Nicolas le Roux

Las guerras de religión


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«en unión y amistad», como proclamó un nuevo edicto, firmado en Saint-Germain-en-Laye, en julio de 1561. Se mantenía la prohibición del culto reformado, y las decisiones tomadas un año antes en Romorantin se confirmaban (distinguiendo entre herejía y sedición, la primera la juzgaba la Iglesia y la segunda los tribunales reales). Se insistía sobre todo en la ilegitimidad de toda forma de alboroto o sedición. Estaba rigurosamente prohibido llevar armas de fuego, así como espadas y dagas en las ciudades (salvo para los gentilhombres). Se subrayaba así la voluntad del rey de dar muestras de misericordia y olvidar todas las faltas pasadas. Una nueva amnistía se concedía a quienes viviesen tranquila y católicamente. Catalina de Médici, que sostenía esta posición a su parecer equilibrada, hizo saber a los gobernadores provinciales, sobre todo a los del sur, que había que castigar «a los autores de tales locuras», es decir, a los predicadores calvinistas, como lo merecían.

      5. El entusiasmo hugonote

      Difícilmente aplicables, estas medidas no tuvieron apenas efecto. Las demostraciones violentas se multiplicaban. Los protestantes ofendían públicamente los símbolos católicos. A veces estallaban las luchas, y cada campo contaba sus muertos. En Lyon, el 5 de junio de 1561, día del Corpus Cristi, un joven artesano, llamado Denis de Vallois, se lanzó sobre la custodia, cuando pasaba la procesión que acababa de salir de la Iglesia de Saint-Nizier. El castigo del sacrilegio fue inmediato. Después de cortarle la mano, el hombre fue ahorcado y se expuso su cabeza en el puente sobre el Saôna, pero su gesto provocó un motín. Se gritaba: “¡Por el cuerpo de Dios, hay que matar a todos los hugonotes!”. Hubo muchas víctimas, entre ellas el principal del Colegio de la Trinidad, Barthélemy Aneau, de quien se sospechaba que animaba la herejía. Sin embargo, en Ginebra, se le miraba con malos ojos porque no se declaraba abiertamente a favor de la nueva religión. Ocho días más tarde, se organizó una procesión expiatoria.

      Se multiplicaban las provocaciones y agresiones. En Montpellier, los hugonotes se apoderaron de la Iglesia de Notre-Dame-des-Tables, donde establecieron su prédica, y el 20 de octubre de 1561 tomaron al asalto la Catedral de Saint-Pierre, saqueando el santuario y matando a los religiosos. Las demás iglesias de la ciudad sufrieron igualmente ataques vandálicos. En muchas ciudades del Midi (Fumel, Millau, Nîmes), los protestantes, que celebraban su culto en casas particulares, exigían lugares públicos, cosa que rechazaban las autoridades locales. Desfilaban por las calles armados y atacaban a las gentes de Iglesia con ocasión de las ceremonias religiosas. En Cahors, 300 protestantes se repartieron por la ciudad el 28 de octubre de 1561, día de feria, insultando a los eclesiásticos, cantando los Salmos y saqueando el convento de los cartujos. La tensión era tal que, el domingo 16 de noviembre, la multitud, con clérigos al frente, incendió la casa en que se habían reunido los hugonotes. Los que escaparon a las llamas fueron masacrados en la calle: hubo una treintena de víctimas. Se trataba de las primeras violencias de masa contra los reformados. El miedo se había apoderado de los espíritus.

      En París, el virulento predicador católico Jean de Hans llamaba al exterminio de los herejes. Su arresto por las autoridades reales, en diciembre de 1561, provocó motines, después de lo cual se le liberó inmediatamente. Algunos días más tarde, la Iglesia de Saint-Médard era saqueada por los calvinistas.

      Es en este contexto cuando Catalina de Médici aceptó conceder a los protestantes la libertad de culto. Se trataba de salvaguardar a toda costa el orden público, mientras la situación se le iba de las manos a las autoridades, sobre todo en el sur. Lejos de restablecer la calma, esta decisión provocó un aumento de la tensión. Es en todo caso lo que se puede leer en la crónica de la ciudad de Montpellier llamada el Petit Thalamus: «Este año [1562] comenzó en este reino esta muy sangrienta y perniciosa guerra civil por causa de la religión, porque los de la llamada religión nueva, por el edicto de enero ya mencionado, fueron autorizados a predicar por doquier salvo en las ciudades, y se siguieron muchos desórdenes, tumultos y sediciones». La crónica precisaba que todo eso se había producido mientras el rey Carlos IX estaba «aún en su adolescencia».

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