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E-Pack Jazmin Especial Bodas 2 octubre 2020


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sabía qué hacer. Podía llamar a una ambulancia para que lo llevaran al hospital; pero, si era una herida de bala, la policía abriría una investigación. Y, si Cisco había cometido algún delito, tendría problemas.

      Respiró hondo y deseó que Quinn o Brant estuvieran en el rancho. Ellos habrían sabido cómo actuar.

      –Cisco, por favor… –rogó.

      Easton ya había tomado la decisión de no llamar a una ambulancia. Jake Dalton era la mejor opción; tenía una clínica privada en Pine Gulch y sabía que sería discreto. Pero no podía llevarse a Cisco sin ayuda. Necesitaba que cooperara un poco.

      Lo agarró de los brazos y lo sacudió.

      –Vamos, despierta de una vez.

      –Easton… –murmuró él–. Hueles tan bien… hueles a flores.

      –Despierta de una vez, idiota. Si no te despiertas, tendré que pedir una ambulancia.

      Él frunció ligeramente el ceño, pero no reaccionó.

      –¡Cisco! –exclamó.

      Súbitamente, Cisco cerró los brazos alrededor de su cuerpo y la besó.

      Durante unos segundos, Easton se quedó sin habla y sin poder pensar. No la había tocado en varios años; no la había tocado ni una vez desde el entierro de Guff; no le había dado ni una simple palmadita en la espalda.

      Y, sin embargo, en ese momento la besaba con pasión.

      Se dejó llevar un poco, dominada por el deseo. Pero era consciente de que Cisco no sabía lo que estaba haciendo; se comportaba así por la fiebre.

      Por fin, logró reaccionar y se apartó de él.

      –Maldita sea, Cisco… despierta de una vez.

      Cisco abrió los ojos de golpe, metió una mano debajo de la almohada, sacó una pistola y la apuntó con ella.

      Easton mantuvo el aplomo.

      –Deja de apuntarme con eso, vaquero.

      Él sacudió la cabeza, como intentando despejarse, y la miró con desconcierto.

      –¿East? ¿Eres tú?

      –Por supuesto que sí. Aparta esa pistola –repitió con calma–. Nadie te va a hacer daño.

      Cisco no parecía muy convencido; pero, al cabo de unos segundos, la apartó.

      –¿Qué ocurre?

      –Dímelo tú. Tienes fiebre y estás sangrando mucho. Voy a llamar a Jake Dalton.

      Cisco se sentó y Easton notó su gesto de dolor.

      –No, no… Me harían demasiadas preguntas.

      –Lo siento, pero voy a llamar a Jake de todas formas. No tengo tiempo para ocuparme de una niña y de un cadáver a la vez.

      –No me estoy muriendo –protestó él, pasándose una mano por el pelo–. Sólo es una herida sin importancia.

      –¿Una herida sin importancia? –repitió Easton, escéptica.

      –Sí. Me clavaron un cuchillo durante una pelea en un bar. Pero descuida… he pasado por cosas peores.

      Ella entrecerró los ojos.

      –No lo dudo, pero es evidente que esa herida sin importancia se ha infectado. Tienes mucha fiebre, Cisco. Será mejor que te despabiles y que inventes una historia más verosímil que una trifulca de bar. Jake no es tan crédulo como yo.

      Cisco parecía contrariado, pero no tenía fuerzas para discutir con ella.

      –¿Dónde está la niña?

      –Está durmiendo, aunque supongo que tendré que despertarla para llevarla con nosotros –respondió–. ¿Y bien? ¿Qué prefieres que hagamos? Puedo llamar a una ambulancia y llevarte a un hospital o puedo llamar a Jake para que te trate en su clínica. Si prefieres lo segundo, tendrás que levantarte y caminar hasta mi camioneta.

      Él suspiró.

      –Entonces, caminaré.

      Easton sabía que andar no era lo más conveniente para su estado, pero Cisco era terco y no tuvo dudas de que lo conseguiría.

      Alcanzó su camisa, que había dejado en el respaldo de la silla, y se la dio. Él se la puso con grandes esfuerzos, pero tardaba tanto en abrocharse los botones que ella suspiró, se acercó y solventó el problema.

      Una vez más, se dijo que solo la había besado porque tenía fiebre y no sabía lo que hacía. Una vez más, intentó hacer caso omiso de lo que sentía por él.

      A fin de cuentas, tenía otras preocupaciones más inmediatas. Por ejemplo, cómo ayudar a un hombre de ochenta y cinco kilos a bajar por la escalera.

      Cuando terminó de vestirse, Cisco no era el único que estaba sudando.

      –¿Cómo conseguiste conducir desde Salt Lake? –preguntó mientras lo llevaba a la puerta del dormitorio.

      –No fue difícil. Tomé la I 15 en Idaho Falls y luego giré a la derecha –bromeó.

      Ella lo miró con cara de pocos amigos.

      –Me alegra que todo esto te parezca tan divertido, pero a mí no me lo parece. Te podrías haber desmayado. Podrías haberte salido de la carretera y haberte matado con la niña.

      Él le dedicó una sonrisa de arrepentimiento.

      –Lo sé, lo sé… Discúlpame, Easton. No debí venir al rancho –dijo–. No debí meterte en mis problemas.

      Antes de salir de la casa, Easton decidió llevarlo en el coche y no en la camioneta porque en el coche podía instalar una sillita para la niña. Mientras la montaba, pensó en lo fácil que había sido su vida hasta que Cisco se presentó. Solo se tenía que preocupar por el precio de los terneros y de los pastos, por el caprichoso clima de Idaho y por el arroyo que estaba a punto de desbordarse e inundar sus tierras.

      Pero las cosas habían cambiado.

      –¿UNA pelea en un bar? ¿Pretendes que me lo crea?

      Maggie Dalton quitó el termómetro a Cisco y sacudió la cabeza. Estaba tumbado en la camilla de la clínica de Pine Gulch y se sentía más estúpido que en toda su vida.

      O no tanto. Ciertamente, aquélla no era la situación más estúpida en la que se había metido. Aún se acordaba del día en que un adolescente le disparó porque no reconoció la contraseña del campamento que vigilaba y lo tomó por un enemigo. Paradójicamente, acertó con lo segundo; pero él no tenía forma de saberlo.

      También estaba el asunto del narcotraficante de Panamá, cuyos esbirros lo torturaron durante horas cuando descubrieron que era un infiltrado.

      –Es la verdad –respondió al cabo de unos segundos–. Estaba en Barranquilla cuando un borracho me atacó porque creyó que estaba coqueteando con su chica.

      –¿Y estabas coqueteando con ella?

      Cisco pensó que seguramente habría coqueteado con la mujer en cuestión si hubiera existido. Pero ni lo habían herido en un bar ni había sido un borracho celoso, sino un delincuente con más músculos que cerebro.

      –No me acuerdo –mintió–. De todas formas, no era tan bonita como tú.

      Maggie lo miró con exasperación y aumentó la presión del tensiómetro hasta que Cisco soltó un grito de dolor.

      Maggie siempre le había caído bien. Era un par de años mayor que él, pero la conocía desde el colegio, cuando solo era una alumna que se llamaba Magdalena Cruz. Pine Gulch era una localidad pequeña, y como el rancho de su familia se encontraba en la misma dirección que el rancho Winder, coincidían