Nicolas le Roux

Las guerras de religión


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mensaje luterano comenzó a difundirse en Francia hacia 1520. Religiosos seducidos por la llamada del monje de Wittenberg predicaban la vuelta a la pureza original del cristianismo y denunciaban las perversiones de la Iglesia romana. Según ellos, esta no podía pretender el monopolio de la difusión de la palabra divina, pues todos los hombres eran sacerdotes.

      En esta época, existía ya en el reino una corriente evangélica que buscaba revivificar la fe despojándola de las obligaciones rituales. Los escritos de Erasmo encontraban gran éxito entre los letrados. El humanismo neerlandés preconizaba una “filosofía de Cristo” rechazando intermediarios entre los hombres y Dios. El culto de la Virgen y de los santos no tenía para ellos sentido, pues el único verdadero intercesor era Cristo. Completamente interior, la fe consistía en la unión con Jesús por el conocimiento íntimo de la palabra divina.

      El acceso directo al Libro se imponía. La Biblia fue traducida al francés por Jacques Lefèvre d’Étaples a partir de 1523. Este gran helenista, renovador de los estudios aristotélicos, pertenecía al mundo intelectual de los humanistas que protegía Margarita de Navarra, la hermana mayor de Francisco I, que aspiraba ella misma a una piedad muy personal, vivificada por el conocimiento íntimo del mensaje cristiano. Esa era también la posición de Rabelais quien, en su Gargantua (1534), imaginaba un refugio ideal donde los espíritus evangélicos podrían reunirse: la abadía de Thélène.

      La imprenta jugó un papel esencial en el auge de las ideas nuevas. Sin este nuevo medio, no hubiese habido crisis religiosa. En la noche del 17 al 18 de octubre de 1534, unos tableros, es decir, carteles, que denunciaban el misterio de la transubstanciación, aparecieron en varias ciudades, sobre todo en París, y en el castillo de Amboise, donde residía el rey. Este agresivo texto, escrito por un pastor de Neuchâtel llamado Antoine Marcourt, reducía la eucaristía a un rito pagano. Se inspiraba en las ideas del reformador de Zurich, Ulrich Zwingli, que consideraba la eucaristía como una ceremonia de recuerdo de la última comida de Cristo con sus discípulos, la Cena, y no como un sacrificio que actualizase la Pasión. No reconocía presencia real de Cristo en el pan y el vino, contrariamente a lo que afirmaba la doctrina de la transubstanciación. Así que se burlaba de la la adoración de los católicos a lo que él llamaba “Jean le Blanc”, el dios de masa de la hostia consagrada.

      Los ataques contra el Santísimo Sacramento eran considerados por los católicos como particularmente ofensivos, pues el dogma de la presencia real constituía una imagen de la unidad del pueblo cristiano. Para la mayoría de los fieles, Dios estaba cercano y visible, y no lejano e incognoscible por los sentidos como el Dios de los reformados. Cristo era adorado y los santos venerados con ocasión de ritos colectivos que unían a la comunidad.

      Por su parte, los protestantes vivían una religión de la palabra y del texto, y no de la imagen o el objeto. Rechazaban las representaciones, y especialmente las imágenes de la Virgen, de los santos y de Cristo. Jesús no era cognoscible más que por el corazón, alimentado por la palabra bíblica, y no por el sentido engañoso de la vista. Las reliquias de los santos no eran para ellos sino objetos de idolatría.

      Jean Calvin [Calvino], un joven picardo que marchó a refugiarse en Suiza para escapar a las persecuciones, compuso el texto que debía servir de fundamento a las creencias de los reformados franceses. Su Institución de la religión cristiana, amplio tratado publicado en latín en 1536, luego en francés en 1541, y aumentado después, propone una presentación completa del dogma conforme a la palabra de Cristo. Según él, la sola fe puede guiar a los fieles a la salvación, y esta descansa únicamente en el conocimiento de la Biblia. La tradición eclesiástica, los escritos de los Padres de la Iglesia se consideran añadidos inútiles a un texto que se basta por sí mismo. Las obras realizadas por los fieles no tienen ninguna fuerza de salvación, pues el ser humano, por naturaleza indigno de la gracia divina, no es más que tinieblas, vanidad y mentira. Solo le rescata el sacrificio de Cristo. Por lo demás, Dios escogió como le plugo a los elegidos destinados a la vida eterna y a los condenados a la muerte eterna. El verdadero cristiano no intenta entrar en el misterio de la predestinación: sería sucumbir al diablo y perderse en las tinieblas intentar «entrar en los secretos incomprensibles de la sabiduría divina». El hecho mismo de tener la fe es ya una señal de elección. Finalmente, la fe y el Evangelio son una sola y misma cosa, pues la justicia divina, ofrecida por la palabra de Dios, no es efecto de un juicio que se fundamente en un examen de los méritos y de los pecados: «En lugar de tener un juez en el cielo para condenarnos, tenemos allí un padre muy clemente». El verdadero cristiano vive sin pecado porque es justo, y no al revés. La fe se sostiene mediante dos ceremonias inspiradas en el texto bíblico, los sacramentos del bautismo y de la cena. Esta última, celebrada solamente cuatro veces al año, permite unirse espiritualmente a Cristo por la consumición colectiva de las dos especies del pan y del vino. La misa católica se ve como una ceremonia satánica que pone en tela de juicio la virtud perpetua y perfecta del sacrificio de Jesús.

      Calvino apeló al rey Francisco I, a quien aseguraba no solo que los protestantes fuesen cristianos ejemplares, sino que serían siempre súbditos leales y obedientes. La epístola que puso al principio de la Institución terminaba con la esperanza de que el monarca se abriese muy pronto a la verdad del Evangelio: «El Señor Rey de los reyes quiera establecer tu trono en justicia, y tu sede en equidad, muy fuerte e ilustrísimo rey». Pero esa oración podía parecer también una amenaza.

      Después de Basilea, Calvino se instaló en Ginebra, luego en Estrasburgo, antes de regresar a Ginebra, donde vivió desde 1541 hasta su muerte en 1564. Trabajó en la edificación de una Iglesia ordenada según un principio consistorial (un consistorio constituido por un pastor, ancianos y diáconos) que iba a servir de modelo a las comunidades reformadas de Francia. Con Théodore de Bèze, formó igualmente pastores encargados de llevar la palabra de Dios. El predicador, ministro con frecuencia itinerante, aparecía a los ojos de la Iglesia católica y del poder monárquico no solo como un hereje, sino como un agitador y un agente del extranjero.

      2. Hogueras y mártires

      Los protestantes experimentaban el sentimiento de pertenecer a un pueblo elegido, víctima de persecuciones que recordaban a la vez las de los hebreos del Antiguo Testamento y las de los primeros cristianos de la antigüedad. De 1523 a 1560, en torno a 500 personas fueron ejecutadas en Francia (sobre un total de 3.000 en Europa) por herejía o perturbación del orden público relacionada con la cuestión religiosa. En los años 1520, los suplicios eran aún muy raros y se referían sobre todo a religiosos acusados de blasfemar. Fue la publicación de los carteles (placards) lo que arrastró la primera oleada importante de ejecuciones (24 entre noviembre de 1534 y diciembre de 1535). En virtud de los edictos de Fontainebleau (1540), de Châteaubriant (1551) y de Écouen (1559), es la justicia real la que se encarga de la represión, y no ya las autoridades religiosas. La comunidad reformada de Meaux, una de las más antiguas del reino, fue diezmada en 1546: hubo 70 arrestos que dieron lugar a 14 ejecuciones. La represión fue luego particularmente severa de 1547 a 1550, periodo de actividad del tribunal extraordinario de la Cámara permanente del Parlamento de París. Como media, hubo al menos 28 ejecuciones al año de 1545 a 1549, luego 16 de 1550 a 1559, pero hay que subrayar que la mayor parte de los procesos desembocaban en penas de multa honorable, y no en condenas a muerte.

      Muy pronto, las víctimas de la violencia real fueron consideradas por los protestantes como mártires de la verdadera fe. La memoria de sus sufrimientos debía mantenerse viva, pues mostraba un camino de constancia y fidelidad. Desde 1554, un Libro de los mártires, publicado por el editor ginebrino Jean Crespin, ha recogido el destino ejemplar de los primeros héroes de la fe reformada. Algunos años más tarde, el pastor Parísino Antoine de La Roche-Chandieu compuso una Historia de las persecuciones y mártires de la Iglesia de París (1563) que cubría el periodo 1557-1560. Estos martirologios describen la constancia de los condenados camino de la hoguera y la alegría que provoca su compromiso en el camino de Cristo. Jesús está en su corazón y su santa palabra resuena en ellos. Ninguno duda, y su fortaleza de alma suscita vocaciones. Hasta el final, cantan salmos traducidos al francés por Clément Marot, provocación insoportable a los oídos de las autoridades. Por eso se les amordaza o se les corta la lengua.

      En los martirologios, como en las cartas de Calvino, el pueblo reformado aparece como una elite sufriente sumergida en un