Jesse Ball

Toque de queda


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—preguntó.

      *Todavía no —dijo Molly con señas.

      Bien, ¿qué clase de escuela era entonces? Era una de esas escuelas en que te sentabas en bancos en fila y los maestros te decían qué pensar. Recitabas cosas y escribías cosas repetidamente. Leías libros que estaban sujetos al pupitre con cadenillas. Se rendían exámenes, y a menudo se usaban varas para inculcar disciplina. Había un pedazo de tierra donde podían jugar a la hora del almuerzo. Se alentaba el juego, y también la delación.

      *Hemos llegado —dijo Molly.

      —¡Adiós! —dijo William, y la retuvo un instante.

      Ella entró corriendo en el edificio. Otros niños pasaron junto a él a empujones mientras la seguía con la mirada.

      —Drysdale, ¿te enteraste?

      Un hombre tosco y mayor estaba allí con su esposa. Cualquiera de los dos podía ser confundido con un banquero.

      —Latreau murió. Le dispararon esta mañana.

      —¿La anciana? ¿Por qué?

      —Arrojó a alguien contra un ómnibus.

      —Oí decir que era un camión —dijo la esposa—. Pensó que el hombre era policía, así que lo arrojó contra un camión. Pero la atraparon antes de que pudiera escapar.

      —Lamento saberlo —dijo William distraídamente—. De veras.

      Apenas movía los labios.

      William se alejó sin mirar a ninguno de los dos. No los había mirado ni una sola vez. Si uno hubiera estado observando, habría pensado que el hombre y la mujer hablaban entre sí. Tan cauto era William.

      Lo llamaban municipio pero era una ciudad. Esto es típico de las ciudades muy grandes. Tenía distritos: distritos viejos, distritos nuevos, distritos pobres, distritos comerciales, distritos navales. Una vez había tenido una cárcel, pero ahora no era necesaria. El sistema era mucho más eficaz de ese modo. Los castigos eran mayores, o bien no se aplicaban. Un país común, lleno de ciudadanos comunes, con sus preocupaciones, dificultades, crueldades e injusticias, se había ido a dormir una noche y al despertar por la mañana había encontrado, en vez del viejo gobierno, un Estado invisible, con sus propias preocupaciones, dificultades, crueldades e injusticias. Todo se controlaba y se mantenía de forma estricta, a tal punto que era posible, dentro de ciertos límites, fingir que nada había cambiado.

      ¿Quién había derrocado al gobierno? ¿Por qué? Esos detalles no estaban claros, y tampoco estaba del todo claro que hubieran derrocado a nadie. Era como si hubieran bajado un telón y uno pudiera ver el telón pero no lo que había detrás. Uno recordaba que el mundo había sido distinto, y hasta hacía poco tiempo. ¿Pero en qué? Esta era la pregunta que carcomía a los que no podían evitar hacerse preguntas.

      Ese cambio nimio era realmente agobiante. Las casas y los edificios estaban llenos de gente desesperada que tenía una interpretación profundamente errónea de su desesperación. Esto se debía a una astuta explicación por parte del gobierno. Es imposible saber, decían muchos en voz baja, si el ministerio piensa bien de nosotros, si actúa en nuestro beneficio. Pero todavía caían bellotas de los árboles, asomaban peces en la superficie de los estanques, etcétera. En una vida larga, decían muchos viejos, esto es solo una cosa más. Pero había otros que eran jóvenes y que no sabían nada sobre la fragilidad de la condición humana. ¿Irradiaban luz? Claro que sí, pero no se veía. Y entretanto, la mecánica trituración de huesos, y en la calle el paso leve de personas que caminaban en la cuerda floja.

      Pero hacía poco, muy poco, los que no soportaban que los gobernaran así habían tomado medidas. Era imposible decir con exactitud qué había cambiado, pero el choque entre los dos bandos ahora era frecuente, y la gente de la ciudad se había acostumbrado a encontrar cuerpos sin que hubiera explicaciones.

      Por supuesto, tales explicaciones solo se pueden dar después, cuando un bando ha ganado.

      William se dirigió a su primera cita del día. Se imaginó cómo lo verían: un hombre con una larga chaqueta de tweed, con un bastón bajo el brazo, con bombín y un par de robustos zapatos negros. Luego se insertó en esa imagen, como lo haría un actor.

      Así llegó, vestido con ese ropaje real e imaginario.

      —La señora Monroe está en el jardín.

      Un sirviente lo guió por un pasillo con mosaicos. Los mosaicos representaban escenas bucólicas: vacas, gitanos, varias clases de aves, casas de zarzo, henares. No había dos iguales. Esto surtía un efecto perturbador. Uno nunca tendría tiempo para sentarse a mirarlas todas, aunque fuera posible, así que daba una impresión elusiva. William no habría querido que lo obligaran a dar su opinión.

      El pasillo conducía a un porche sombreado que daba a una arboleda y un parque. Todo el lugar estaba rodeado por paredes. Una mujer mayor (cabello lacio y gris, bata malva) estaba sentada en un diván de mimbre.

      —¿Usted es el cantero?

      —No, trabajo para él. Ayudo a encontrar el mejor modo de solucionar las cosas, un modo que deje contentos a todos. El epitafio, usted entenderá.

      —No es muy importante contentar a nadie, salvo a mí. Soy yo quien compra la lápida. Soy yo quien conoce los deseos de mi esposo, que yacerá debajo de ella.

      La mujer tosió violentamente, tapándose la boca con un cojín del diván.

      —Hay que pensar en el cementerio —dijo William pacientemente—. No permiten cualquier cosa. Y en ocasiones el Estado ha derribado ciertos monumentos. Es mejor evitar esa situación.

      —Entiendo.

      William se sentó en una silla que le acercó el sirviente. Sacó una libreta de cuero del bolsillo, y un lápiz. Mientras la mujer lo observaba, sacó un cuchillo muy pequeño y afiló el lápiz. Luego abrió la libreta en una nueva página y escribió:

      MONROE +

      —Bien —dijo—, ¿qué ha pensado, ante todo?

      —Paul Sargent Monroe —dijo la mujer—. Murió antes de tiempo.

      —¿Eso es todo?

      —Eso es todo.

      —Pero era bastante viejo, ¿verdad?

      La mujer lo miró con gran seriedad.

      —Noventa y dos.

      —Bien, ¿está segura de que quiere que la lápida diga que murió antes de tiempo? No quiero decir que no podamos hacerlo. Por supuesto que podemos, si usted lo desea. Pero, en fin, no parece lo más acertado.

      —Entiendo a qué se refiere —dijo la mujer.

      Pensaron un minuto. Al fin ella rompió el silencio.

      —Bien, podríamos cambiar la fecha.

      —¿La fecha?

      —Podría decir: Paul Sargent Monroe. Murió antes de tiempo. Y cambiar la fecha de nacimiento a veinticinco años atrás.

      William movió los pies con nerviosismo.

      —Supongo que es posible, pero…

      —Verá usted —dijo la mujer—, cuando la gente visita un cementerio y ve la tumba de un hombre joven, se detiene y siente tristeza. Si alguien vivió noventa y dos años, la gente sigue de largo. No se detiene ni siquiera