Bram Stoker

Drácula


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y bajé las escaleras a toda prisa, intentando abrir todas las puertas y mirando a través de todas las ventanas que encontré. Pero después de unos instantes, la convicción de mi impotencia superó todos los demás sentimientos. Ahora que ya han pasado unas horas, al contemplar la situación creo que debo haber enloquecido por unos instantes, porque mi reacción fue semejante a la de una rata atrapada en una trampa. Sin embargo, cuando acepté mi impotencia, me senté tranquilamente, con una calma como jamás había sentido en mi vida, y me puse a pensar en lo que más me convenía hacer. Todavía sigo pensando en ello, y aún no he llegado a una conclusión definitiva. De lo único que estoy seguro es que sería inútil hablar de esto al Conde. Sabe perfectamente que estoy atrapado, y como él mismo ha sido el autor, y sin duda alguna tiene sus propios motivos para ello, si le confío todas mis preocupaciones tratará de engañarme. Tal como están las cosas, mi única salida será no decir nada sobre mis temores y descubrimientos, y mantener los ojos bien abiertos. Sé que hay dos opciones: estoy siendo engañado como un niño pequeño por mis propios temores, o estoy en una situación desesperada. Si lo último resultara ser cierto, necesito, y necesitaré, toda mi inteligencia para salir de esto.

      Apenas había llegado a esta conclusión cuando escuché cerrarse la enorme puerta de la planta inferior, y supe que el Conde había regresado. No entró inmediatamente a la biblioteca, así que me dirigí cautelosamente a mi habitación y lo encontré tendiendo mi cama. Esto me pareció extraño, pero sólo sirvió para confirmar mis sospechas acerca de que no hay un solo criado en la casa. Más tarde, cuando lo vi a través de una rendija de las bisagras de la puerta sirviendo la mesa en el comedor, estuve completamente seguro de ello. Si él mismo se encarga de realizar todas esas tareas domésticas, es la prueba de que no hay nadie más en el castillo. Eso significa que el Conde también fue el cochero que me trajo hasta aquí. Esto era una idea terrible, pues de ser cierto, ¿qué significa que pudiera controlar a los lobos como lo hizo, tan solo levantando su mano en silencio? ¿A qué se debía el gran temor que toda la gente en Bistrita y en la calesa sentía por mí? ¿Por qué me dieron un crucifijo, ajos, rosas silvestres y cenizas de la montaña?

      ¡Bendita sea esa mujer tan buena que me colgó el crucifijo alrededor del cuello! Siento un gran consuelo y fortaleza cada vez que lo toco. Es curioso que, algo que me enseñaron a considerar con desaprobación y como un símbolo de idolatría, se haya convertido en una ayuda tan grande en momentos de soledad y angustia. ¿Será acaso que hay algo en la esencia misma del crucifijo, o se trata solamente de un medio, una ayuda tangible que evoca sentimientos de comprensión y consuelo? Tal vez algún día tenga que analizar esta cuestión para aclarar mi mente al respecto. Mientras tanto, debo averiguar todo lo que pueda acerca del conde Drácula, pues eso podría ayudarme a comprenderlo. Esta noche intentaré que hable de sí mismo llevando la conversación hacia esa dirección. Pero debe tener mucho cuidado para no despertar sus sospechas.

      Medianoche.

      Platiqué durante un largo rato con el Conde. Le hice algunas preguntas sobre la historia de Transilvania, y él habló largo y tendido sobre el tema. Cuando hablaba sobre los hechos y personajes, y especialmente acerca de las batallas, lo hacía en tal modo que parecía como si hubiera estado presente en ellas. Posteriormente justificó esta actitud diciéndome que para un boyardo el orgullo de su familia y de su apellido era su propio orgullo, que su gloria es la suya, su destino el suyo también. Cada vez que hablaba de su linaje usaba el término “nosotros”, y casi todo el tiempo utilizaba el plural, como hacen los reyes. Quisiera poder anotar aquí todo lo que dijo exactamente, pues me pareció sumamente fascinante. Parecía que en sus palabras estaba contenida toda la historia del país. A medida que hablaba se iba emocionando cada vez más. Caminaba alrededor de la habitación tirando de su tupido bigote blanco y estrujando todo lo que tocaban sus manos como si quisiera triturarlo con su fuerza prodigiosa. En cierto momento dijo algo que intentaré transcribir tan exactamente como sea posible, pues cuenta, en cierto modo, toda la historia de su linaje:

      “Nosotros, los sículos tenemos derecho a sentirnos orgullosos, pues por nuestras venas corre la sangre de muchas razas valientes que pelearon como leones por su soberanía. Aquí, en el torbellino de las razas europeas, la tribu de los vogulos trajo desde Islandia el espíritu de lucha que Thor y Odín les heredaron. El mismo que sus Berserker demostraron tan decididamente en las costas de Europa. Y no sólo de Europa, sino de Asia y África también, a tal grado que la gente creía que eran hombres-lobo. Cuando llegaron aquí se encontraron con los hunos, cuya furia guerrera había arrasado la tierra como una llama viviente, de tal manera que las víctimas agonizantes afirmaban que por sus venas corría la sangre de aquellas antiguas brujas que, al ser expulsadas de Escitia, se habían apareado con los demonios en el desierto. ¡Estúpidos! ¿Qué demonio o qué bruja ha sido jamás tan grande como Atila, cuya sangre corre por estas venas? —dijo, levantando los brazos—. ¿Acaso es de sorprenderse que fuéramos una raza conquistadora, que fuéramos orgullosos, que cuando los magiares, los lombardos, los ávaros, los búlgaros o los turcos atacaron por miles nuestras fronteras, los hayamos hecho retroceder? ¿Es difícil de creer que cuando Árpád y sus legiones arrasaron con la patria húngara, nos encontraran aquí al llegar a la frontera, y que el Honfoglalás se hubiera consumado aquí? ¿Y que cuando los húngaros se desplazaron hacia el Este, los victoriosos magiares recurrieran a sus parientes los sículos, confiándonos la guardia de su frontera con Turquía durante siglos? Y lo que es más, que nos hayan confiado el deber permanente de la vigilancia fronteriza, porque, como dicen los turcos: “mientras el agua duerme, el enemigo vela”. ¿Acaso hubo otro entre las Cuatro Naciones que recibiera más gustoso que nosotros la “espada sangrienta”, o que al grito de guerra del rey corriera más rápidamente a su lado? Cuándo fue redimida la gran afrenta de mi nación, la vergüenza de Cassova, y las banderas de los valacos y de los magiares cayeron ante la Media Luna, ¿quién sino uno de mi propia raza, venció a los turcos en su propia tierra cuando como vaivoda cruzó el Danubio? ¡Era sin duda alguna un Drácula! ¡Qué infortunio que su propio e indigno hermano, al verse derrotado, haya vendido su pueblo a los turcos, trayendo sobre nosotros la vergüenza de la esclavitud! ¿No fue este mismo Drácula, el que inspiró a aquel otro de su raza, el cual, en una época posterior, dirigió sus fuerzas a través del gran río para invadir Turquía, y que, al ser derrotado, regresó una y otra vez, porque sabía que, aunque regresara solo del sangriento campo de batalla donde sus tropas estaban siendo masacradas, él podía conseguir la victoria? La gente dice que actuaba pensando sólo en él mismo. ¡Bah! ¿De qué sirven los campesinos sin un líder? ¿En qué termina la guerra sin un cerebro y un corazón que la dirijan? Aún más, cuando, después de la batalla de Mohács, nos deshicimos del yugo húngaro, nosotros los Drácula estábamos entre sus líderes, pues nuestro espíritu no toleraba el hecho de no ser libres. Ah, joven señor, los sículos (y los Drácula siempre fueron su sangre, su cerebro y sus espadas), pueden jactarse de una historia que los Habsburgo o los Romanoff, a pesar de haberse multiplicado como hongos, jamás podrán alcanzar. Los días de guerra ya han quedado atrás. La sangre es considerada demasiado valiosa en estos días de paz deshonrosa, y las glorias de las grandes razas son solamente historias para ser narradas.

      Para entonces el amanecer estaba cerca y nos fuimos a la cama. (Nota: este diario parece tan horrible como el inicio de Las Mil y una Noches, o como el fantasma del padre de Hamlet, pues todo debe terminarse al cantar el gallo.)

      12 de mayo.

      Empezaré estableciendo los hechos, simples y escuetos, verificados con libros y cifras sobre los cuales no cabe la menor duda. No debo confundirlos con experiencias basadas en mi propia observación o con el recuerdo de ellas. Anoche, cuando el Conde llegó de su habitación, empezó a hacerme varias preguntas sobre cuestiones legales y la forma de llevar a cabo ciertos negocios. Yo había pasado el día aburrido entre los libros y, para mantener mi mente ocupada, comencé a analizar algunas de las cosas que había observado en la Posada Lincoln. Había un cierto método en el modo de preguntar del conde, así que intentaré anotar las preguntas como se fueron sucediendo. Puede que este conocimiento llegue a serme útil de alguna forma.

      Primero me preguntó si un hombre en Inglaterra podía tener dos o más abogados. Le respondí que podía tener una docena de ellos si así lo deseaba, pero que no era una decisión sabia contratar a más de uno para una misma transacción, ya que sólo uno