Javier Moreno

Null Island


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considerarse como una historia sino que más bien es un cajón de sastre (una frase hecha que, por cierto, carece en lo que a mí concierne de referente –nunca en mi vida intimé con un sastre hasta el punto de que me mostrara su cajón–, aunque supongo que debe ser así, que la imagen que resume la historia de mi vida debe ser algo que quede excluido de la propia historia, pues de otro modo esa imagen estaría dotada de un protagonismo inmerecido o al menos tan merecido como el resto de seres que habían transitado por ella, y todo ello haría de mi vida una paradoja en la que lo definido entraba dentro de la definición, menudo lío) donde todos los objetos en ella contenidos están dotados del mismo valor, como una de esas tiendas de chinos donde uno puede hacerse indistintamente con cualquier mercadería usando la misma moneda. Es una historia, por tanto, desprovista de acontecimientos, y es posible que los demás, aquellas personas de las que me rodeo, algo intuyan y que me guarden por tanto un prevenido rencor pues a nadie le gusta que le equiparen con un jarrón o una hoja de roble. Pero ese resquemor carece desde cualquier punto de vista de fundamento en el momento en el que yo, el narrador de mi existencia, doto de un desmesurado interés a ese jarrón o a esa hoja. El problema radica más bien en las personas y en su instinto de superioridad en relación al resto de seres (y esto incluye a las personas que no son ellos mismos), pero ese es su problema, no el mío, ni el del jarrón ni el de la hoja; y si algún asombro motiva este modo de ver las cosas es el de asistir a un acto de verdadera democracia. Pues la democracia, como todos los absolutos, asusta. A todo el mundo le apetece formar parte de ese minuto de gloria que uno se llevaría gustosamente al otro mundo y, en efecto, todos lo tuvieron, ese minuto. Lo que pasa es que ese minuto deberán compartirlo con la taza de café que llevaban en la mano o los pendientes o el vestido (ah, aquel vestido), pues en realidad ellos tampoco resultaban los exclusivos protagonistas de la escena y a veces era su voz o su torpeza o su fama (sí, a veces me dejaba encandilar por el oropel), pero de igual modo me dejaba embaucar por la insignificancia y la nadería y la frivolidad más absolutas y todo con una falta supina de criterio o más bien dejándome llevar por el único criterio de que todo en este mundo podía resultar igualmente maravilloso y desde luego excepcional, y cuando se es un auténtico demócrata con los seres, entonces uno puede dormir tranquilo. Así la insignificancia no deja de ser el polvo que levanta el jinete de la épica, la mosca posada en la pistola que aparece en escena y que nadie dispara. Tras mi conciencia se agazapa un cineasta, un documentalista franciscano especializado en la minucia que piensa que el encuadre y la producción lo son todo a la hora de lograr la gloria poética.

      Una vez vi a una gaviota atacando a un dron. Fue en la playa de Benidorm.

      Por la noche lo intentamos de nuevo, hacer el amor. Con idéntico resultado. No hablamos del tema. Tal vez ambos intuyamos (mejor dicho, confiamos) que se trata de algo pasajero, como un esguince o un grano en la mejilla. No aclares que oscurece, dicen que dicen los argentinos, esos doctorados en psicología. Luego le enseño mi máscara de Hombre Lobo. Le digo que con esa máscara me convertiré en el mejor escritor del mundo. Que la literatura es un bosque encantado y que yo he decidido desempeñar el papel de Lobo. Me cito a mí mismo y le digo que con ella me merendaré a las caperucitas de la poesía y a los cerditos de la novela. Marta se ríe sobre la cama. Me coloco la máscara y me abalanzo sobre su cuerpo desnudo. La masturbo con mis garras y escucho sus gemidos con mis orejas de lobo. Lamo su clítoris con mi palpitante lengua de lobo. Cuando llega el momento aullamos al unísono.

      El aullido es una grieta del lenguaje donde caben todas las palabras. O por donde huyen despavoridas.

      Tumbado de espaldas acaricio mi miembro inerte y descubro una protuberancia en la base del pene. Un garbanzo bajo la piel, la inquietante señal de una metamorfosis.

      REDUNDANCIAS

      Al día siguiente decido pedir cita con el urólogo. Parece fácil, pero pronto empiezo a darme cuenta de que la urología es una ciencia compleja; que el pene, ese ser proteico y polifuncional exige condignas especialidades, a cual más bizantina. Existen los urólogos, pero también los urólogos andrólogos, y yo, al parecer, tengo necesidad de lo segundo. Tras media hora de indagaciones y malentendidos, consigo una cita con un verdadero urólogo andrólogo. Una redundancia esdrújula que lo convierte en un ser casi mitológico.

      Me preparo un café, una manera de procrastinar como cualquier otra. Llamo a Bruno. Necesito hablar con alguien de mi problema y Bruno es el amigo idóneo. Quedamos en vernos por la noche.

      Me encuentro con un montón de tiempo sin saber muy bien qué hacer con él. Me coloco la máscara de Hombre Lobo a modo de exorcismo. Los rituales son importantes. La repetición y la redundancia es la manera que tienen las cosas de revestirse de un sentido. Su balbuceo. Qué es el mar acaso sino la insistencia de la ola. Es una buena idea, válida para un aforismo pero también para un poema. Abro mi archivo de poesía y esbozo un poema a modo de tentativa:

      Se repite el mar en la ola como

      todo aquello que quiere decirnos algo

      Millones de años de redundancia

      desgastando rocas, pieles y castillos

      de arena, y todavía

      no hallamos su significado.

      Hay cosas que ocurren una única vez en la vida (una aventura amorosa, un viaje…) y que, por tanto, a diferencia de lo que se repite, aportan a la memoria un material insuficiente. Algunas admiten la categoría de accidente y por nada del mundo desearíamos volver a revivirlas. Sin embargo hay otras cuya excepcionalidad resulta dolorosa por el placer que recibimos y cuyo carácter irrepetible nos golpea como el nevermore del cuervo de Poe. La memoria trata de rastrear, cava como un arqueólogo enloquecido en busca del resto deseado, sin ser consciente del todo de que aquello que busca ya penetró en las capas más profundas del olvido, que la experiencia ya solo puede figurarse usando los materiales de la ficción.

      Podríamos catalogar, de hecho, los sucesos de nuestra vida en sucesos que se repiten (con leves diferencias) y sucesos que solo ocurren una vez. Hay verbos rotundos y definitivos como nacer o morir que no admiten segundas partes. Los sueños y la mayoría de nuestras lecturas resultan irrepetibles. Al igual que algunos amores. Lo que no se repite pareciera condenado al olvido pero, al mismo tiempo, es el material idóneo del que se abastece la ficción.

      Me doy cuenta de que los dos párrafos anteriores repiten su final y que en esa repetición encuentran precisamente su sentido.

      Imagino la historia de un hombre de una sensibilidad enfermiza en lo referente a la memoria. Ese hombre experimenta una melancolía infinita al rememorar escenas de su pasado en compañía de personas que ya no están, personas cuya amistad o cuyo amor se extinguió. Cree ese hombre que si consiguiera regresar a esos lugares donde fue dichoso en compañía de los nuevos amigos o los nuevos amores conseguiría mitigar ese dolor, como si la memoria pudiese reescribirse o, al menos, adecuar su naturaleza a la de un palimpsesto. Así se dedica a viajar por todos aquellos lugares que forman parte de su pasado. Se aloja en los mismos hoteles y apartamentos. Come en los mismos restaurantes. Visita los mismos museos. Posa en un fotomatón con la pose desconcertada de sus dieciocho años con la intención de confundir a aquel otro de su pasado y arrebatarle la soberanía estéril de su juventud. Solo cambian los amigos y amantes que le acompañan en su extraño periplo. Trata de vivir intensamente el presente y, a veces, lo consigue. Sin embargo ni siquiera en esos raros momentos logra eclipsar por completo el recuerdo. Más bien ocurre lo contrario: las impresiones del presente remueven el pasado, avivándolo. Es –piensa– como si a la actualidad le brotase una sombra para teñirla de ridículo, como si cada gesto interpretase la parodia de una intensidad ya extinguida. ¿Acaso regiría para la experiencia –se preguntaría ese hombre– una ley similar a la de la termodinámica? ¿Amenazaba a la experiencia un declive semejante al que afectaba al cuerpo físico? ¿Era imposible sentir como la vez primera? ¿Se acartonaban de consuno la piel, los sentidos y la memoria? ¿Y si no fuera así? No había que descartar la hipótesis de que la ausencia fuese en realidad un efecto de postproducción de la película del yo, un filtro que la hacía parecer más interesante, más emocionante y, desde luego, más lacrimógena. Pero, y esta era en definitiva la pregunta crucial,