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E-Pack Jazmin Especial Bodas 2 octubre 2020


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daño a Easton.

      Tras asegurarse de que la niña estaba completamente dormida, caminó hasta la ventana y apartó la cortina. La vista era la misma que la de su dormitorio; la misma de siempre, con las montañas al fondo y el granero en primer plano.

      Cada vez que volvía al rancho, se sentía mejor. A fin de cuentas, era el único hogar que había tenido.

      Cuando Jo y Guff lo adoptaron, estaba seguro de que duraría muy poco en aquel lugar. Se preguntaba por qué querrían a un niño delgaducho y problemático, al hijo de una pareja de trabajadores inmigrantes. Incluso llegó a robar una tienda de campaña que encontró en el desván, dispuesto a fugarse otra vez a las montañas.

      No había olvidado el día en que llegó. Se acordaba del alto y canoso Guff, con su cara curtida por muchos años de trabajo al sol; se acordaba de la esbelta y menuda Jo, de ojos marrones y sonrisa encantadora; se acordaba de Quinn y de Brant, que eran mayores que él y a los que siempre intentaba agradar; pero, sobre todo, se acordaba de Easton.

      Al verla por primera vez, pensó que tenía los dientes más blancos y la piel más clara que había visto nunca. Era realmente preciosa; de pelo rubio, recogido en una coleta y cubierto con un sombrero vaquero.

      Y en esos momentos, veinte años después, seguía pensando lo mismo. Aún le parecía la mujer más hermosa de la Tierra.

      Echó la cortina y salió del dormitorio. La herida le dolía tanto que sabía que no podría dormir, pero necesitaba descansar para cuidar de Isabela. No quería molestar a Easton más de lo necesario.

      Jake le había recetado unas pastillas que le quitaban totalmente el dolor, pero tenían el inconveniente de que también le producían sueño. Decidió bajar a la cocina y tomar algo más suave.

      Mientras se dirigía a la escalera, se acordó de las travesuras que hacía con Brant y Quinn. Quinn siempre había sido el líder del grupo, aunque él contribuía con ideas propias. Brant, que iba de chico bueno, intentaba evitar que se metieran en líos; pero lo conseguía muy pocas veces. La fuerza incendiaria y combinada de Quinn Southerland y Francisco del Norte era demasiado para alguien que intentaba cumplir las normas.

      Los tablones de la escalera crujieron bajo sus pies. Eso tampoco había cambiado. Crujían tanto que, de niños, se descolgaban por la ventana para que nadie los oyera.

      Cuando llegó abajo, echó un vistazo a su alrededor y pensó que la casa era demasiado grande y estaba demasiado vacía para que Easton viviera sola. Tal vez sería más adecuado que se mudara a la casa del capataz, donde ya había vivido con sus padres.

      Pero no quería pensar en ella.

      Entró en la cocina y abrió el armario donde Jo siempre había guardado las medicinas. Justo entonces, oyó un ruido a su espalda y reaccionó por instinto: alcanzó la primera arma que pudo encontrar y se giró con un cuchillo en la mano.

      Era Easton. Llevaba unos pantalones sueltos y una camiseta vieja.

      –Ya me has amenazado con una pistola y con un cuchillo. ¿Qué será lo siguiente? –ironizó–. ¿Llevas una ametralladora encima?

      Él dejó el cuchillo en la encimera.

      –Descuida. De momento, estás a salvo –declaró.

      Easton sacó un vaso para servirse un poco de agua. Cisco hizo un esfuerzo por no admirar sus curvas cuando alzó los brazos.

      –Siento curiosidad, Cisco –añadió.

      –¿Curiosidad? ¿Respecto a qué?

      Easton dio un trago de agua antes de hablar.

      –¿Es que no duermes nunca? No me refiero aquí, sino a los sitios adonde vas cuando haces esas cosas de las que no hablas.

      –Claro que duermo.

      –¿Con una pistola bajo la almohada y un cuchillo al lado?

      Cisco tendría que haber contestado afirmativamente, de modo que decidió hacerse el loco y cambiar de conversación.

      –He bajado a buscar un ibuprofeno, pero no hay.

      –¿Por qué quieres uno? ¿Las pastillas de Jake no te hacen efecto?

      –Sí, pero me duermen.

      Ella lo miró con intensidad, pero no dijo nada. Se limitó a abrir otro armario y a sacar un botecito, que le lanzó.

      –Gracias.

      –No hay de qué.

      –Siento haberte despertado. Siempre olvido que esa escalera cruje terriblemente…

      Easton sonrió.

      –A veces pienso que Guff lo hizo a propósito cuando la construyó, para que sirviera como alarma –comentó ella–. Me descubrió in fraganti varias veces, durante mi adolescencia…

      –Vaya, no sabía que hubieras sido tan rebelde, Easton Springhill. ¿Y adónde ibas, si se puede saber?

      Ella lo miró con humor.

      –A ningún sitio especialmente interesante. Yo no era tan traviesa como vosotros… en general, solo salía a montar.

      –Sí, claro. Salvo cuando te venías con nosotros –le recordó.

      –Sí, eso es cierto –admitió ella–. ¿Te acuerdas del día que os rogué que me llevarais con vosotros a Hidden Falls? No recuerdo cuántos años tenía… ¿trece, tal vez? Pero recuerdo que mi madre me lo prohibió porque decía que ya era mayor para hacer escapadas nocturnas con chicos.

      –Lo recuerdo perfectamente.

      Cisco no lo habría podido olvidar en ningún caso. Dejaron una nota a la madre de Easton para que no se preocupara, pero Guff no fue más clemente por eso. Los reprendió con aspereza y les recordó que Easton ya no era una niña, que se había convertido en una mujer y que debían tratarla con respeto a partir de entonces.

      –Siempre fuimos una mala influencia para ti…

      Easton arqueó una ceja.

      –¿Y eso ha cambiado? –bromeó.

      –No sé si ha cambiado, pero tus padres deberían haberte encerrado en la casa del capataz cuando Jo y Guff adoptaron a Quinn.

      Ella se apoyó en el frigorífico y sonrió.

      –Oh, vamos… mi vida fue mucho mejor gracias a vosotros. Brant y Quinn se convirtieron en los hermanos que no había tenido. Y en cuanto a ti…

      Easton dejó la frase sin terminar.

      –¿En cuanto a mí?

      –Bueno, es evidente que no fuiste precisamente un hermano –murmuró.

      Él suspiró y dio un paso hacia ella, haciendo caso omiso de las alarmas que se habían activado en su mente. Le gustaba demasiado y se sentía completamente dominado por el deseo, irresistiblemente atraído por su encanto.

      Easton tragó saliva y lo miró con más intensidad, consciente de lo que pasaba.

      En circunstancias normales, Cisco habría refrenado sus impulsos y habría salido de la cocina antes de cometer un error; pero su contención saltó por los aires cuando la miró a los ojos y comprendió que ella también lo deseaba.

      –Cisco…

      Sus palabras se perdieron contra los labios de Cisco.

      Y le pareció maravilloso.

      La boca de Easton estaba fría por el agua que acababa de tomar; pero le supo a menta, dulce. Su piel, profundamente femenina, tenía un aroma tan cálido como seductor.

      Durante los momentos más oscuros de Cisco, cuando estaba en alguna misión de resultado incierto, se aferraba al recuerdo de los besos de Easton en la caseta del lago Windy que había construido con ayuda de Quinn y de Brant.

      Recordaba el placer de tenerla entre