Varias Autoras

E-Pack Bianca y deseo agosto 2020


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más. Aquel era su último viaje en su yate, el Black Diamond, antes de dejar de ser libre. Lo último que necesitaba era una complicación en forma de una joven descarada con una serie interminable de preguntas. Sin duda el sexo aliviaría sus tensiones, pero su elección habitual sería una mujer más mayor y experimentada que sabía lo que hacía, no una chica ingenua que recorría Europa de mochilera.

      –¡Agua! ¡Por fin! –exclamó ella con aire teatral cuando él le pasó el vaso.

      Cuando ella lo tomó, sus cuerpos se rozaron, lo que provocó un estallido del que ella pareció no darse cuenta, mientras que la entrepierna de él se tensó hasta el punto del dolor.

      –Gracias –musitó ella, con una exhalación agradecida, tras beberse el contenido del vaso.

      –¿Necesitas más? –adivino él.

      –Me has leído el pensamiento. Pero no te preocupes, ya lo hago yo –le aseguró ella.

      –Adelante –la invitó él, apartándose.

      Cuando se había apretado contra él, había tenido una pista sobre el cuerpo de ella bajo aquella ropa gastada. Su adorada nonna, la princesa Aurelia, habría dicho que aquella joven estaba «bien hecha». Aunque era pequeña, como la abuela de él, al menos una cabeza más bajita que todos los demás del bar, lo que indicaba que sus repetidos intentos por llamar la atención del barman eran un estrepitoso fracaso.

      –Está bien –admitió ella al fin–. Parece que no tengo más remedio que volver a pedirte el favor. Consíguemelo –dijo–. Yo animaré desde el lateral del campo, todo lo que sea posible con una garganta que parece papel de lija.

      Su voz era inconfundiblemente británica, y su boca extremadamente sexy. Un arco de Cupido casi perfecto, que, cuando se elevaba en las comisuras, hacía aparecer hoyuelos en las mejillas.

      –Date prisa –suplicó, sujetándose la garganta como si fuera la protagonista de una obra de teatro de su barrio–. ¿No ves que estoy desesperada?

      –Deberías trabajar en el teatro –comentó él con sequedad.

      –Sí, limpiándolo –asintió ella.

      Que ella le hiciera reír, en un día en el que la risa había parecido imposible, mostraba que no era precisamente un muermo de mujer. Allí, en aquel reducto de ricos y famosos, donde las etiquetas no solo contaban sino que eran obligatorias, y donde nadie osaría aparecer dos veces con la misma ropa de diseño, ella estaba tan tranquila como una princesa, y mucho más divertida, al menos comparada con los miembros del consejo real de él. También podía crear muchos más problemas, o eso pensó cuando volvía de la barra. La había visto fruncir los labios con desaprobación al ver que lo servían antes que a los demás.

      –No te he pedido que te saltaras la cola –lo regañó con una sonrisa.

      –No lo he hecho. El barman es muy eficiente.

      –Está bien. Pues gracias. Me has hecho un gran favor.

      –Te he traído dos vasos de agua –señaló él, devolviéndola a la tierra–. Tampoco es como para que te arrodilles a mis pies.

      –No tendrás esa suerte –le aseguró ella–. Por otra parte, a veces solo se necesita un vaso de agua. ¿Conoces a todo el mundo aquí? –preguntó, cuando terminó de beber.

      –No. ¿Por qué?

      –Porque todos te miran.

      –A lo mejor te miran a ti –musitó él. Se volvió y todos apartaron la vista. La sofisticada clientela fingía no haberlo visto.

      –Mmm –musitó ella, pensativa–. No lo creo –terminó el segundo vaso en un tiempo récord–. Estoy muy fuera de mi ambiente. Pero –añadió con un suspiro de alivio cuando dejó el vaso vacío en una mesa– ahora me tienes a mí para protegerte.

      –¿Eso es una broma? –preguntó él.

      –Tómalo como quieras –repuso ella–. Pero mi sugerencia es que no les hagas caso.

      Él sospechaba que el pelo rojo era un buen indicador de temperamento fuerte, y adivinó que ella podía ser un pequeño terrier si la ponían a prueba.

      –Bueno –añadió ella, casi sin detenerse a respirar–. ¿Me vas a decir quién eres? Me refiero a aparte de ser el único de aquí tan mal vestido como yo.

      No se podía negar que ambos parecían completamente indiferentes a la etiqueta. Como mínimo, se esperaba que los clientes se sacudieran la arena del cuerpo antes de sentarse a comer, pero ¿quién cuestionaba a la realeza? Y ella estaba con él.

      –Mi nombre es Luca –dijo él–. ¿Y el tuyo?

      –Antes de llegar a eso –ella sonrió con picardía–, quiero saber cómo has conseguido que no te echen de aquí cuando tienes pinta de acabar de salir del mar.

      –Eso es exactamente lo que he hecho.

      –Está bien. En ese caso, yo creo que es porque, aunque unieran sus fuerzas los empleados y los de seguridad, no podrían contigo.

      –¿Más cumplidos? –preguntó él con sequedad.

      Ella apretó los labios y sonrió.

      –Disculpa. Pero todavía no me has dicho cómo lo has conseguido.

      –¿No puede ser que les caiga bien y hagan una excepción conmigo?

      –Sí, y a lo mejor los cerdos pueden volar –replicó ella–. El maître parece un sargento mayor y no creo que se le escape mucha gente. O eres un hombre respetado o temido. ¿Cuál de las dos, Luca?

      «Probablemente un poco de cada», pensó él.

      –He estado aquí antes –admitió.

      –¿Eres tripulante de uno de esos bloques de oficinas flotantes?

      Luca siguió la mirada de ella hasta la hilera de superyates relucientes atracados en el muelle y negó con la cabeza.

      –No eres tripulante –reflexionó ella–. Y todo el mundo parece conocerte, o sea que, o eres el cerebro criminal de la zona o un millonario fabulosamente rico disfrazado de pobre.

      Él enarcó una ceja.

      –Imagino que podría interpretar cualquiera de esos papeles.

      –Seguro que sí –asintió ella–. Pero no conmigo.

      –¿Se te ha ocurrido pensar que puede que te miren a ti?

      –¿A mí? –resopló ella–. No encajo aquí. Aparte de algunas miradas de desaprobación al entrar, nadie me ha vuelto a mirar.

      –Tu fabuloso pelo puede provocar comentarios.

      –¡Vaya, gracias! Muy amable.

      –¿Te he hecho un cumplido sin querer? –se burló él.

      Ella sonrió un poco y prosiguió con el interrogatorio.

      –Definitivamente, no es a mí a quien miran. Ahora que he saciado la sed, ya no parezco desesperada y no hay nada que sugiera que mi presencia aquí tiene algo de misterioso, o que busco refugio en este templo del exceso de acero y cristal.

      «¿Refugio?»

      –¿Huyes de algo? –preguntó él.

      En lugar de responder, ella se salió por la tangente.

      –El problema con Saint-Tropez es que engaña mucho. No había estado aquí nunca y, al llegar, me costaba creer que la ciudad retuviera el encanto del pueblo de pescadores original. ¡Hay tanta abundancia de megayates y coches caros! Pero las dos cosas coexisten bien. Burguesía francesa y riqueza ostentosa.

      –¿No te gusta?

      –Claro que sí. El contraste es lo que hace que Saint-Tropez resulte tan especial y divertido. Pero no cambies de tema. Estamos hablando de ti.