Clara Coria

Aventuras en la edad de la madurez


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satisfacer anhelos íntimos que al cumplimiento de los mandatos recibidos y de los imperativos de los proyectos juveniles.

      Afortunadamente, este «segundo tomo» no cuenta con el manual de instrucciones que en la juventud venía adosado por default con la cultura y el tiempo que a cada cual le tocó vivir. En aquellos tiempos de iniciación, la vida empujaba hacia lo desconocido como lo más natural, irreversible e insoslayable. Los años juveniles son de puro aprendizaje forzado. En ellos, organizar proyectos que mantuvieran cierta estabilidad en medio de la turbulencia vital era todo un malabarismo. Suele ser una etapa bastante caótica y sin embargo no son pocos los adultos que terminan idealizándola porque, entre otras cosas, la enorme cantidad de desafíos —la mayoría de ellos inevitables— produce también un grado de efervescencia excitante y atractiva. En pocas palabras, y como ya lo vimos, lo que hace de la aventura una experiencia atractiva y vigorizante reside en la efervescencia y excitación que promueven sus desafíos.

      En los años de madurez, los desafíos son otros. Ya no se trata de responder a los mandatos recibidos ni tampoco de rebelarse abiertamente para demostrar que la vida y el mundo pueden —o deberían— ser diferentes. Es una etapa de culminaciones y la efervescencia ya no es producto de las luchas vitales, sean estas individuales o colectivas, sino de una construcción laboriosa que en esta edad tiene otros objetivos. Los desafíos excitantes de las edades maduras respiran otros aires, tienen otras fuentes de inspiración, requieren otras habilidades y se plantean otros destinos. En algún sentido es un «volver a empezar». No se trata de reproducir un pasado pretendiendo actualizarlo con la cosmética de los nuevos tiempos. La vida sigue su curso y ello requiere transitar nuevas y distintas experiencias porque ahora —para bien o para mal— ya no somos las de ayer. Son épocas diferentes que no invalidan la pretensión de seguir disfrutando de la efervescencia y excitación que promueven los desafíos porque la efervescencia no desaparece con la edad sino con la falta de proyectos.

      A pesar de la mala prensa que suele tener lo desconocido, es justamente la ausencia del «manual de instrucciones» lo que ofrece la oportunidad de experiencias nuevas y diferentes que impriman un sello más personal y menos condicionado por los mandatos y expectativas del entorno. Es aquí donde comienza a vislumbrarse la posibilidad de transitar la edad de la madurez como un «segundo tomo» que incluya desafíos que estén insertados en un devenir que, en lo posible, haga todo lo que esté al alcance para jerarquizar lo lúdico.

      Algunos obstáculos que dificultan transitar con satisfacción el «segundo tomo»

      La marginalidad existencial

      El primer obstáculo al que haré referencia es la descalificación que la sociedad hace de la madurez y la vivencia subjetiva de marginalidad existencial que resulta de dicha descalificación.

      La acumulación de edad es vista por nuestras sociedades actuales como un hándicap lamentable que merece descalificación. Nuestras culturas instalan a la edad de la madurez —y a quienes la transitan— en un espacio marginal, como si fuéramos ciudadanos de segunda, condenándonos a ocupar un lugar de invisibilidad que poco a poco se desliza hacia la marginación. Es una forma de maltrato sofisticado e insidioso que, al promover una vivencia subjetiva de marginalidad existencial, afecta la autoestima. Se trata de una descalificación que se ha naturalizado y por lo tanto deviene invisible. De esa manera termina convirtiendo a las personas maduras en material descartable. El efecto más pernicioso de esta descalificación sociocultural reside en un proceso subjetivo de autodescalificación que poco a poco se va infiltrando en lo más profundo de la subjetividad.

      Tal es el terror que genera la acumulación de la edad, que hasta los que recién están llegando a los 20 años empiezan a temer el paso del tiempo. En lugar de considerar que cada tiempo posible de vivir es el capital más genuino con el que cuentan los humanos para desplegar sus experiencias, lo viven como si estuvieran gastándose los únicos ahorros con los que cuentan.

      Esta manera de entender la economía vital lleva a vivenciar el paso del tiempo como una eterna pérdida imposible de capitalizar. Es un tipo de «contabilidad vital» que tiene por objetivo la pretensión ilusoria de detener el movimiento y hacer del tiempo algo factible de ser controlado y dirigido. Sin duda alguna se trata del peor negocio para con la vida porque como todo el mundo sabe (aunque casi siempre se lo niega) con esta pretendida carrera contra el tiempo se cae en un callejón sin salida: se añora el pasado que ya no es, se elimina el futuro que es vivido de forma amenazadora y se pierde el presente, que es el único bien disponible.

      En las edades maduras, los cambios físicos son más que evidentes y la mirada peyorativa con la que se los abarca contribuye a enfatizar la resistencia de las personas para aceptarlos con naturalidad y creatividad. Estos condicionamientos sociales, entre los cuales el más insidioso consiste en que deberíamos pretender ser más jóvenes a medida que envejecemos, convierte a la aventura de vivir el presente de la madurez en un desesperado afán por intentar hacer una mala copia del pasado.

      La incertidumbre instalada como fantasma

      La vivencia de marginación existencial generada y alimentada por la descalificación sociocultural no es el único obstáculo con el que tropiezan aquellas personas que desean sacarle provecho a la vida en los años de la madurez. Existen muchos otros que adoptan diversos formatos, como por ejemplo: los prejuicios, los dogmas internalizados, las idealizaciones de lo que «no se tiene», las ilusiones ilusorias, las rigideces acerca de que habría «una sola manera» de transitar el futuro, la importancia asignada a «la mirada de los otros», el temor a perder espacios conocidos, la seguridad de supuestas garantías, etc. Si la propuesta es pensar en la posibilidad de un «segundo tomo» que pudiera incluir la aventura asociada a la efervescencia que generan los desafíos ante lo no conocido, estamos obligadas a incluir a la incertidumbre como un elemento sustancial de la aventura. Y es justamente aquí donde aparece un obstáculo de envergadura que consiste en la dificultad para tolerar la incertidumbre. Es decir, aceptar la sensación de inestabilidad que se produce al desviarse de los cauces conocidos, predeterminados y supuestamente garantizados.

      Es sabido que la incertidumbre es una compañera inevitable del devenir humano. Sin embargo, suele tener muy mala prensa. El simple hecho de no contar con certezas suele ser vivido como algo terriblemente peligroso. No resulta fácil abordar este tema sin quedar atrapada en un discurso demasiado abstracto que nos aleje de su comprensión a los fines prácticos. Por ello, me propuse buscar un elemento concreto con el cual comparar los grados de salubridad o insalubridad de la tan temida incertidumbre. En ese sentido, podríamos identificarla con la sal. La sal es un elemento importante en la nutrición y tiene la particularidad, entre otras, que su ausencia hace de lo ingerido algo insípido pero su exceso lo vuelve indigesto. O sea que tanto la sal como la incertidumbre requieren ser incorporadas en la medida apropiada para cada cual, pero en ningún caso rechazadas de plano. Probablemente, una manera de abordar este conflicto consista en dejar de considerar a la incertidumbre como una enemiga y aprender a discernir hasta dónde resulta liberadora y en qué momento se convierte en algo perjudicial.

      ¿No será que la mala prensa de la incertidumbre esconde algo mucho más temido? Lo que resulta llamativo es que promueva tanta inquietud teniendo en cuenta que es relativamente controlable porque cada cual puede incorporarla en el grado que lo considere conveniente.

      Esto lleva a pensar que, muy probablemente, el temor a la incertidumbre es solo una pantalla que encubre otro temor que, ese sí, es realmente cierto e inmodificable. Me refiero a la vulnerabilidad propia del ser humano. En un recién nacido la vulnerabilidad se presenta con todo su despliegue y resulta demasiado evidente, pero con el correr del tiempo los adultos tienden a invisibilizarla. Queda cubierta con una espesa niebla. Lo cierto es que la vulnerabilidad sigue presente por debajo de la niebla. No se la ve pero está. No es difícil pensar que la dificultad que tenemos los humanos para aceptar dicha condición que nos es propia propicia su negación y promueve mecanismos defensivos para evitarla. Así, podemos afirmar que la incertidumbre tiene mala prensa porque es la que más abiertamente evoca la fragilidad y la vulnerabilidad humanas.

      Pero la vida sigue siempre su curso a pesar de las vulnerabilidades porque junto con ellas