Katy Evans

Playboy


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vino a buscarme, me reveló que me llevaría a una timba de póquer clandestina en los suburbios de Chicago. Ahora me pregunto dónde tenía la cabeza y si es algo así como la virginidad de una chica, que una vez perdida ya no es posible recuperarla.

      Estamos en la peor zona de la ciudad. A lo lejos, los rascacielos se ciernen como guardaespaldas de hormigón. Es intimidante y reconfortante a la vez, pero no soy tan ingenua como para creer que estoy bien aquí. Esto es territorio de bandas. Quienquiera que haya organizado la timba paga un impuesto demasiado elevado para que la gente juegue.

      Mientras echo un vistazo al aparcamiento desierto para asegurarme de que no nos atracan a punta de pistola antes de llegar al edificio, me aliso el vestido, nerviosa. Se suponía que iba a ser una velada divertida.

      Se suponía que iba a ser un cambio positivo en mi vida.

      Una distracción.

      Una noche fuera de casa.

      Pero la cárcel no entraba en mis planes. Tan pronto como pase por las puertas torcidas y de aspecto ruinoso del gigantesco almacén, estaré infringiendo la ley.

      Y yo nunca violo la ley.

      Soy una chica seria y responsable de treinta años. Joder, que yo hace mucho que me veía casada y con hijos. Mis amigas están todas casadas. Rachel tiene un niño y una niña; Gina, una niña; y Livvy se casa este fin de semana. En cuanto a mí, tengo una larga lista de rupturas. Empezaré por la más reciente, que puso fin a una relación de cuatro o cinco años que se quedaron en nada.

      Salía con un tío que tenía miedo al compromiso. Por aquel entonces, no lo sabía, y estoy segurísima de que él tampoco. Era incapaz de dar el paso y pedirme matrimonio, y mucho menos de dar los pasos hasta el altar y esperarme allí. Me pidió tiempo, tiempo y más tiempo. Y yo se lo di. Se lo di todo. Pensaba que era el definitivo. Pensaba que el definitivo aparecería cuando estuviese preparada.

      —No, no es él. No es el definitivo, te lo digo yo. Si no, estarías…

      —Casada y teniendo hijos como si no hubiese un mañana —Rachel acabó la frase que había empezado Gina cuando hablamos de mi ruptura la semana pasada.

      Estaba sentada, sumida en un hosco silencio mientras miraba fijamente la caja de pañuelos que tenía delante. No podía creer que me hubiese rechazado así. Todavía hoy me esfuerzo por recomponer las piezas de mi vida.

      —Si gano a este tío, conseguiré lo que me dé la puta gana. Lo que sea. Hasta ganar el Torneo del Campeonato Texas Hold’em.

      A mi acompañante le tiembla un poco la voz por la emoción.

      Si Rachel o Gina me viesen ahora, se caerían de espaldas del susto. Siempre me han considerado la dulce. La inocente. Nunca me han puesto una multa de aparcamiento siquiera.

      ¿Y ahora voy a timbas de póquer ilegales con un tipo al que acabo de conocer?

      Eso sí, es majo y ligeramente atractivo. De estatura media, tiene un bonito pelo castaño, ojos marrones y patas de gallo. Nos conocimos en la galería cuando adquirió una obra de mi última exposición, y siempre admiro a la gente que ama el arte tanto como yo. Para empezar, ni siquiera estoy segura de por qué accedí a quedar con él, pero cuando me pidió salir y sopesé mis opciones —o quedarme toda la noche en casa sola o salir— no hubo discusión. Aunque no me interesa que me vuelvan a romper el corazón ni me apetece tener nada con ningún hombre, sé que tengo que olvidar a mi ex, y eso no pasará si no vivo emociones nuevas. Planeo centrarme en la galería y mantenerme alejada de los hombres o, al menos, no quiero tener nada serio con ellos. Pero, aun así, tengo que distraerme si quiero olvidarlo.

      Emmett, un chef legendario en ciernes, no me llevaría calle abajo a por un perrito caliente a no ser que lo preparase en la cocina de su restaurante. E incluso entonces tendría que hacer una reserva.

      Tal vez por eso estoy aquí.

      Pero tan pronto como miro las puertas torcidas del almacén en el que estamos a punto de entrar, me vienen a la mente todas las malas decisiones que he tomado en mi vida. Decisiones vitales que implican a los hombres con los que he salido.

      Mientras entramos, opto por ser menos exigente (un defecto que Emmett me atribuía) y tratar de pasármelo genial cometiendo una ilegalidad.

      Hay una nube de humo sobre una fila de mesas redondas en las que ya se juegan varias partidas.

      Madera oscura. Techos bajos. El antro parece sacado de una película antigua con las alfombras de Bujará que separan el espacio y las fotografías en blanco y negro repartidas por las paredes. Reconozco a algunos criminales legendarios de Chicago.

      Es una señal. Estas partidas no están regularizadas. Una sala de póquer como esta se desmantela en cuestión de segundos. Lo sé porque lo he visto en películas, no porque haya decidido juntarme con Clyde y me apetezca ser Bonnie.

      —Mierda, ha venido.

      Exhala, se pellizca la nariz y trata de tomar aire.

      —¿Quién?

      —El puto zar del póquer. El actual campeón del mundo. Una auténtica leyenda. Con esa mirada gélida que tiene nunca se sabe lo que está pensando. La mejor cara de póquer. Como le gane, no habrá quien me venza. Mi nombre estará en boca de todos —me informa Carson mientras echa un vistazo a la sala.

      No soy una fanática del póquer, pero a juzgar por cómo se comporta mi acompañante, quizá debería pedir un autógrafo al tío.

      —Joder, es él de verdad. Perdón, me sudan las manos. —Me señala el camino con un gesto y yo me alegro de que no me dé la mano porque últimamente ya ni siquiera me gusta que los hombres me toqueteen. Lo sigo hasta una mesa al final de la estancia y noto que un hombre en la otra punta de la mesa me observa.

      Trago saliva.

      No parece refinado, ni un poquito. Tiene una actitud grosera, cruda e irresistible. Desprende un magnetismo que hace que parezca que toda la habitación gravita en torno a él. Tendrá unos treinta y pocos y está muy bueno.

      Me recorre un escalofrío por la espalda cuando me mira.

      Tiene los ojos plateados como diamantes bañados en platino, fríos como el hielo, relucientes como esquirlas. La mandíbula cuadrada y marcada, los labios inmóviles, pero con aspecto de ser tremendamente suaves. El jersey negro se le ciñe a los hombros, anchos y robustos, y entreveo los músculos que hay debajo; los bíceps le tensan la tela mientras sus manos descansan en la mesa. Por alguna razón, me percato de que tiene los dedos largos y fuertes y las manos bronceadas.

      Trago saliva. Me toca con la mirada. Lo noto; hace que me cosquillee la piel. Mira de arriba abajo mi vestido negro de algodón elástico hasta llegar a los muslos. Se fija en mis piernas hasta visualizar los botines. Respira, Wynn. Exhalo nerviosa mientras sigo a mi acompañante y el jugador sexy de los ojos plateados nos observa acercarnos.

      Yo soy la que camina, pero es él quien me sigue con la mirada.

      Se me seca la boca y, de repente, me siento cohibida al percatarme de lo minúsculo y ajustado que es mi vestido negro de manga larga que me llega a la rodilla.

      —Joder, que nos está mirando —exclama Carson.

      Eso digo yo. Jóde-me.

      Carson me ofrece la silla que tiene el hombre delante y acerco el culo, consciente de que los hombres de la mesa me observan. Sobre todo él.

      —Llegas tarde. —Su voz es grave, sonora y muy pero que muy sexy.

      —Perdón, lo siento. Mi acompañante ha tardado un rato en bajar…

      Detesto notar que se me sonrojan las mejillas cuando Carson me reprocha que no estuviera lista a tiempo. Soy pelirroja, así que odio ruborizarme. ¿No se supone que la chica tiene que llegar cinco minutos tarde en la primera cita, al menos, para no parecer muy necesitada? Pero ahora que lo pienso, tengo treinta años y estoy soltera. Tal vez deba reconsiderar la estrategia.

      El