Katy Evans

Playboy


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una mierda. Todos los hombres quieren algo.

      —¿En serio? Tienes hambre de dinero, ¿eh?

      —Mi apetito no tiene límites.

      Eso sí me lo creo. Este hombre apostaría por casi todo.

      Al principio me emociona, hasta que pienso en por qué apuesta. Tal vez regenta un club privado y juega con los matrimonios y los divorcios, y con los nacimientos y las muertes. Eso último hace que me cueste respirar. Qué macabro. Y, sin embargo, sé que es verdad. Si se juega una partida o se hacen cábalas, Cullen apostará cómo quedarán.

      Y yo me pregunto: «¿Qué querrá apostar conmigo?

      —Tú sigue ganándote la vida con las apuestas que llegará un día en que sabrás lo que es pasar hambre.

      Pese a lo mucho que me irrita, Cullen Carmichael también me intriga. He pasado casi todo el día pensando en él. Y ahora que me siento a su lado, me comporto como una maleducada. ¿Es porque Emmett nos observa y quiero que sepa que es posible que un hombre se interese por mí, aunque pase de él? ¿Parezco sofisticada o estoy siendo una bruja?

      Y, bueno, para empezar, ¿qué le importaría a Emmett?

      O a mí.

      —¿Cómo puedes odiar algo que no entiendes? —Cullen acerca la silla y pone un brazo en la mesa.

      —Entiendo lo justo. Quizá es una forma estupenda de ganarse la vida. —Estupenda para él, supongo, pero yo no voy a vivir así—. La vida de un jugador está llena de altibajos. Un minuto estás forrado y al siguiente, no puedes pagar la luz. ¿Qué clase de vida es esa?

      Se hace un largo silencio mientras considera mi respuesta y me suelta sin rodeos:

      —Te vienes conmigo a Las Vegas.

      —¿Cómo? —Sacudo la cabeza, segura de que nunca me he negado a nada tan rápido como a esto—. No. Olvídalo.

      —Es el único modo de demostrarte que te equivocas. —Se reclina en la silla como si ya estuviese decidido—. Los tahúres tienen sus propios «desafíos», pero yo no soy un tahúr. Soy mucho más disciplinado.

      —Venga, vale, te escucho.

      —El póquer es diferente. Si eres bueno… —me dice mientras me penetra con una mirada que tardaré en olvidar—. Y yo soy… muy pero que muy bueno, puede convertirse en una profesión lucrativa con unos beneficios que te dejarían asombrada.

      —Quiero apostar.

      —¿Sí?

      De pronto, me apetece hacer muchas cosas con y para este hombre, pero jugar no es una de ellas.

      —¿No estás satisfecho con todos tus millones y las mansiones que tienes repartidas por el mundo? ¿Quieres un par más?

      —Quiero todo lo que se pueda comprar con dinero.

      —Bueno, pues yo tengo cosas que no se compran con dinero. Como un canalillo precioso.

      —Cariño, veo escotes más pronunciados que el tuyo todos los días. Si te digo la verdad, estoy empezando a desconectar.

      Bosteza, y mi ego se resiente.

      —Mi culo —suelto—. Tengo buen culo.

      Lo último que necesito tras una ruptura horrible es que este tío me genere inseguridades, pero me ha provocado y no puedo quedarme callada.

      —Te propongo un reto: si ganas, hago lo que me digas. Y si gano yo, tú haces lo que yo te diga —añado.

      —Es demasiado impreciso. Nunca juego sin saber cuál es el premio.

      —A ver que piense…

      Se humedece los labios con la punta de la lengua.

      —Deslúmbrame con un poco de creatividad.

      —Te la chupo.

      Se atraganta con la bebida y da un golpe con la copa.

      —¿Es lo bastante creativo para ti? —Sonrío y me levanto para que se lo piense. Quiero añadir algo como «voy con todo», pues aprendí la expresión en la timba de póquer de anoche.

      —Eh, eh. —Se levanta al momento, me agarra el codo para que me gire y se cierne sobre mí—. Entonces, ¿si ganas tú, te lo hago yo a ti? ¿Quieres que te lo coma?

      —¿Cómo?

      —Di.

      Su tranquilidad me deja sin aliento.

      Sus ojos, todavía inescrutables, brillan con un nuevo fulgor.

      —Mmm, sí, no estaría mal —admito.

      Se queda quieto un momento, salvo por el brillo cegador de su mirada, que me hipnotiza. Su agarre es lo único que me mantiene en pie, debido a la sorpresa que me provoca su interés.

      No estoy muy segura de si soy atractiva, pero me mira con una fijeza que parece que quiera comerme para desayunar, almorzar y cenar.

      —Para —digo con la voz entrecortada.

      Me observa, perplejo.

      —¿Por?

      Resoplo, exasperada.

      —Hay gente mirando.

      De repente, me doy cuenta de que nos mira todo el mundo. Sobre todo Emmett, que me ojea desde su mesa con expresión preocupada. Hay una mujer sentada a su lado. Puede que no haya venido con ella, pero duele igual, como el hecho de que antes ese lugar me correspondía a mí.

      Me apresuro a encarar los ojos plateados que me observan.

      —Emmett nos está mirando.

      —Que mire.

      —No. Vale, no pasa nada —digo más relajada—. Baila conmigo.

      —Yo no bailo. Necesito un trago. —Empieza a alejarse cuando se vuelve hacia mí con aspecto desconcertado—. ¿Quieres que se dé cuenta de lo que se está perdiendo? Créeme, lo sabe.

      Frunzo los labios y asiento. No sé qué hacer para asegurarme de que no se me ve afectada. De pronto, estoy afectada.

      Me dije a mí misma que no iba a contratar a un acompañante para darle celos. Me dije que me comportaría como una adulta. Pero me siento vulnerable e indeseada, como si hubiese hecho bien en dejarme porque ha encontrado algo mejor.

      Cullen me mira, y yo arqueo las cejas cuando me pone la mano en el pelo. Se inclina y posa sus labios sobre los míos.

      Su beso me embriaga. No tengo ni idea de cuánto dura, solo soy consciente de su nombre y de la humedad, el sabor, el calor y la fuerza de sus labios. Del hambre de su boca.

      Se aparta con brusquedad y me deja jadeando. Se le ha acelerado un poco la respiración. Me roza los nudillos con los dedos para alargar el momento y me mira de pasada.

      El martilleo de mi corazón se convierte en un estruendo.

      El fuego que ha prendido es imposible de sofocar.

      Le acaricio el pecho y trago saliva al notar el relieve de los abdominales.

      —¿Qué iba a decir? —pregunto aturdida. Niego con la cabeza mientras trato de recomponerme—. Aaah, ya me acuerdo. Ibas a disculparte —miento.

      —¿Por?

      —Por no bailar.

      —No lo siento. Soy el tío que se queda en la barra, no el que sale a bailar.

      —Pues entonces por besarme.

      Sus ojos se convierten en dos rendijas cuando se concentra en mi boca.

      —Tampoco lo siento.

      En su expresión no queda ni rastro de la emoción por el beso.

      La facilidad con la que oculta sus sentimientos hace que sienta la necesidad