del imaginario colectivo por el simple hecho de haber dejado de ser joven. Los tiempos postjuveniles no han sido contabilizados como capital vital porque formaban parte de la marginalidad de la vida.

      Es justamente en esta marginalidad donde es posible instalar nuevamente la vivencia de una aventura hecha a medida, porque no es ninguna novedad que, en las distintas etapas de la vida, la aventura estrena rostros diferentes. El sentido genuino de la aventura no está en la forma en que estamos acostumbrados a pensarla desde el modelo juvenil sino en su contenido. Es decir, en lo que genera como energía vital.

      Una de las expresiones de dicha energía vital suele aparecer bajo la forma de efervescencia. Ciertamente, la efervescencia de la aventura juvenil es diferente a la de la aventura en la edad madura. Sin ninguna duda, escalar el Himalaya genera efervescencia, pero ello requiere de una potencia muscular propia de la juventud, muy distinta de la potencia de la sabiduría o de la calidad afectiva que es posible lograr con el condimento de los años.

      No estamos acostumbrados a pensar que lo esencial de la aventura no está en la forma sino en su contenido. Con sorpresa solemos descubrir que, cuando nos hacemos cómplices de la aventura, la efervescencia que le es propia se mantiene incólume con el paso del tiempo. Me refiero a que el atractivo de la aventura (cualquiera sea su naturaleza y la forma que adopte) reside fundamentalmente en la excitación que provocan los desafíos frente a lo desconocido, independientemente de las formas que, ellas sí, son las que suelen cambiar con el tiempo. Esto es válido tanto para la aventura de amar, de indagar en la ciencia, de investigar el espacio interestelar, de dar respuesta a las eternas incógnitas humanas, de inventar maneras distintas de resolver problemas concretos, como así también de animarse a experimentar con uno mismo otras nuevas maneras de vivir y de instalarse en la vida.

      El nudo central de la aventura reside en animarse a seguir tomando desafíos y, con ello, continuar disfrutando del sabor de la efervescencia. Me atrevería a decir que muy probablemente sea esta situación de efervescencia lo que mejor define el «espíritu juvenil», cualquiera sea la edad que se porte.

      La aventura de la madurez ofrece la posibilidad de un «segundo tomo»

      Como la vida es movimiento y el movimiento —inevitablemente— es cambio, las experiencias del vivir nos presentan situaciones para las cuales siempre respondemos por «primera vez». Gran parte de la vida, por no decir casi toda, fue una sucesión de «primeras veces» y la edad de la madurez no escapa a la regla general. En esta ocasión en que somos distintas aunque sigamos siendo «nosotras», esta «primera vez» se presenta con gran contundencia.

      Los cambios son por demás significativos y obligan —a gusto o a disgusto— a repensar la propia identidad, resignificar los deseos, reubicar los objetivos y decidir el empleo y la distribución de las energías disponibles. Vuelve a presentarse un clima de desconcierto comparable al que acompaña el final de la adolescencia cuando, consciente o inconscientemente, las personas se ven obligadas a proyectarse hacia un futuro no conocido. No es descabellado pensarlo como un momento de la vida que requiere, nuevamente, de una «orientación vocacional» frente a preguntas clave que surgen irresistibles como en el pasado: «¿Quién soy yo ahora? ¿Qué quiero? ¿Qué puedo? ¿Qué hago con todo el espacio-tiempo (infinito para la juventud y claramente finito para la madurez) que se me presenta de acá en más?»

      Con la idea de reinstalar la aventura en la edad de la madurez podemos imaginarnos, y suponer,