Gustavo Faverón

Vivir abajo


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las bastas húmedas, descalzo, medias verdes, camisa a cuadros de tonos rosáceos y azulinos, de gusto objetable, remangada hasta el antebrazo, barba de fin de semana, cabellera compactada con la forma del gorro de lana que se acaba de quitar, cicatriz en la oreja, anillo de su primer matrimonio. Ánimo: intrigado.

      –Mi padre nunca permitió que le tomaran fotos –digo yo–. Decía que siempre era mejor no guardar pruebas de la existencia del pasado. A mí eso me parecía razonable. Además, tomarse fotos es una tortura.

       Yo: veintisiete años, pantalón pescador, camiseta gris de mangas largas bajo camiseta negra de mangas cortas, zapatillas azules, pelo castaño recogido en una trenza, aretes de aro, ligeros rasguños en distintas partes del rostro, antigua quemadura en la mano izquierda, varias uñas rotas, actitud expectante, ningún maquillaje, excepto rímel y delineador: belleza natural. Ánimo: permanentemente sobrecogida.

      –Mi papá tiene cámaras de torturas –dice George.

       George: once años, zapatos guindas, brillantes, camisa blanca de mangas largas, cerradas hasta el puño bajo saco azul con insignia de club imaginario, bluejeans, manicura maternal, callosidad en las yemas de ambos índices, ojeras oscuras, pelo casi marrón que dos años atrás era casi rubio, apariencia general de profesor universitario en miniatura. Ánimo: ilegible.

      –Esas no son cámaras de torturas. Son cámaras fotográficas –dice Hilda.

       Hilda: treintaisiete años, vestido de flores negras y grises sobre fondo lila, delgada cadena de oro, pendiente de perlas de imitación, diminuto reloj pulsera detenido a las doce, zapatos de charol de taco bajo, pantimedias negras, una curita en el codo, uñas barnizadas pero de color natural, cejas delineadas en exceso, pestañas postizas, ¿mirada despierta?, ¿labios indecisos?, pelo negro, anillo de compromiso, aro matrimonial. Ánimo: ilegible.

      –Por eso mismo –dice George.

      Probablemente no fue así. Seguro hablamos de libros y películas y alguien contó alguna historia sobre la guerra. O quizás hablamos de las novelas incesantes y George paró la oreja y tuvimos que resumirle la historia a él y a su madre. Lo que recuerdo es que George la estaba pasando muy bien y que a mí verlo contento me produjo una pena muy honda, la misma pena que me producía verlo en silencio en la escuela, y esa fue la vez en que descubrí que George me daba pena más allá de cuál fuera su estado de ánimo. O tal vez sí dijo eso de las cámaras de torturas y eso fue lo que me produjo una lástima inmensa: saber que George tenía esas cosas adentro, que cada vez que decía algo, ese algo era la punta de un iceberg, y que el iceberg era un infierno. Lo otro que recuerdo es que después de comer fuimos al estudio para que George viera la biblioteca. Lo que vino después fue una conversación de pocos minutos que yo recuerdo como si hubiera durado horas. Hilda se quedó de pie. Me pareció incómoda y me disculpé por la falta de sillas (pero sí había sillas). Dijo que no era problema, solo que ella no podía sentarse en el piso. Dijo que tenía una cosa en la espalda. Pregunté qué tal estaba la tarta de manzanas. El policía gordo dijo que estaba deliciosa. (No, perdón, el policía gordo no estaba esa tarde). Le pregunté a Hilda qué tenía en la espalda. Dijo que no era nada, un accidente que le ocurrió hacía muchos años. Un golpe. Un culatazo. Un policía en Santa Cruz. Le pregunté si eso pasó en la época en que conoció a su esposo, cuando la arrestaron. Me dijo que lo del culatazo fue antes. Le pregunté cuántos días estuvo encerrada. Me dijo que unos cien. De inmediato miró su reloj detenido a las doce y dijo que ya era hora de irse. George le preguntó a Clay si tenía libros de poesía. Clay dijo que no, yo dije que sí, Clay dijo que no era cierto. Me encaramé en una caja y encontré, junto a los libros de métrica y chamanismo, donde los había puesto años antes, los poemarios de Jaime Saenz. Clay los miró y pareció sorprendido. Los revisó uno por uno: El escalpelo, Aniversario de una visión, Visitante profundo, Muerte por el tacto y La noche. Preguntó de dónde habían salido. Le pregunté si le habían llegado por correo desde el más allá. No le hizo gracia el comentario. Le di los libros a George y le conté que Jaime Saenz era boliviano, como su mamá. Cuando dijo que nunca había leído nada de Jaime Saenz, noté un resplandor en sus ojos y me desfiló por la mente una serie de adjetivos derivados de la palabra luna. Hilda dijo que Jaime Saenz era un loco, lo que me sobresaltó un tanto porque lo dijo en el instante preciso en que pasaba por mi mente el adjetivo lunático. George preguntó si podía llevarse los libros y miró a Clay, quien dijo que los libros no eran suyos. Yo le dije a George que por supuesto, que se los llevara. Los acompañamos al porche. George subió al carro de Hilda. El Citroën turquesa horadó la nieve como una polilla de hojalata. La noche, negra y redonda, parecía la cabeza de un cuervo y sobre la curva del camino brillaba la luna como su ojo tuerto. ¿Por qué estaba la luna en ese lugar?, pensé. ¿Por qué estaba en todas partes?, pensé. ¿Por qué estaba en cualquier parte?, pensé. Pero, ¿sabes qué pensé de verdad? Pensé que la luna que una veía en las ciudades no era la misma luna que una veía en lugares como este, en estos sitios que parecen llanos pero son precipicios. Nunca te dejes engañar por estos sitios. Después pensé que el problema no era la luna, sino la noche. La noche hacía que la luna pareciera diferente, la noche que estaba en todas partes, quebrada en trozos por todas partes, cada trozo con su propia luna, la noche bárbara, la noche natural, la noche esquizoide con los párpados abiertos. Miré hacia arriba y después entre los árboles y al cabo de un rato escuché que, a algunas millas de distancia, George abría un libro y empezaba a leerlo, en un punto arbitrario de la carretera. «Extrañamente la noche en la ciudad, la noche doméstica, la noche oscura: la noche que se cierne sobre el mundo: la noche que se duerme y que se sueña, y que se muere; la noche que se mira, no tiene que ver con la noche». Eso escuché. Lo juro. Pensé que la voz de George no parecía la voz de George y después pensé que debía ser su voz del futuro. (¿Pero cómo sería la voz de George en el futuro? ¿Cuál sería el futuro de ese muchacho desolado, de ese muchacho tan triste que incluso su entusiasmo e incluso sus pequeñas alegrías parecían formas de la desolación?). También pensé que era una noche bonita y que todo había salido bien y todo estaba bien y nada malo podía pasar. Seguí observando el cielo, la migración del cielo, ese arrojarse el cielo desde sus propias ventanas. De pronto ya no vi la luna. La busqué en todos lados. Más tarde reapareció pero en un sitio que me pareció injustificable. Yo igual me sentía en paz. O al menos tenía esa impresión. (¿Es lo mismo sentirse en paz que estar en paz? No es lo mismo. Solo es lo mismo cuando estás bien de la cabeza. O cuando estás mal de la cabeza. Recuerda eso). Cuando entré a la casa, Clay me preguntó qué me había pasado en la cara. No supe de qué hablaba. Me llevó al baño y me miré en el espejo pero no me vi: vi una cosa que flotaba detrás de mí como un pájaro infinito. Mientras Clay me pasaba un algodón por las heridas le pregunté si no había notado algo raro en el cielo esa noche y si le había gustado el pastel. Me preguntó qué pastel. Me pidió que me calmara, me dio unas pastillas, me ayudó a desvestirme en el estudio.

      JUEVES

      Una tarde, al final de la primavera de 1975, un niño se desmayó en mi clase de español. George me ayudó a llevarlo al hospital y esperó conmigo en la sala de emergencia hasta que llegaron los padres. Para ese tiempo, él iba a mi casa con frecuencia, algunas veces con Hilda, pero casi siempre solo. Tenía trece años y seguía llevando la cuenta de los libros de poesía que leía a espaldas de su padre, violando su enloquecida prohibición. Cada cierto tiempo me decía el número y yo no me lo podía creer.

      Esa vez dijo que ya iban quinientos cincuenta y cinco. También dijo que los mejores poetas de la lengua inglesa eran Edgar Lee Masters, Edgar Allan Poe y Edgar Albert Guest y que los mejores poetas en castellano eran el español Antonio Machado, el peruano César Vallejo y el mexicano Manuel Maples Arce. Ese último nombre me hizo mirarlo con resquemor. Le pregunté si había leído a Gilberto Owen y sacó su libreta y anotó el nombre mientras aclaraba que, cuando decía que esos eran los mejores, no quería decir que fueran sus favoritos, porque sus favoritos eran, en inglés, Robert Frost, Allen Ginsberg y Sylvia Plath, y, en español, Oliverio Girondo, Emilio Adolfo Westphalen y Jaime Saenz, cuyos libros había devorado en dos días tras llevárselos