Katy Evans

Playboy


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      —No duermo por las noches de tantas vueltas que le doy. —Se divierte. A mí también me hace gracia la manera en que se burla, pero sigo.

      —Bueno, pues es porque sabes jugar. Quiero verte. Así sabré cuándo juegan conmigo —le digo.

      —Ah, ¿sí?

      No se lo cree.

      ¡Que se está riendo por dentro! Hay que joderse.

      —Sí, tal cual te lo digo. ¿No me crees?

      Sonríe divertido.

      —Las palabras están ahí, pero no me creo ni una que salga por esa boquita tan bonita que tienes.

      Su forma de mirarme la boca hace que el calor y el ansia se asienten en mis entrañas.

      —Joder, pues sí que estás curado de espanto. ¿Qué crees que quiero? —contesto.

      Se rasca la barba de un día en la oscuridad y el sonido áspero que produce es muy sugerente.

      —Sea lo que sea te lo daré.

      —Vale —digo a sabiendas de que no tengo nada que ocultar—. Averigua qué quieres y deja que me entere de lo que necesito: cómo juegas con las mujeres.

      —Me parece a mí que no, Pelirroja.

      —¿Ni siquiera después de vestirme como una puta para entrar aquí? —le pregunto para chincharlo.

      —Mira a tu alrededor, Pelirroja. Eres como un monje en un local de striptease. Eres la puta más conservadora que he conocido.

      —Ah, así que tendría que haberme subido el dobladillo un poco más. Déjame que vea cómo cortejas a una mujer. A la que sea. Llama a alguna.

      —¿Quieres verme cortejar a una mujer? —pregunta, incrédulo.

      —Sí. —Examino a la multitud y localizo a una camarera muy seductora que lo ha rondado todo el rato como loca y que se moriría de felicidad en este momento, seguro—. Esa.

      —No quiero cortejarla.

      —Vale, pues ¿a cuál entonces?

      Me mira fijamente.

      —Yo no cortejo, Pelirroja.

      —Pero juegas para echar un polvo, así que hazlo ahora.

      —Esta noche no.

      —¿Por?

      Se encoge de hombros.

      A continuación, estira el brazo para que me levante y me pone la mano en la parte baja de la espalda mientras me conduce a otro sitio. Voy a perder el juicio y los nervios. No lo entiendo.

      —¿Por qué no? —murmuro jadeante.

      —Eres Wynn Watson, ¿no? La galerista aficionada a las citas.

      —¿Cómo que aficionada a…? —¿Cómo sabe mi apellido? Y entonces caigo en la cuenta.

      Estoy estupefacta y he perdido el juicio; a mi cerebro le hace falta un momento para reorganizarse.

      —Eres Cullen Carmichael. El tahúr que sigue el mismo modus operandi para acostarse con todas, antimonógamo y hermano del prometido de mi mejor amiga Livvy.

      —La vida te da sorpresas. —Me observa, me abre la mano y me pone una ficha de diez mil dólares en la palma—. Para ti, princesa. No te lo gastes todo de una vez. Guárdatelo para nuestra próxima partida.

      —No, gracias. A lo mejor lo invierto. Puede. Le diré a tu hermano que me aconseje sobre cómo invertir propinas.

      —De nada.

      —Eso digo yo: de nada.

      Se le escapa una risa sorprendentemente suave cuando ladea la cabeza y me estudia.

      —Gracias —dice en tono serio, y me besa en los labios—. Anda, sé buena y vete a casa —añade a la vez que me da un cachete en el culo.

      —¿A qué ha…? ¿Me estabas cortejando?

      —Yo no cortejo.

      —¿Estabas jugando…?

      —Ya te avisaré cuando empiece el juego. Ahora vete a casa.

      Abre la puerta de un Uber que parece salido de la nada. Y como ya son las tres de la mañana, no se lo discuto y me tambaleo un poco cuando entro para volver a casa.

      Maldito Cullen Carmichael. Es obvio que ha venido por la boda y yo no he sabido sumar dos y dos. Seré tonta. Madre mía, si ni siquiera podía juntar las piernas con él delante.

      No doy crédito a cómo me ha comprado. Como… a un coche. Como si me mereciera, como si pudiera conseguir lo que le diese la gana. Tiraba las fichas a la mesa como si no valieran nada y se desprendía del sueldo de toda mi vida en una sola jugada.

      Le doy la vuelta a la ficha y enciendo la luz del móvil para examinarla.

      ¡Diez mil dólares!

      Me pregunto qué pasaría si me enseñase a jugar con mi dinero. Por fin acabaría de pagar mi préstamo comercial tras años y años renegociando prórrogas.

      Qué va. Lo perdería todo, y entonces ¿qué? No me gusta el juego. Es una frivolidad como la copa de un pino. Creo en el trabajo, no en la suerte.

      Tampoco creo en el amor… O eso me digo a mí misma.

      Incluso ahora estoy tentada de fantasear con cómo sería hacer el amor con Cullen Carmichael; pensarlo me deja sin aire. Basta, Wynn. Deja ya de idealizar a cada hombre que conoces. No valen la pena. Ni uno, y menos si lo llaman Playboy.

      * * *

      La euforia de la noche y mi sonrisa se desvanecen en cuanto pongo un pie en mi piso (el que alquilé después de mudarme de casa de Emmett). En ocasiones, el dolor me agobia tanto que me retuerzo mientras duermo. Las noches son horribles. La soledad y el vacío están por todas partes. En la almohada sin dueño que tengo al lado. En las sábanas, que solo están calientes bajo mi cuerpo En el ominoso silencio de mierda que reina en el piso.

      Pero las mañanas no son mucho mejores. Por alguna razón, bajo la guardia de noche. Me relajo (a veces). Me despierto en la comodidad de mi cama y miro el ventilador blanco que hay en el techo y que tan bien conozco. Y, por un momento, estoy bien. Hasta que recuerdo que ya no me desea. Y la tortura empieza de nuevo. Me obligo a salir de la cama, a vivir, pero a duras penas. Me obligo a comer; a comer, no a saborear. Me obligo a ducharme, a mojarme para luego secarme. A vestirme, a fingir que soy normal. Que soy persona. Me obligo a seguir adelante cuando una parte de mí todavía está atascada en el día que se me vino el mundo encima cuando me dijo que ya no estaba enamorado de mí. Amor. Amor verdadero. Felicidad. Un futuro, la sensación de que nos completábamos. De eso ya no queda nada.

      Los fines de semana son lo peor. Al no trabajar, no me distraigo y pienso en ello. Le doy vueltas en la cabeza, tal y como haría alguien que ha sufrido una conmoción, con el objetivo de encontrar una nueva pista. Alguna señal de que se mascaba la tragedia.

      No duermo bien. Al día siguiente me relajo mientras me tomo un café al mediodía y ojeo las noticias en el portátil. Me da miedo la boda de esta noche. Ni siquiera es la ceremonia en sí. No del todo. Es el recordatorio de lo que tengo aquí y ahora. En el presente. Y de lo que no tengo. El hecho de no prever ningún futuro (no uno romántico, al menos) es deprimente hasta decir basta.

      No estoy sola. Sin duda, hay un millón de mujeres más en el mismo barco. Despertaron esta mañana solo para darse cuenta de que el resto de sus vidas no será como esperaban. Hoy es diferente porque su final feliz se ha fundido en negro.

      Hoy es un día en negativo.

      Estoy exasperada, como si ya hubiera estado aquí y hubiera hecho esto tantas veces que ya ni siquiera va de promesas rotas y esperanzas truncadas. Va del tiempo perdido y de los sueños desbaratados.

      Por