Javier Moreno

Null Island


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la piscina en una de esas calderas donde penan los condenados del infierno. Para volverse loca. Y yo te entendería. Te contaría la historia de un hombre que monta un mueble de IKEA y durante la noche da vueltas en la cama incapaz de conciliar el sueño porque sabe que algo ha ido mal, alguno de los pasos del montaje, y entonces se levanta sigilosamente de madrugada intentando no despertar a su familia y revisa las instrucciones con una linterna y consigue enmendar el error y regresa a la cama al fin tranquilo, en paz con el dios del bricolaje. Te reirías y eso me haría feliz. Quiero saber más de ese hombre, me dirías. Y te respondería que su historia es triste. No más que la mía, diría. Y me hablaría de esos días en los que nadie responde a su estado de Facebook y entonces realiza una compra, un vino, un libro que ni siquiera le interesa demasiado y aguarda impaciente la llegada del mensaje de confirmación para sentir, por primera vez durante ese día, que no está sola en el mundo. Qué locura tan contemporánea, le respondería. Piensa en una playa convexa, le diría, una playa que fuese como la proa de un barco adentrándose mar adentro. Imposible, respondería. Y qué más dan las leyes de la naturaleza. Vivimos rodeados de lo imposible. Lo imposible es lo que existe. Es solo cuestión de tiempo que lo imposible devenga rutina y ruina (acaso las dos cosas acaben siendo lo mismo). El hombre camina sobre lo imposible pero respira gracias a lo posible. El sueño es la literatura de la especie hecha hardware. Antes de que supiésemos hablar o escribir, el sueño nos ponía frente a lo posible. Tenemos suerte. Solo los animales pueden conformarse con lo imposible. Para ellos (los animales) todo, de hecho, es imposible. Ahora debo marcharme. Solo puedo comparecer durante breves instantes. No es que sea un narrador omnisciente, no te confundas. Es solo que debo regresar a la realidad, a lo imposible. Porque yo, a mi pesar, también soy imposible. Es mi naturaleza. Soy yo, tu creador, quien ha de marcharse mientras tú permaneces en el paraíso de la posibilidad.

      A continuación vuelo a Benidorm y recorro la playa de Levante. Veo las sombrillas, a los bañistas tendidos sobre sus toallas (parecen cadáveres, cuerpos bronceados a los que sorprendió un apocalipsis repentino), a los niños que construyen castillos de arena. Veo a un joven que mira hacia arriba. Escruta el cielo. Observa una gaviota o tal vez intuye que alguien le vigila. Soy yo (saludo). Imagino las primeras filas ocupadas por ancianos, como si el mar fuese una metáfora oscura de la muerte y ellos aguardasen ahí su turno. Imagino la línea multicolor que forman dichas sombrillas, recorriendo los miles de kilómetros de costa de la península, desde Girona hasta Euskadi. Esa línea forma parte de una topología del deseo. Ese disputado primer metro de playa que lamen las olas, como un río sembrado de pepitas de oro. Imagino que todos esos sexagenarios constituyen una línea de protección, que si no fuese por ellos el mar invadiría la tierra, asolaría la Torre de Hércules, La Manga del Mar Menor, Las Ramblas, La Gran Vía, La Giralda, la meseta castellana y ese fastuoso vacío que es Soria, incluido el olmo machadiano; que son ellos los que nos protegen y nos guardan de la furia del mar. En efecto, todas esas sombrillas coloridas son las células de la piel (frágil y ulcerosa) de un cuerpo que semeja una piel extendida de toro. Un cuerpo que refresca su fiebre en el mar, un cuerpo que implosionaría sin la envoltura terapéutica del mar.

playa

      Sigo imaginando que alguien, haciendo uso de Google Earth, descubre una extraña mancha en un parque. La amplía y descubre que es un hombre tumbado sobre el césped. Junto a él puede ver un charco de sangre. Se trata por tanto de un cadáver. A unos pocos metros se divisa la figura de otro hombre, a punto de desaparecer entre los árboles. Probablemente su asesino. No lejos de la escena hay un parque infantil. Los niños juegan, ajenos al suceso que acaba de ocurrir. Solo la imagen del satélite ha sido capaz de capturar el crimen.

      Las cámaras pueden ver cosas que el ojo humano no es capaz de percibir. La lente de la cámara es la metáfora favorita con la que Lacan gustaba de referirse al gran Otro. Esa es la idea que subyace en la manera de concebir el cine de Dziga Vertov. Eso es lo que Barthes llama el inconsciente óptico, la misma idea sobre la que se estructura Las babas del diablo de Cortázar (y su trasunto cinematográfico Blow Up, de Antonioni), así como el relato El velo de encaje negro de Fleur Jaeggy. Es la obsesión de Pedro en Arrebato, la película de Iván Zulueta.

      La fotógrafa-niñera Vivian Maier grabó el supermercado y el exterior de la casa donde trabajaba y vivía una mujer que fue asesinada junto a su hijo, tras leer la noticia del crimen en la sección de sucesos de un periódico. Vivian Maier actuó guiada inconscientemente por la misma idea, la de que la cámara sería capaz de delatar al culpable de aquel crimen. Es un absurdo, casi una superstición, equiparar el objetivo de una lente con la visión privilegiada de un dios. El síntoma de una religión que gana día a día nuevos adeptos. La cámara que mira, de Marcel Broodthaers, podría ser el tótem alrededor del cual ejecutamos nuestra danza de aborígenes tardomodernos.

Cámara

      A continuación busco la foto de Borges en la que el escritor aparece disfrazado con una máscara de Lobo Feroz. La encuentro sin dificultad. Borges aparenta ser un auténtico monstruo. La máscara es tan realista que quien la contempla tiene la impresión de encontrarse ante un verdadero Hombre Lobo. Un Hombre Lobo vestido con traje y corbata, algo que lo hace todavía más desconcertante. Mi impresión es que no estoy ante Borges disfrazado de Hombre Lobo sino que esa imagen ha capturado al Hombre Lobo disfrazado de Borges, una manera de poder comerse a las caperucitas de la poesía, a los cerditos de la literatura.

      Siempre he sido reticente a disfrazarme. Podría dar mil argumentos intelectuales pero no me apetece buscar coartadas. Un exacerbado sentido del ridículo, tal vez sea eso. Aunque ahora que lo pienso, y cambiando de idea (como no soy río me doy la vuelta cuando quiero, decía una maestra de mi infancia a la que bastaría el haberme inculcado esa escueta sabiduría para recordarla con cariño), creo que no me gusta disfrazarme porque no tengo nada que ocultar de puro exhibicionista y entonces para qué calzarme una máscara si lo que conseguiría sería tan solo zafarme de la mirada de los otros, violentar mi naturaleza. Sin embargo hay algo fascinante en la máscara de Borges. La obra de Borges siempre me resultó fascinante y ahora me sorprendo dejándome engatusar por su máscara. Borges es una especie de brujo que me tiene hechizado, aun después de muerto (aunque los escritores, sobre todo los buenos, están siempre un poco muertos). Para alguien tan poco mitómano como yo resulta todo un misterio. Toda regla admite su excepción, sin embargo. Me sorprendo buscando en internet máscaras de Hombre Lobo. No una cualquiera, sino la que Borges lleva puesta en la fotografía que le hicieron en su casa de la calle Tucumán. Mi mirada se pasea por cientos de imágenes de máscaras de Hombre Lobo. Según parece la primera vez que Borges usó esa máscara fue en una fiesta de Halloween durante una residencia en Estados Unidos. Deduzco que la máscara debe de proceder de algún lugar de Norteamérica. Tras una hora de intensa búsqueda creo dar al fin con ella. El sentimiento que me embarga mientras realizo la compra online es el de euforia, sin paliativos. La compro. Estoy deseando ponerme esa máscara y sentarme a escribir y pasear por el bosque de la literatura con mi flamante máscara de Hombre Lobo para ver a quién me tropiezo, para asustarlo y, tal vez, zampármelo.

      Mientras espero a que llegue pienso en qué voy a escribir. No hablo de este preciso momento sino de ahora en adelante. Se trata de una pregunta que indaga no tanto el próximo movimiento sino la naturaleza del propio juego. Sobre personas (me respondo a mí mismo) pero, sobre todo, sobre las cosas. Se trata de ecología, de respeto por toda esa materia que nos rodea. Ya nos preocupamos bastante por las personas y los animales, pero qué ocurre con las cosas. Las acumulamos en estantes de súper y grandes almacenes como presos alineados frente a los barrotes de su celda. Las usamos como si fueran personas y las arrojamos a la basura. No es justo. No es democrático. Por qué limitarse a las personas cuando uno puede narrar el mundo en toda su multiplicidad. Este mundo no será justo ni democrático mientras no liberemos a las cosas del yugo que nosotros mismos les imponemos. Es preciso ponerlas frente a nosotros y meditar sobre ellas, revelar el potencial que esconden en su interior.

      Miro a mi alrededor, indago en la soledad del salón en busca de comprensión por parte de los objetos que me rodean. La encuentro en la mesita nazarí, en el cenicero colmado de colillas y en la diminuta telaraña