Gustavo Faverón

Vivir abajo


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(aunque era primavera). Anticipó la aparición de la casa verde olivo en el número 298. La casa, sin embargo, era color ladrillo y en ella no había ninguna librería. Interrogó a un barrendero, a un vendedor de golosinas y a una señora que salió del edificio contiguo a pasear un chihuahua. Los tres le dijeron que no, que ahí no había una librería y que no había ninguna librería en esa calle, pero que no perdía nada caminándola toda y preguntando más allá, que tal vez le habían dado mal el número y que de todas maneras la calle era corta.

      Clay recorrió la Simón Bolívar, desde la avenida Brasil hasta la avenida Colón, donde la calle se curvaba y se convertía en la avenida Hontaneda. Primero caminó desde la cuadra 2 hasta la 6, luego desde la 6 hasta la 1, luego de la 1 a la 6 y por último de la 6 a la 2 y nuevamente se detuvo ante el número 298, que era una esquina. Se quedó observando la fachada. Estaba seguro de que era la misma casa en la que hacía diez años funcionaba la librería. Se recordó entrando con su esposa y sus hijos, hablando con la mujer bosnia (¿Vida Maneva?) y comprando un libro de Mansilla.

      En eso pasó una señora muy vieja en bata y pantuflas, a la que Clay le preguntó desde cuándo vivía en ese vecindario.

      –Uy, desde antes –dijo la señora.

      Le preguntó si recordaba una librería llamada Armas Antárticas. La señora le dijo que por supuesto, que la propietaria era una yugoslava pero que eso fue hace mucho tiempo y que hacía muchos años ahí ya no había ninguna librería. Clay se sintió burlado. Tomó un taxi de regreso al hotel y llamó al número de siempre y le contestó Miroslav Valsorim, quien, después de escuchar sus quejas, le dijo que qué raro, porque él estaba ahí, en su librería, y que lo esperaba con alegría y ansiedad. Clay le preguntó si era algún tipo de broma enferma. Miroslav Valsorim pareció, más que ofenderse, apenarse, y le dijo que tratara de nuevo, lo que a Clay le resultó irritante, aunque Clay jamás se irritaba, pero luego pensó: «Tal vez es un pobre loco que sigue viviendo en esa casa aunque ya no haya librería, tal vez su librería quebró hace años y él sigue sentado allá adentro». Se dio cuenta de que en ningún momento había tocado a la puerta. Dijo que iba a volver, que lo esperara.

      –Qué más hago que no sea esperar –dijo Miroslav Valsorim.

      Clay tomó otro taxi que lo dejó una vez más a dos cuadras, en la esquina de la Brasil. Caminó hasta el número 298 y llamó a la puerta. Le abrió un panzón en bividí a quien le preguntó si conocía una librería llamada Armas Antárticas («No», dijo el panzón), si conocía a un hombre llamado Miroslav Valsorim («¿Mirosqué?», dijo el panzón), y si había algún bosnio que viviera en esa casa o en los alrededores («No sé qué es bosnio», dijo el panzón). Después dijo que en esa casa solo vivían él y su hijo de quince años y su suegra de setentaidós porque su esposa había muerto dando a luz. Clay pensó en irse pero luego le pidió al panzón que le prestara el teléfono.

      Marcó el número y le pareció escuchar un timbre que sonaba a lo lejos, aunque de inmediato tuvo la sensación de que no sonaba lejos sino muy bajito pero casi ahí mismo, en esa sala de sillones enmicados y mesitas de triplay, solo que un poquito más allá, al otro extremo de la sala.

      Al rato contestó Miroslav Valsorim y le dijo que qué pasaba, que lo seguía esperando. Clay le dijo que en ese preciso instante estaba en el número 298 de la calle Simón Bolívar, entre Brasil y Colón.

      –No puede ser –dijo Miroslav Valsorim–: ahí estoy yo.

      A Clay le pareció escuchar la misma frase repetida a pocos metros.

      Le pidió que describiera el edificio.

      –De dos pisos, en plena esquina, con un balconcito arriba de la puerta principal –dijo Miroslav Valsorim.

      Clay le pidió que le dijera cómo era la casa de en frente.

      –Hay tres –dijo Miroslav Valsorim.

      –La que está en la esquina opuesta –dijo Clay, asomando por la ventana hacia la calle.

      –Es gris, tiene dos arbustos mochados a los lados del parqueo y un caminito de piedras –dijo Miroslav Valsorim.

      –¿Cómo es el quiosco de la esquina? –preguntó Clay.

      –No hay –dijo el bosnio–. Solo hay un quiosco a mitad de la calle.

      Clay preguntó cómo se llamaba el restaurante que estaba cuatro puertas más abajo.

      –Pizzería La Favorita –dijo el otro.

      Clay preguntó si había alguien caminando por la vereda al otro lado de la pista.

      –Déjeme ver –dijo Miroslav Valsorim.

      Clay vio a un niño que corría detrás de una pelota.

      Un minuto después el bosnio retomó el auricular y dijo que había un niño.

      –Hm –dijo Clay.

      Pero cada vez que Miroslav Valsorim hablaba, Clay lo escuchaba dos veces: la primera en el auricular y la segunda, muy tenue, como esfuminada o borrosa, al fondo de la sala. El panzón, mientras tanto, lo miraba impertérrito. Clay le preguntó a Miroslav Valsorim por qué le estaba haciendo eso y el bosnio le dijo que nadie le estaba haciendo nada.

      El panzón se metió por una puerta y Clay caminó tras él: asomó la cabeza y vio que detrás del muro del fondo había una anciana dormida en un sofá y un muchachito que miraba un televisor apagado. Regresó y encontró al panzón hablando por teléfono.

      –No, no se ha ido. Acá está, se lo paso –escuchó.

      Cogió el auricular y murmuró cualquier cosa.

      –Serénate –le dijo Miroslav Valsorim–. Algo raro está sucediendo pero no soy yo, no es mi culpa.

      Clay escuchó eso en el aparato y segundos después lo escuchó al fondo de la habitación y supo que era verdad, aunque prefirió no pensar cómo podía ser verdad. Sintió pena. Le preguntó a Miroslav Valsorim si había leído el manuscrito que le envió y si lo reconocía. El bosnio le respondió que no había recibido nada. Hablaron vaguedades y la conversación se fue evaporando.

      Minutos después, Clay se despidió y Miroslav Valsorim le dijo:

      –Ya, está bien, otro día hablamos, no importa, no te mortifiques, estas cosas pasan.

      Colgaron. Clay permaneció un momento mirando la sala. Recordó la forma de la librería en 1962. La distribución de los anaqueles, el corredor, el escritorio junto a la caja registradora, que estaba donde hace un rato escuchó el timbre y la voz duplicada de su amigo bosnio. «¿Amigo?», se preguntó. De inmediato le pareció natural llamarlo así. Recordó el olor de las polillas, el vaivén de la puerta, la quietud de páginas entre páginas, el planisferio, la tranquila soledad del camino a la trastienda. Le preguntó al panzón si en esa casa penaban.

      –No –dijo el panzón–. En esta casa damos pena, que es otra cosa.

      Al día siguiente Clay regresó a Santiago y dos noches después tomó su vuelo a Maine, vía Nueva York.

      A partir de noviembre los manuscritos comenzaron a llegar nuevamente, a un ritmo febril, con más frecuencia que antes. En total fueron ciento treintaicinco novelas. La amistad telefónica entre Clay y Miroslav Valsorim, lejos de mermar por el incidente del viaje, creció con el tiempo. Clay nunca más hizo el intento de verlo en persona y solo rara vez le comentaba algo acerca de los manuscritos. De vez en cuando, hablaban de lo que había pasado cuando quisieron verse en Valparaíso. Jocosamente, se referían al incidente como «nuestro pequeño desencuentro». En cierta forma, la relación entre ellos duró más allá de lo humano, o más allá de lo terrestre, o de lo terrenal, es decir, se coló en el terreno de lo ultraterreno, si me permites el calambur, porque el último manuscrito llegó a esta casa en mayo de 1983, dos años después de la muerte de Clay.

      Cuando llamaron a John Atanasio a declarar en su juicio, le pedí a Clay que me acompañara a la audiencia. Iban dos días consecutivos de nevada, de modo que el viaje