Bram Stoker

Drácula


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      Cuando terminé de leer, el Conde dijo:

      —Me alegra que la casa sea antigua y grande. Yo provengo de una antigua familia, y creo que el hecho de vivir en una casa nueva me mataría. Hoy en día, las casas son prácticamente inhabitables. Y después de todo, son muy pocos los días que conforman un siglo. También me da gusto saber que tiene una antigua capilla. A los nobles transilvanos nos desagrada pensar que nuestros huesos puedan yacer mezclados entre los muertos comunes. Yo no busco alegrías ni júbilo, ni la brillante voluptuosidad de un día soleado y las relucientes aguas que son el deleite de los jóvenes alegres. Yo ya no soy joven, y mi corazón, tras los pesados años de llorar por los que ya se han ido, ya no está dispuesto para el júbilo. Las paredes de mi castillo están rotas. Hay demasiadas sombras, y el viento corre frío por entre las almenas y los muros quebrados. Amo la oscuridad y las sombras, y prefiero estar a solas con mis pensamientos.

      Por alguna razón, sus palabras no parecían coincidir con su mirada. O tal vez era porque la expresión de su rostro hacía que su sonrisa pareciera maligna y taciturna.

      Unos instantes después, se disculpó por tener que retirarse, diciéndome que recogiera todos los documentos. Había pasado ya un tiempo considerable desde que se marchara, por lo que empecé a hojear los libros que había a mi alrededor. Entre ellos había un atlas que, desde luego, estaba abierto en la sección sobre Inglaterra, como si ese mapa hubiera sido utilizado muchas veces. Al mirarlo, noté que algunos lugares habían sido marcados con pequeños círculos. Y al observarlos más detenidamente me percaté de que uno de ellos estaba cerca de Londres, en el lado este, donde se ubicaba su nueva casa. Los otros dos estaban en Exeter y Whitby, en la costa de Yorkshire.

      Había transcurrido casi una hora cuando el Conde regresó.

      —¡Vaya! —dijo—. ¿Sigue entretenido con sus libros? ¡Muy bien! Pero no debe trabajar todo el tiempo. ¡Venga! Me acaban de avisar que su cena está lista.

      Me tomó por el brazo y nos dirigimos al otro cuarto, donde encontré servida sobre la mesa una excelente cena. El Conde volvió a disculparse, diciéndome que había cenado mientras estuvo fuera de casa. Pero, al igual que la noche anterior, se sentó y charlamos mientras yo comía. Después de cenar, encendí un cigarro, como había hecho la noche anterior, y el Conde se quedó conmigo, charlando y haciéndome preguntas sobre todos los temas habidos y por haber, mientras las horas pasaban. Me di cuenta de que se estaba haciendo muy tarde, pero no dije nada, pues me sentí obligado a satisfacer todos los deseos de mi anfitrión. No tenía sueño, ya que las largas horas de descanso del día anterior me habían fortalecido. Sin embargo, no pude evitar sentir el escalofrío que se experimenta con la llegada de la aurora, similar en cierto modo al que ocurre con el cambio de la marea. Dicen que las personas agonizantes suelen morir con la llegada de la aurora o el cambio de la marea. Cualquiera que, estando cansado, y obligado a mantenerse en su puesto, haya experimentado este cambio en la atmósfera, me creerá. De pronto, escuchamos el canto de un gallo, elevándose con una estridencia sobrenatural a través del fresco aire matutino.

      El Conde Drácula se puso de pie de un salto, y dijo:

      —¡Ya es de mañana otra vez! Qué descuido de mi parte haberlo obligado a mantenerse despierto hasta esta hora. Debe hacer menos interesante su conversación acerca de mi nuevo y querido país, Inglaterra, para no olvidarme por completo de lo rápido que pasa el tiempo.

      Y haciendo una cortés reverencia, se marchó rápidamente.

      Me dirigí a mi dormitorio y abrí las cortinas, pero no había mucho que observar. Mi ventana daba al patio principal y lo único que pude ver fue el cálido tono grisáceo del cielo despejado. Así que volví a cerrar las cortinas, y me puse a escribir lo acontecido este día.

      8 de mayo.

      Cuando comencé a escribir este diario temí estar siendo poco concreto, pero ahora me alegro de haberme detenido en los detalles desde el inicio. Hay algo tan extraño acerca de este lugar y todo lo relacionado con él que me produce una sensación de inquietud. Desearía estar lejos de aquí, o incluso nunca haber venido. Tal vez esta extraña vida nocturna esté afectándome. ¡Ojalá solo sea eso! Si hubiera alguien con quien poder hablar creo que lo soportaría, pero no hay nadie. Sólo puedo hablar con el Conde, y él… Me temo que soy el único ser vivo en este lugar. Me permitiré ser tan prosaico como los hechos lo requieran, pues me ayudará enormemente a sobrellevar la situación. No puedo permitir que la imaginación se descontrole, pues si esto sucediera sería mi ruina. Comenzaré explicando a continuación la situación en la que me encuentro, o en la que creo encontrarme…

      Cuando por fin me acosté, dormí sólo unas cuantas horas. Al darme cuenta de que ya no podría volver a conciliar el sueño, me levanté. Había colgado mi pequeño espejo cerca de la ventana, y empecé a afeitarme. De pronto, sentí una mano sombre mi hombro, y escuché la voz del Conde diciéndome: “Buenos días”. Me sobresalté, porque me sorprendió el hecho de no haberlo visto entrar, puesto que el reflejo del espejo abarcaba todo el perímetro del cuarto a mis espaldas. Debido al susto me corté ligeramente, pero no me di cuenta en ese momento. Después de responder al saludo del Conde, me volví nuevamente hacia el espejo para comprobar por qué no lo había visto. Pero esta vez no cabía la posibilidad de error, pues el hombre estaba muy cerca mí y podía verlo por encima de mi hombro. ¡El espejo no mostraba ningún reflejo! Podía ver reflejado todo el cuarto detrás de mí, pero no había el menor rastro de otro ser humano en el espejo, a excepción de mí. Esto me pareció sorprendente, y sumado a todos los otros sucesos extraños que ya me habían acontecido, la vaga sensación de inquietud que experimento siempre que el Conde está cerca de mí comenzó a intensificarse. En ese momento me percaté de que la herida había sangrado un poco, y la sangre estaba goteando por mi barbilla. Solté la navaja de afeitar, dando media vuelta para buscar una tela adhesiva. Cuando el Conde vio mi cara, sus ojos resplandecieron con una especie de furia demoníaca y súbitamente me tomó por la garganta. Retrocedí un poco y su manó tocó la cadena que llevo colgada al cuello con el crucifijo. Acto seguido se operó en él un cambio instantáneo, pues la furia se desvaneció tan rápidamente que apenas podía creer que todo eso hubiera sucedido.

      —Tenga cuidado —dijo—. Tenga cuidado de no cortarse. En este país podría resultar más peligroso de lo que se imagina.

      Luego, cogió mi pequeño espejo de afeitar, y dijo:

      —Esta condenada cosa es la culpable de todo. No es más que un adorno repugnante para la vanidad del hombre. ¡Al diablo con ella!

      Abriendo la pesada ventana con un golpe de su terrible mano, lanzó el espejo, que se rompió en mil pedazos al estrellarse contra las piedras del patio inferior. Luego se retiró sin decir una sola palabra más. Todo esto resulta muy fastidioso, pues ahora no sé cómo podré afeitarme, a menos que use el estuche de mi reloj o la parte inferior de mi tarro de afeitar, que afortunadamente es de metal.

      Cuando entré al comedor, el desayuno ya estaba listo, pero no pude encontrar al Conde por ningún lado. Por lo tanto, desayuné solo. Me parece extraño que hasta ahora nunca haya visto al Conde comer o beber. ¡Es un hombre muy peculiar! Después del desayuno, me dediqué a explorar un poco el castillo. Subí las escaleras y descubrí un cuarto que miraba hacia el sur. La vista era imponente, y desde donde yo me encontraba podía apreciarla en su totalidad. El castillo está ubicado justo en el borde de un terrible precipicio. ¡Si una piedra cayera desde la ventana caería libremente miles de metros sin tocar absolutamente nada a su paso! Hasta donde alcanza la vista se distingue un mar de verdes copas de árboles, con algunas profundas grietas ocasionales bajo las que hay un abismo. Se pueden ver hilos plateados diseminados por aquí y por allá donde los ríos atraviesan por profundos desfiladeros a lo largo de los bosques.

      Pero no estoy de humor para describir estas bellezas, pues luego de contemplar la vista continué mi exploración del castillo. Lo único que encontré fueron puertas, puertas y más puertas, todas cerradas con llave. Con excepción de las ventanas en los muros del castillo, no hay ni un solo lugar por donde se pueda salir. ¡El castillo es realmente una prisión, y yo soy su prisionero!

      Capítulo 3