Jesse Ball

Toque de queda


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      MONROE +

      Y luego una raya, luego:

      PAUL SARGENT MONROE

      Murió antes de tiempo.

      Aspiró profundamente.

      —Bien —dijo—, si quiere hacerlo de esa manera, quizá sea mejor que haya muerto en su infancia. Podría haber fallecido a los seis años, y la inscripción diría: Paul Sargent Monroe, amigo de los gatos. Evocaría un poco su personalidad, y ciertamente la gente se detendría a mirar.

      Hubo una crispada pausa, interrumpida por un ataque de tos.

      Había lágrimas de felicidad en los ojos de la mujer.

      —Entiendo por qué lo enviaron a usted —dijo—. Tiene toda la razón. Eso es exactamente lo que haremos. A fin de cuentas, no importa cuál sea la verdad, ¿no? Se trata de que la gente se detenga y guarde silencio un instante. Quizá sea el atardecer y se dirijan a alguna parte, a un restaurante. Pararon brevemente en el cementerio, y entonces pasan frente a su tumba y… bien, se detienen un momento. Ahora sí que se detienen.

      Le tomó la mano entre las suyas.

      —Ojalá hubiera conocido a Paul. Le habría caído bien, y usted le habría caído bien a él.

      —Le creo —dijo William—. Sin duda sería así.

      Se puso de pie, cerró la libreta, se la guardó en el bolsillo. Partió el lápiz en dos y lo guardó en el otro bolsillo. Usaba cada lápiz solo una vez, para un solo epitafio. Llevaba tantos lápices como citas tenía, y afilaba cada uno al empezar.

      —Adiós —dijo—. Le enviaremos una muestra para que vea cómo quedará la lápida, y usted podrá firmar la conformidad.

      —Muchas gracias. Adiós.

      Él se puso de pie y se dirigió al pasillo con mosaicos.

      —¿Y sabe una cosa? —le dijo ella—. Él era amigo de los gatos. De veras lo era. De veras.

      Él miró a la mujer, pero ella ya estaba ocupada con algo que tenía en el regazo, una caja con su contenido. No alzó la vista.

      Luego llegó a un portón. Allí estaba Oscar, un hombre que conocía. Se quedó junto a Oscar un minuto.

      Una multitud de niños atravesó el portón de Oscar, arreada por una matrona con un delantal severo.

      Oscar rio.

      —Cuando era niño me aterraban los caballos. Me inquietaba mucho su forma, y me horrorizaba saber que yo era el único. Una vez leí un libro sobre una guerra de hace mucho tiempo en que millares de caballos fueron exterminados con fuego de ametralladora. Eso me hizo sentir muy bien. En el libro había una foto en blanco y negro de un campo con hombres muertos y caballos muertos. La perspectiva del libro era que los caballos no tenían la culpa.

      —Pero tú lo veías de otro modo.

      —Yo lo veía de otro modo.

      Pasó un viejo en un coche ruidoso. El coche tenía patente de otra ciudad. Estaba cargado de pertenencias. El viejo parecía muy cansado, y apenas aminoró la marcha. Estuvo a punto de atropellar a alguien cuando su coche apareció inesperadamente.

      El hombre al que casi habían atropellado se había caído. Se puso de pie y atravesó el portón.

      —Ese hombre tiene algo en el bolsillo que parece un arma, pero quizá sea un trozo de fruta. Si le disparasen por un trozo de fruta, sería una desgracia.

      —¿Cómo crees que la policía secreta sabe quiénes pertenecen o no a la policía secreta? Por ejemplo, ese hombre con la fruta… si fuera un arma, ¿cómo sabrían si dispararle o no?

      —Pero es una fruta.

      —¿Y si le disparasen por eso?

      —Conviene comer la fruta cuando la compras y no llevarla de aquí para allá, amigo mío. En todo caso, es más educado quedarse cerca del puesto y comer la fruta que llevarla a casa y apoyarla en una repisa.

      —No estoy de acuerdo.

      —Con esto no puedes no estar de acuerdo, William Drysdale. Así son las cosas. Nunca te he visto llevar fruta en el bolsillo.

      —Porque temo que me disparen.

      —Bien, a todos nos dispararán por algo. ¿Sabes que tengo una nariz de oro que compré hace mucho tiempo? Al parecer la gente perdía la nariz por culpa de la sífilis, y a veces usaba narices de oro.

      —Es un modo muy torpe de cambiar de tema, Oscar. No hay una sola nariz de oro a la vista que permita seguir la conversación.

      —Bien, creí ver una. Ahora se acerca un hombre con una nariz muy brillante. Tendría que tener cuidado, con esa nariz tan lustrosa. Podría traerle problemas.

      Continuó hacia la próxima cita. Se trataba de una casa en una hilera de casas idénticas, con la misma fachada y el mismo techo de pizarra. Las ventanas de la calle tenían rejas. En ese momento el cielo era abrumadoramente azul. Por primera vez en mucho tiempo, William bajó la vista y se miró las manos. Si han tenido esta experiencia, sabrán a qué me refiero.

      Golpeó la puerta.

      Al cabo de un minuto, oyó pasos. La puerta se abrió. Había un hombre y una mujer. Parecían ser un matrimonio.

      —Me envía el cantero.

      —Sí, lo estábamos esperando. Adelante, por favor.

      Lo condujeron por la casa baja y oscura hasta el fondo, donde una ventana larga y angosta con muchos paneles cuadrados y claros ofrecía cierta iluminación. Era un cuarto con tres sillas.

      —Pensamos que podríamos hablar aquí —dijo la mujer.

      —Pensamos que aquí estaría bien —añadió el hombre.

      —Está bien —dijo William.

      Se sentó en una de las sillas y sacó la libreta. Se la apoyó en una rodilla. Sacó un lápiz sin afilar del bolsillo.

      Luego sacó el cuchillo y empezó a afilarlo.

      Miró a la pareja.

      —Tengo entendido que la lápida es para la hija de ambos.

      —Sí.

      —Tenía nueve años, ¿verdad?

      —Solo nueve años.

      —Lo lamento mucho.

      El hombre y la mujer se miraron.

      —Yo tengo una hija de nueve años —continuó William.

      La mujer se sobresaltó, como si la hubieran golpeado.

      —Cuídela mucho —dijo—. Nuestra Lisa parecía indestructible, audaz, invencible. Pero solo se necesita… solo se necesita…

      El llanto le ahogó la voz. El marido la rodeó con los brazos.

      —Fue una teja de pizarra. Aquí en la calle. El viento la arrancó. Ella había salido a jugar y pasó una hora, dos, tres. Pensábamos que estaba con una amiga o… en fin, no sé qué pensamos. Lo cierto es que Joan salió a la calle para ver si Lisa venía, y…

      El