los ferraris y las rubias, los castillos y los yates. También pensó (y esto sí lo hizo estremecer un poco) en la terrible abertura hacia la inmortalidad que vislumbraba; podría dejarse envejecer hasta los ochenta años y siempre tendría posibilidad de retornar a ese feliz 17 de abril de 1995. La idea del hueco en la continuidad del tiempo era algo que verdaderamente lo superaba, pero trató de no amilanarse.
Por otro lado (y ésta fue la peor revelación, según pensó después), había que admitir que la media hora que pensó ganar en un principio, en realidad se había transformado en una pérdida de un mes —días más, días menos—. Los pendientes de Seromex que ya había trabajado, se habían extraviado en ese pozo tan fascinante como incomprensible. Y el solo hecho de pensar que tenía que “repetirlos” le conminó a despreciar la eternidad ganada. Decidió que el precio era demasiado alto.
Cuando dieron las tres de la tarde y tocó a la puerta de Lupita, “recordó” (qué poca validez tenían ciertas palabras en el nuevo contexto) la reacción de ella al mencionarle el incidente y optó mejor por callarlo. Al abrir la puerta, vislumbró levemente otra singularidad del nuevo terreno temporal que estaba pisando. Un aroma extraño inundaba el ambiente; un aroma dulzón, como de mole poblano.
—¿Qué estás cocinando? —le preguntó casi con distracción.
—Mole. ¿No vas a querer, o qué?
Fue hasta que abandonaron la almohada, que aquello que no le permitió desempeñarse tan bien en el sexo como hubiese querido, le brincó a la mente.
—Picadillo.
—¿Cómo dices?
Estaba seguro de que en aquel lejano 17 de abril de su atribulada memoria habían comido picadillo. Esa insignificancia le ensombreció la mirada.
—¿Qué te pasa, eh?
—Nada. No es nada.
Antes de las ocho de la noche ya había logrado dilucidar todo el panorama, y no le era tan gratificante. Cuando en un principio creía que él era el único que podía trastornar el paso de los eventos, ahora se daba cuenta de que no era así. Para la tarde, las cosas ya habían seguido un curso ligeramente distinto al que él —fatalmente— recordaba. A las cinco recibió una llamada de su madre que no ocupaba sitio alguno en sus recuerdos; a las siete y cuarto, un ejecutivo resbaló por las escaleras y se luxó un tobillo. Sucesos, ambos, lo suficientemente notables como para que los hubiese dejado caer en el olvido si en realidad hubiesen ocurrido.
Cuando se disponía a regresar a su casa, en vez de utilizar el transporte a Chapultepec, como siempre hacía, cambió su curso y se dirigió al metro. El corazón se le depositó en las sienes nuevamente.
El sitio, tan inofensivo a la vista, resultaba aterrador para su espíritu. Aterrador y atractivo. “Como todos los vehículos del Diablo”, dijo en un susurro. Se acercó, y ya frente a él, pensó en la posibilidad de volver sobre sus pasos en ese ciclo infinito de diecisietes de abril: “Mejor ahora, que no estoy tan lejos del principio y no después que tenga una vida hecha”.
Un instante después y las 8 con 34 delineaban una sonrisa mefistofélica en el reloj del andén. Los pendientes de Seromex le clavaron los colmillos en la vesícula.
En esta ocasión no corrió. Caminó al puesto de jugos y pidió una polla tres coronas con toda la tranquilidad del mundo. Mientras pagaba, una certeza le erosionó el alma. Comprendió que ese mismo individuo al que ahora le extendía un billete podría ser asesinado por sus propias manos y, no obstante, ser reanimado mediante un golpe de hombro en un lugar específico de la estación del metro San Joaquín. Todo le pareció entonces tan fútil, tan carente de significado, que le volvió la náusea del “día anterior”. Le resultaba increíble reflexionar sobre el hecho de que no estaba cansado en lo absoluto, si había abandonado la otra estadía a las ocho de la noche. “Todo se restablece en el mismo punto. Todo”. Miró sus ojos en una jarra de vidrio con fresas. “O casi todo”, corrigió.
Se dio cuenta de que la única persona que no podría volver si fuese muerto, sería él. Todos los demás ahí estaban y estarían, por los siglos de los siglos, mientras existiera esa ruptura temporal en el filo del anuncio. Él, que ahora se adivinaba omnipotente, tenía la facultad de destruir el mundo a placer y poderlo reconstruir en un instante. El tiempo se le figuró una fantasía demasiado vulgar y acabó su bebida de un sorbo casi continuo.
Para las tres de la tarde, era la tercera vez que vivía el instante, por lo que se acobardó y no fue a casa de Lupita. La visita de un cliente inesperado en la mañana le obligó a pensar que seguramente su amante le tendría pescado para comer. En vez del sexo cotidiano, se aprestó para comer una torta y visitar nuevamente su averno particular. El sitio era tan callado que repugnaba. Esta ocasión ni siquiera lo pensó, la decisión fue prácticamente inmediata.
La sensación de malestar que le había producido la premura con que comió la torta se desvaneció en seguida. El sudor de media mañana no estaba más ahí. No había todavía despertado de la entrada a la nueva fase cuando una nostalgia desmesurada hizo presa de su ánimo. Le dolió lamentar no haber vivido lo que había vivido; o haber vivido lo que no había vivido. Los ojos amenazaron con anegarse en lágrimas. ¿Por qué, si todo regresaba al estado original, no ocurría así con su mente? Y a la vez, admitía el placer que le causaba este privilegio. Por ello había regresado tres veces: porque la fuerza gravitacional de ese espacio le era imposible de rechazar.
El reloj cambió a 8 con 35. Sintió una paz inmensa y abandonó el lugar para vivir, sin meditarlo demasiado, una de las múltiples derivaciones en que se ramifica el tiempo en un punto exacto. Fue a sentarse a la banca del parque y se instaló en uno de sus clichés predilectos, ofreciendo a las palomas un poco de migas de galleta. A las nueve y media decidió no ir a trabajar y esperar una matiné en algún cine del centro. Al salir del cine, extrañó a sus hijos, que nunca conocería; y echó de menos a su esposa, ésa que no había llegado y que ya jamás vendría.
8 con 34.
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