Bram Stoker

Drácula


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los pétalos caídos. La carretera serpenteaba dentro y fuera de las verdes colinas de este lugar, que los locales llaman “Tierra Media”, perdiéndose al rodear las curvas cubiertas de hierba, u ocultándose tras las desordenadas ramas de los bosques de pinos, que corrían colina abajo por aquí y por allá como si fueran lenguas de fuego. El camino era bastante accidentado, pero parecía que volábamos sobre él con una prisa frenética. En ese momento no entendí por qué avanzábamos con tanta prisa, pero evidentemente el cochero estaba decidido a no perder ni un segundo hasta llegar a Borgo Prund. Según me dijeron, en el verano esta carretera era excelente, pero que todavía no la habían reparado después de las nevadas invernales. En esto se diferenciaba a la mayoría de las carreteras de los Cárpatos, pues según dicta una antigua tradición no deben mantenerse en buen estado. Desde tiempos muy antiguos, los hospodares nunca reparaban las carreteras, para evitar que los turcos pensaran que se estaban preparando para traer tropas extranjeras, y así atizar la guerra que en realidad siempre estaba a punto de estallar.

      Más allá de las verdes y enormes colinas de la Tierra Media se levantaban poderosas laderas de bosque hasta las cumbres más altas de los Cárpatos. Se elevaban a nuestra izquierda y a nuestra derecha, con el sol de la tarde iluminándolas completamente y haciendo brillar todos los magníficos colores de esta hermosa gama azul oscuro y morado, en las sombras de las crestas, verde y café, donde se mezclaba el pasto con las rocas. Después seguía una infinita perspectiva de rocas afiladas y peñascos puntiagudos, que se perdían en la distancia, donde las cumbres nevadas se elevaban imponentemente. Por todas partes parecía haber poderosas grietas en las montañas, a través de las cuales, a medida que el sol comenzó a ponerse, podíamos ver de vez en cuando el blanco brillo de alguna cascada. Al rodear la base de una colina, uno de mis compañeros de viaje me tocó el brazo y señaló la elevada cima cubierta de nieve de una montaña que, mientras avanzábamos serpenteando por el camino, parecía estar justo frente a nosotros.

      —¡Mire! ¡Isten széke! ¡El trono de Dios! —dijo, mientras se santiguaba con reverencia.

      A medida que recorríamos nuestro interminable camino, y el sol descendía cada vez más a nuestras espaldas, las sombras de la tarde comenzaron a cernirse sobre nosotros. Esta sensación era más intensa porque la cima de la montaña nevada seguía estando alumbrada por el sol, y parecía brillar con un delicado y frío tono rosado. Mientras avanzábamos, nos cruzamos con algunos checos y eslovacos, todos ataviados pintorescamente. Y pude darme cuenta de que el bocio prevalecía dolorosamente entre ellos. A lo largo del camino había un gran número de cruces, y cuando pasábamos frente a ellas, todos mis compañeros se santiguaban. De vez en cuando veíamos a algún campesino o campesina arrodillados frente a un altar, y que no se volvían a nuestro paso, pues parecían estar tan arrobados por la devoción que no tenían ojos ni oídos para el mundo exterior. Casi todas estas cosas eran nuevas para mí, por ejemplo, los montones de paja en los árboles, y los grupos de hermosos abedules diseminados por el camino, con sus ramas blancas brillando como la plata a través del delicado color verde de sus hojas.

      De vez en cuando nos cruzábamos con una carreta de carga (utilizada normalmente por los campesinos), con su larga vértebra parecida a una serpiente, calculada perfectamente para ajustarse a las desigualdades del camino. En ellas iban sentados varios campesinos que regresaban a sus hogares, cubiertos con sus pieles de cordero, blancas en el caso de los checos, y teñidas de colores en el de los eslovacos; estos últimos cargaban sus largas varas a manera de lanzas, con un hacha en la punta. Al llegar la noche, empezó a sentirse mucho frío y el creciente ocaso parecía fusionar en una especie de neblina oscura la penumbra de los árboles: robles, abetos y pinos, aunque a medida que ascendíamos por el Desfiladero, en los valles que corrían profundamente entre los surcos de las colinas, los oscuros abetos sobresalían contra el fondo de la nieve tardía. En ocasiones, cuando la carretera era cortada por los bosques de pino, que en la oscuridad parecían cernirse sobre nosotros, las gigantescas masas grisáceas que cubrían los árboles producían un efecto muy peculiar bastante extraño y solemne, que traía de vuelta a mi mente los siniestros pensamientos e imaginaciones de la tarde, mientras que el ocaso hacía sobresaltar las fantasmales nubes que, entre los Cárpatos, parecían serpentear incansablemente a través de los valles. Algunas veces las colinas eran tan empinadas que, a pesar de la prisa de nuestro cochero, los caballos sólo podían subirlas lentamente. Tenía ganas de bajarme del carruaje y caminar a su lado, como hacemos en mi país, pero el cochero no me lo permitió.

      —No, no —me dijo. —No debe caminar por aquí. Los perros son muy salvajes —y luego dijo algo que evidentemente tenía la intención de ser una broma macabra, pues volteó a ver al resto de los pasajeros en busca de una sonrisa de aprobación—: Ya tendrá usted mucho que hacer esta noche antes de irse a dormir.

      Solo se detuvo una vez durante unos minutos para poder encender sus lámparas.

      Cuando la noche se hizo más oscura, los pasajeros comenzaron a ponerse más nerviosos y hablaban continuamente con el cochero, uno tras otro, como si lo estuvieran presionando para ir más rápido. El cochero golpeó despiadadamente con su largo látigo a los caballos, y profiriendo salvajes gritos intentaba obligarlos a esforzarse todavía más. Entonces, a través de la oscuridad, pude distinguir una especie de claridad grisácea frente a nosotros, como si hubiera una grieta en las colinas. La agitación de los pasajeros aumentó todavía más. El alocado carruaje se sacudió sobre sus grandes resortes de cuero, y se tambaleó hacia uno y otro lado como un barco golpeado por el mar tempestuoso. Tuve que sujetarme con fuerza. El camino se hizo más parejo, y parecía que íbamos volando sobre él. Sentía como si las montañas se acercarán a nosotros por ambos lados y quisieran envolvernos dentro de ellas; en ese momento llegamos al Desfiladero Borgo. Uno por uno, varios de los pasajeros me ofrecieron regalos, con una insistencia tan sincera que me era imposible rechazarlos. Naturalmente los regalos eran bastante extraños y variados, pero todos me los ofrecieron con muy buena fe, acompañados de una palabra amable y una bendición; esa misma extraña mezcla de gestos temerosos que ya había visto en las afueras del hotel en Bistrita: la señal de la cruz y la protección contra el mal de ojo. Entonces, mientras volábamos por el camino, el cochero se inclinó hacia adelante y los pasajeros se estiraron por ambos lados del coche para mirar por las ventanillas, escudriñando ansiosamente la oscuridad. Era evidente que estaba sucediendo, o esperaban que sucediera, algo muy interesante. Sin embargo, aunque les pregunté a todos al respecto, ninguno me dio la menor explicación. Este estado de agitación se prolongó durante algún tiempo, cuando por fin vimos frente a nosotros el Desfiladero, que aparecía por el Este. Por encima de nuestras cabezas había nubes oscuras y tenebrosas, y el aire se sentía cargado con la pesada y opresiva sensación que precede a una tormenta. Parecía como si la cordillera hubiera dividido la atmósfera en dos, y ahora nos encontrábamos bajo la tempestuosa. En seguida, comencé a buscar el vehículo que me llevaría hasta el Conde. A cada instante me parecía ver el brillo de las lámparas a través de la negrura, pero todo seguía oscuro. La única luz provenía de los rayos parpadeantes de nuestras propias lámparas, y en ella se elevaba en una nube blanca el vapor producido por nuestros agotados caballos. Gracias a esto, podíamos ver el arenoso camino extendiéndose frente a nosotros, pero no había la menor señal de un vehículo. Los pasajeros retrocedieron dando un suspiro de alegría, que parecía burlarse de mi propia decepción. Ya estaba pensando en lo que podía hacer ante tal situación, cuando el cochero, mirando su reloj, dijo algo a los otros pasajeros que apenas pude escuchar, pues su tono de voz era muy silencioso y suave. Creo haber escuchado algo como: “una hora antes de tiempo”. Luego, volviéndose hacia mí, me habló en un alemán mucho peor que el mío:

      —No hay ningún carruaje aquí. Parece que después de todo no lo esperaban, Herr. Tendrá que venir a Bucovina y regresar mañana o al día siguiente; mejor al día siguiente.

      Mientras hablaba, los caballos comenzaron a relinchar y resoplar salvajemente, con tal ímpetu que el cochero tuvo que sujetarlos. Entonces, en medio de un coro de gritos proferidos por los campesinos que se santiguaban al unísono, apareció detrás de nosotros una calesa, dirigida por cuatro caballos, que nos rebasó y se puso al lado de nuestro carruaje. Gracias al destello de nuestras lámparas, que iluminaban a los caballos, pude ver que se trataba de unos animales espléndidos, negros como el carbón. Eran conducidos por un hombre alto, con una barba larga y