José Luis Trueba Lara

Malinche


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nuestras almas quedarán condenadas a vagar para siempre, a mostrarse en los cruces de los caminos o en las esquinas de los pueblos que nadie conoce. Sólo seremos espectros que suplicarán compasión sin que la gente se dé cuenta de nuestro dolor.

      Y yo, de tanto estar acostada, me transformaré en una sábana, en un fantasma que muchos confundirán con la Cihuacóatl, con la llorona que aterrorizó a los mexicas cuando anunció la llegada de los teules.

      II

      No lo sé. Aunque el Descarnado me lame no puedo saberlo. Los dioses casi enceguecieron una parte de mi memoria, pero eso no importa: el pasado siempre puede inventarse. Si los mexicas quemaban sus libros para reescribir su historia yo puedo hacer lo mismo. La fiebre es la única aliada que sigue a mi lado. Yo quiero creer que lo primero que vieron mis ojos fue el río que pasaba delante de mi casa. Su corriente era mansa y no se llevaba lo nuestro cuando los tlaloques quebraban a garrotazos las ollas que guardaban la lluvia. San Isidro, si es que de a deveras existe, también se apiadaba de nosotros alejando las aguas en el momento preciso. Aunque ningún cura me crea, a él no había que rezarle para que el Sol se asomara y las nubes se fueran para otro lado junto con las serpientes y los caimanes que cazaban a los pájaros rosados que se sostenían en una de sus patas. En esos días todavía teníamos suerte, los amos de todas las cosas nos querían y aún no nos levantaban la canasta para condenarnos a ser lo que somos.

      Allá, en el pueblo que perdió su nombre para siempre, el aire olía a limpio y a hierba húmeda. Nunca se te metía en las narices como la garra que te despedaza con la pestilencia del horror. Nada se olisqueaba como las natas resbalosas que cubren el empedrado de las ciudades que brotan de los templos destruidos o como la peste que manaba de los altares donde los sacerdotes le entregaban los corazones a los dioses. La sangre que llamaba a las moscas verdosas no alcanzaba a olfatearse en el lugar que estaba en el ombligo de la nada. El aroma de mi pueblo no era como la sobaquina de los españoles y su gente tampoco tenía los dientes podridos. La mierda aún no se nos pegaba a la piel.

      *

      Aunque Bernal insistiera en mirarme como si fuera una princesa, los míos no eran tan grandes como lo querían sus palabras y los cuentos que le revoloteaban en la sesera. Él leía de más y eso sólo llamaba a la locura que nunca da tregua ni necesita a la Luna para retorcer los pensamientos. Los seres que los teules invocan con sus garabatos se te pueden meter en las almas y convencerte de que eres igual a ellos. Dios sabe que Bernal tenía el seso blando por andar creyendo en las palabras que no eran suyas. Él no era Amadís, tampoco se parecía a Florambel ni a los jinetes que mataban dragones. Esos nombres eran tan inciertos como las mezquitas que los blancos ansiaban mirar en nuestros templos. La verdad es otra: el hombre que montaba a mi madre apenas era una cabeza de ratón, un principal de muy poca monta que debía arrodillarse para sentir en sus labios los huaraches rajados de los señores que apenas se notaban en los libros pintados de Montezuma. Él no tenía que sentir la tierra con sus dedos y llevárselos a la boca, tampoco debía bajar la mirada para que la imagen del Tlatoani no le achicharrara los ojos; siempre tenía que hacer algo peor, algo más vergonzoso que le emponzoñaba las almas.

      Yo no vivía en un palacio. Mi casa, a lo más, era un cuarto grande con las paredes tiznadas por el humo que nacía de las ramas apenas secas que nos regalaba el fuego. Las tres piedras que detenían el comal eran el centro de nuestro universo. A su lado estaban el metate y la mano poderosa del molcajete, la olla grande en la que se remojaban los granos y la jícara donde reposaba la cal que podía chamuscarte de tan viva. Los frijoles y los dientes de los elotes se guardaban en una cesta. De los horcones que sostenían el techo pendían las ristras de chiles que abandonaban el verde para volverse colorados y secos por el calor de la lumbre que jamás los acariciaba por completo. Ni siquiera nuestras ollas eran muchas, apenas eran unos cuantos cacharros ennegrecidos, y las jícaras que teníamos apenas se adornaban con las figuras que el caldo de los frijoles y el uso les dibujaban. La mía apenas se adivinaba por las marcas de mis dedos, ellos impusieron sus huellas oscuras a la blancura del guaje que nunca sintió las pinturas.

      En las paredes donde se asomaban las ramas que surgían como las manos de las tumbas, estaban recargados los petates que se desenredaban cuando llegaba la noche, y al fondo, casi ocultas de las miradas, estaban las petacas donde guardábamos los telares, los hilos recién cardados y los husos que brillaban de tanto que los sobábamos. Nuestra vida casi era idéntica a la de los miserables a los que insultaba mi padre cuando no le entregaban lo que necesitaba tributar.

      Bernal mentía, sus ganas de adornarse y conseguir oídos para sus palabras eran más poderosas que la verdad. Nosotros apenas éramos algo y nuestras vidas valían tantito menos que nada. Juro por el Crucificado que no éramos gran cosa. La distancia que nos separaba de los verdaderos poderosos era inmensa, más grande que el mar que nos aleja del rey de Castilla y los aires que nos separan del Cielo. Cualquiera que viera a las mujeres de la casa se daría cuenta de la verdad de mis palabras, sus enredos casi eran lisos y su tela recibía la caricia del labrado que apenas podía distinguirnos de los demás muertos de hambre que vivían en el caserío.

      Muy pocos de nuestros huipiles eran de algodón, la mayoría se tejían con las fibras que nacen de las pencas más grandes y más duras de los magueyes. Las más suaves eran para la mujer principal, al resto nos tocaban las tiesas, las que tenían que domarse con el uso, las aguas y las raíces que les restregábamos hasta que brotaba espuma. La sangre de los caracoles y las cochinillas también estaban más allá de nuestras manos; cuando la sentíamos, sus colores se escapaban sin que pudiéramos detenerlos. Las marcas que nos dejaban en las palmas eran el recuerdo de la pobreza. Nuestros hilos siempre eran amarillentos, y los que le entregábamos a los mandamases emborrachaban la mirada. En nuestros lienzos tampoco se entretejían las piedras verdes, y las pequeñas cuentas que tintineaban al caminar eran inexistentes.

      Si es que la suerte nos sonreía, el único chalchihuite que podría tocar nuestro cuerpo llegaría en el momento en que la muerte nos alcanzara. Ahí, adentro de nuestra boca, los vivos pondrían una cuenta apenas resplandeciente y nunca tersa. Y, aunque las aves sobraban en las cercanías, las plumas de todos colores brillaban por su ausencia en nuestra ropa y nuestra cabeza. Ninguna nos pertenecía, todas tenían que entregarse para que las armas no llegaran al pueblo a cobrar lo que nunca podría pagarse.

      Valía más que así fuera.

      Las riquezas eran de ellos, la pobreza sólo era nuestra.

      Ellos eran una sombra y nosotros éramos las almas que se hacían chiquitas para esconderse en los rincones como los ratones que se mueren a palos.

      *

      Cuando nací, las grandes ceremonias jamás ocurrieron. Ninguno de los mandamases de Xicalanco se esperó a que los adivinos determinaran una fecha para mostrarme a la gente, los que algo tenían en mi pueblo apenas alzaron los hombros con desgano. El signo del día en que me echaron al mundo era lo de menos, sólo los malditos estaban prohibidos: el del conejo no se quedó en mi nombre, pero el de la hierba trenzada terminó por alcanzarme sin que lo buscara ni lo mereciera. Después de que me regalaron a don Hernando, sus aliados me lo pusieron y yo no puede negarme al destino que me anunciaba.

      Los señorones que vivían más allá del río tampoco tenían curiosidad de mirarme. ¿A quién podría importarle que me parieran?, ¿a quién se le espantaría el sueño por el nacimiento de la hija de alguien que estaba lejos del poder y que se escondía cuando las armas se mostraban para desafiar la luz con el brillo de sus filos? A nadie, absolutamente a nadie. Yo no era como Montezuma ni como los hijos de los grandes señores que se aliaron a don Hernando para hacerle la guerra a los mexicas.

      Al final, las únicas que se acercaron a la casa fueron las mujeres del pueblo. Ellas querían verme, les urgía revisarme la cara y la piel para encontrar las señales del parecido y darle gusto a las voces que a nada llevaban y que todo lo ensuciaban. Un lunar de más o uno de menos eran suficientes para que la lengua se les desbocara y su saliva se convirtiera en ponzoña.

      ¿De que servía si mi rostro recordaba al de mi madre?, ¿qué caso tenía saber que las marcas de mi padre no se adivinaban en la forma de mis ojos? Yo era una cualquiera, una cuenta más en el rosario de hijos.

      Si