ellos le pagaron a Juan Cóatl o a otro de los hombres búho para que entrara a una de las cuevas para llamar a los males que no se curan. El nombre del que me hechizó jamás lo sabré, la amenaza de los latigazos y la certeza de que serán rapados por los verdugos de los frailes bastan para silenciar sus señas. Ninguno quiere perder el remolino de la cabeza; sin él, una de sus almas se escaparía de su cuerpo.
Ellos me hechizaron, yo sólo espero el final.
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Todavía puedo gritar para que llamen al cura que puede trazar la cruz en mi frente después de que escuche mis pecados y sienta el sabor de mi arrepentimiento. Sus dedos aceitosos me tocarían para alejarme de la sangre y los dioses que se mueren conmigo. Gracias a él, la eternidad que me esperaría nada tendría que ver con las sombras del Mictlán o con el camino que me llevará a ninguna parte. Mi destino —si ese Dios así lo dispone— podría transcurrir en un lugar luminoso donde los cuerpos sienten las caricias de las nubes y olvidan los martirios de este mundo. La confesión tal vez podría salvarme del Infierno. Si el ensotanado me perdona, los ángeles vestidos de negro no podrán colgarme de la lengua para torturar mi cuerpo y penetrarme con sus miembros helados hasta que el tiempo se acabe. Su Dios es testigo de que tampoco me colgarían de cabeza sobre un lago de lodo ardiente, que las nubes de gusanos oscuros jamás se verían sobre mí, que no tendré que masticarme los labios hasta que mis dientes se queden pelones y que, al final, mis ojos no serán cegados con hierros ardientes.
Pero eso ya no tiene caso, llamar al cura no tiene sentido. No tengo nada de que arrepentirme. Sobreviví y avancé por el mundo sin que nadie pudiera detenerme. Los hombres no pudieron matarme y la selva tampoco emponzoñó mi cuerpo con el veneno de la verde locura mientras estuve en las Hibueras. Hice lo que tenía que hacer y ninguno de mis actos me pesa ni ensombrece mis almas, el silencio que guardé tras la muerte de Catalina Xuárez fue necesario. Don Hernando quería vivir como tlatoani y nadie podía evitarlo. El ardor de mi carne profanada tampoco me quema el espíritu. Además, el Crucificado es mudo y sus oídos están cerrados. Por más que acaricie las negras cuentas del rosario y murmure las palabras incomprensibles, su madre no le dará mis recados. La Rosa Mística, la Reina de los Profetas y la Casa de Oro tienen la lengua mocha.
El Cristo no me quiere, a él le importo menos que una semilla de huautli. Delante de él soy un bledo. Pero siempre existen otros caminos, si la fuerza no me faltara, aún podría buscar entre lo escondido hasta hallar el espejo oscuro y mirar mi rostro empañado, mis ojos que pierden la luz a cada instante, mi piel que deja ver el anuncio de la muerte. Y ahí, delante de la obsidiana pulida, aún podría invocar a los dioses caídos para rogarles clemencia. Una espina de maguey sería suficiente para cambiar mi destino, para desandar el camino que se inició el día que me mojaron la cabeza para darme un nombre ajeno antes de que Portocarrero me penetrara.
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Estoy delante del sendero que se abre y no puedo decidirme. Estoy partida, rajada. No soy de aquí, tampoco soy del otro lado del mar. Yo soy la que camina sobre la muralla y no pertenece a ningún pueblo. En este momento ya ni siquiera puedo saber cuál es mi nombre: soy el olvido, soy la Marina, soy la Malinche, soy Malinalli; también soy la puta y la doña, la lengua y la sobreviviente, la que todo lo puede y la que siempre termina derrotada. Yo soy la que tuvo dos cuerpos con un solo nombre: los enemigos de todos y los aliados convirtieron a don Hernando en parte de mi carne. Él y yo éramos Malinche, el ser doble que era palabra y espada.
Mi nombre primero está olvidado para siempre y sus letras se me borraron de la cabeza.
Lo único que sé es que mi cuerpo no será entregado a las llamas cuando huela a podrido. Después de una noche terminarán metiéndolo en una caja antes de enterrarlo envuelto en una sábana donde los colores estarán ausentes. Cada clavo de mi ataúd me alejará de la fertilidad, cada una de sus tablas impedirá que alimente las semillas que renacerán hasta que el tiempo se acabe y los terremotos destruyan el mundo. El petate no será mi cobijo, las mantas que usaban los grandes señores tampoco arroparán mi cadáver.
Ellos me enterrarán como a una cualquiera, y sobre mi tumba —si es que me queda algo de suerte— alguien labrará mi último nombre en una piedra: ya no seré Malinalli y mi recuerdo no podrá evocar el dibujo de la hierba trenzada, del día funesto en que nacen los que serán desdichados, los que están condenados al adulterio y que son dueños de la peor de las venturas. Tal vez sólo seré Marina y nada quedará de mi pasado. La comedora de cadáveres y la paridora de los que nacen a la nueva vida jamás se alimentarán de mi cuerpo.
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La muerte está cerca, las imágenes regresan sin que pueda detenerlas. El vientre me quema como si me hubiera tragado unos tizones. Ahí, debajo de mi ombligo, se anidó el mal que devora las tripas que parieron a Martín, el hijo que se fue lejos y que sólo volverá con los ojos cambiados después de que haya aprendido a curvar el lomo delante del soberano que vive donde se acaban las grandes aguas. Él, según me contaron, fue bendecido por el Papa con tal de que su padre le llenara las orejas de historias. Don Hernando estaba metido en las palabras de los frailes de ásperas sotanas, esos curas no se cansaban de repetir que él era el nuevo Moisés, el hombre que le había arrebatado al Coludo a miles de seres para llevarlos a la Gloria. María, la hija que me hizo Juan Jaramillo, también tiene trazado su destino: se casará con un teul y su padre pagará la dote que tratará de blanquearle la piel a sus nietos.
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Las dentelladas ardientes me desgarran poco a poco. El dolor era lo único que podía obligarme a que los recuerdos se adueñaran de mi cabeza. Las imágenes de mis hombres nacen de cada una de sus rasgaduras. Mi dueño en Putunchán y los chontales que me vendieron por unos cuantos granos de cacao, el hombre que montaba a mi madre como si fuera una perra, el fugaz Portocarrero, don Hernando y mi marido que se hace cruces en el Ayuntamiento brotaron de mis dolencias. Ellos están aquí para recordarme que apenas fueron tripas enhiestas o mocos de guajolote que trataban de disimular su flacidez a fuerza de golpes y borracheras que intentaban matar los males que les carcomían el espíritu.
Hoy, mientras la oscuridad me lame, nuestros caminos vuelven a cruzarse sin que ninguno lo deseara. A pesar de lo que eran, muchos de ellos murieron de la misma manera como yo terminaré mis días: lejos de la gloria y con la eternidad a cuestas. Al final, todos vagaremos por la oscuridad sin llegar a nuestro destino, el Mictlán nos cerrará las puertas y el Crucificado nos repudiará por los pecados que nos manchan las almas.
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Morimos sin gloria y nuestro destino estará marcado por la ausencia de lágrimas. Cuando me entierren, la gente no se negará a comer, tampoco dejará de lavarse la cara para después de ochenta días rasparse el rostro y guardar las costras de mugre. Las gotas saladas que entreguen sus ojos no serán conservadas en los algodones y los papeles que se convertirían en el humo que alimenta a los dioses. Mi muerte sólo será olvido y silencio. Apenas algunos de los derrotados podrán reconocer mi tumba y escupir sobre ella. Mi voz era más poderosa que las masas de los tlaxcaltecas y las flechas de los huejotzingas. Sus palabras derrumbaban las murallas, abrían los caminos y cerraban las alianzas que derrotaron a Montezuma.
Nadie llorará por mí. Mis hombres y yo morimos como si fuéramos menos que los miserables que caminan con la mirada clavada en el piso y el miedo pegado en el espinazo. Nuestros cuerpos no tendrán una cuenta de piedra verde en la boca y nadie flechará a un perro en el cogote para que nos acompañe al más allá. Nosotros no podremos enfrentar las pruebas para llegar al otro mundo: las grandes montañas que se estrellan, los vientos que cortan como navajas, el inmenso río que sólo puede atravesarse en el lomo de un xoloitzcuintle, el lugar donde la gente es herida por las saetas y los sitios donde se comen los corazones de los muertos nunca serán tocados por nuestras plantas. A lo más, nosotros sentiremos el mismo frío que se llevó a la gente mientras avanzábamos hacia Tlaxcallan. Mis hombres y yo vagaremos en la nada, seremos los fantasmas que se invocan para espantar a los cobardes. Ninguno de nosotros podrá entregarle a los dioses los bienes que nos abrirían las puertas del que debería ser nuestro destino. Todos llegaremos desnudos y con las manos vacías al lugar de los que nunca vuelven. Los amos de todas las cosas nos mirarán con desprecio mientras devoran el guisado de pinacates y el atole de pus que sus