Antonio Malpica

Mal tiempo


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mañosamente, aprovecha este espacio para trabajar”, me contestó con algo que tomé por una sonrisa.

      A los dos años de haberme marchado de la colonia Roma, según datos proporcionados por el mismo Orrantia, Santiago murió por vez definitiva a sus veinticinco años, consumido por un oportuno incendio.

      Por fuerza, una cesantía

      No era fácil admitirlo. Toda la mañana estuvo dándole vueltas en la cabeza hasta que se mareó tanto que decidió salir a agotar sus cavilaciones con un refresco y tres tacos de canasta. Era una tontería, si se le veía con cierta distancia y aún más frialdad, pero con todo y todo, estaba seguro de que algo extraño había ocurrido y por más que se sintiera tentado a restarle importancia, discernía la obligación —¿moral?, ¿científica?— de intentar buscarle una explicación.

      Se lo contó a Lupita y ella, mientras se acomodaba el brasier y escupía el humo del cigarrillo, sólo dijo, con ese aire de malicia que le salía tan bien: “Vámonos, que a mí nada más me dan una hora de comida. Ya lo sabes”.

      Sin embargo, en la tarde, ya con tres cervezas en la digestión y muy pocos clientes a quienes hacer llamadas, se sintió más dueño de sí y sus pensamientos, por lo que aniquiló sus reflexiones con un largo suspiro y una vuelta concupiscentemente satisfactoria al parque. Ni siquiera se sentó a fumar o comer gomitas —presa de un estereotipo que a veces le quedaba, a veces no— pues algo le decía que debía aprovechar de algún modo esa media hora que había “ganado” como por arte de magia.

      Y no fue sino hasta el otro día, que se bajó nuevamente del vagón, cuando el corazón se le volcó en señales de su propio nerviosismo. Recuperó el aire y el ritmo hasta que observó el reloj del andén: eran las 8 con 55, tal cual debían de ser. Un dejo de decepción se dibujó en los extremos de su boca. Lo del día anterior debía haber sido producto de su imaginación. Pensó en la frase “producto de mi imaginación” y se acomodó, mientras caminaba hacia la oficina, en los rellanos de un conformismo mal ajustado.

      Se lo volvió a contar a Lupita, pero esta vez con más anticipación. Es decir, cuando el brasier estaba de ida y no de vuelta.

      —Segurito que te hiciste bolas. El reloj del metro estaba retrasado. Punto.

      —Fue lo que yo también creí al principio. Pero sí llegué al trabajo como media hora antes.

      Las medias de Lupita se posaron suavemente en la esquina del buró, como cintas de teletipo.

      —Bueno, entonces tu reloj estaba adelantado.

      —No es posible, lo chequé con el radio y el teléfono, precisamente porque he llegado tarde tantas veces este mes, que ya tengo miedo de llegar un día y encontrar otro cabrón en mi lugar.

      —Entonces no tengo ni puta idea.

      Y si no hubiese sido porque las amplias caderas de la abnegada secretaria no habían perdido el sortilegio de la novedad, probablemente habrían desperdiciado la hora de comida discutiendo los caprichos de dos relojes completamente asíncronos.

      No fue sino hasta el tercer día que recordó con exactitud —más por descuido que por empeño— que sí existía una peculiaridad en los sucesos de aquel lunes de sus tormentos: al bajar del vagón se había tropezado, golpeando con un hombro la pared del andén. Aunque era algo que parecía deleznable, su mente no lo soltó en todo el viaje que hizo desde su casa, en el Rosario, hasta su oficina, en Río San Joaquín.

      Al apearse, el reloj aún parecía verosímil, pues indicaba las 8 con 53. “Tengo siete minutos para salir de dudas”, pensó y, procurando no parecer demasiado chiflado, estudió la pared con detenimiento. No fue difícil encontrar el sitio exacto, pues coincidía con el filo de un anuncio comercial. Y aunque su reflejo en el plástico del anuncio le hacía más evidente su mínima cordura, no separó sus manos de la lisa superficie de la pared. Una obsesión de tres días se había adueñado de su voluntad.

      Presionó, primero con suavidad, después con firmeza, el área donde estaba seguro de que había golpeado con el hombro. Y miraba el reloj, que avanzaba inexorablemente. “¿Qué demonios estoy haciendo?” se dijo como una letanía, sólo para cambiar a otra cavilación menos parecida: “A menos que haya sido el golpe…” Así que comenzó a golpear sutilmente con el hombro la sección de pared que más le parecía conveniente.

      —¿Se puede saber qué está haciendo?

      Mientras atravesaba la calle no dejó de maldecir su suerte pues, no sólo había perdido quince minutos (seis o siete en su análisis de paredes y ocho o nueve quitándose de encima al policía) sino que de veras le preocupaba estarse volviendo esquizofrénico. Así que se decidió a fumar —después de siete meses de no hacerlo— por si las dudas.

      Una mañana verdaderamente atareada le devolvió la paz mental y comprendió que una estúpida media hora no valía tanto trabajo y preocupación. Las cervezas de la tarde

      y los senos de Lupita le hicieron recordar quién era y cuál era el verdadero significado de su existencia, así que no se arredró más y sepultó el asunto de una vez por todas. O por lo menos, hasta el siguiente mes. Pues teniendo ya siete reportes de impuntualidad, el octavo hubiese significado, por fuerza, una cesantía. Y considerando que no le convenía jugar más con su suerte —su compadre de recursos humanos le había aceptado una carta de pasante como título profesional, su jefe había hecho la vista gorda con un par de errores garrafales en reportes mal entregados a la dirección y otros etcéteras— pensó seriamente en la posibilidad de tomar un taxi y no el metro para no tentar al destino.

      El tráfico lo decidió todo. No obstante, ya arriba del convoy no dejó de acariciar la idea y por momentos se sentía desnudo ante sus chifladuras; creía que se le notaban en la cara y los otros pasajeros reían interiormente ante tales desatinos. “Pero no pierdo nada con probar”, fue lo último que se dijo.

      Así, ante el andén vacío (esperó a que se marcharan el tren y los apresurados burócratas que se habían bajado), decidió jugarse el todo por el todo. Un golpe certero en el sitio que un mes antes había estudiado y el milagroso rebote. El reloj, efectivamente, marcaba las 8 con 34 minutos.

      El asombro se transformó en un júbilo infantil. Salió a la calle casi corriendo abrumado por su travesura y no detuvo su correr en tres cuadras por lo menos. Tenía la peculiar sensación de haber deshecho algo, de haberle roto una pata a alguna incomprensible estructura. Se sentó en la banca de una parada de autobús, para aprovechar que el techo de ésta lo cubriera de la mirada de Dios. El sudor le manchaba el cuello de la camisa. Y el reloj marcaba las 8 con 40.

      Desde luego que el suceso era demasiado aun para él que no tenía más ambiciones en la vida que una promoción a subgerente. Lo primero en que reparó fue que el fenómeno no significaba regresar media hora en el tiempo (como creyó al principio), sino volver a las 8 con 34. Es decir que, según le indicaban sus pensamientos, no importaba el instante en que se produjera el fenómeno, éste siempre retornaría a las 8 con 34. Lo malo fue que, al entrar a la oficina, pudo darse cuenta de una particularidad bastante difícil de menospreciar: el calendario marcaba lunes, en vez de viernes.

      Sintió náuseas y entró al baño a lavarse la cara. Ahí se derrumbó su aplomo. Al secar su rostro frente al espejo, recordó un detalle: él estaba seguro de haberse puesto el traje gris en la mañana, y ahora llevaba puesto el azul. Un escalofrío le nació en la espalda y se le depositó como un sabor amargo en la base de la lengua. Algo se había roto, sin lugar a dudas.

      Cuando se sentó en su escritorio comprendió perfectamente lo que estaba pasando: en efecto, era lunes. Lunes 17 de abril. Era el mismo lunes en el cual le había ocurrido el fenómeno por primera vez. Gerardo llevaba la misma camisa a cuadros, Rosita el mismo vestido… todo parecía coincidir (y se despreció a sí mismo por mostrar, de pronto, tales cualidades de memoria privilegiada). Ahí estaban, sobre su escritorio, las notas pendientes de la cuenta