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E-Pack Jazmin Especial Bodas 2 octubre 2020


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Conocía a dos niños adorables que se reían del mismo modo; uno era Joey Southerland, el hijo de Quinn y Tess, que estaría durmiendo tranquilamente en su dormitorio de Seattle; la otra era Abby Western, que se encontraba en Los Ángeles con Mimi y Brant. Y no esperaba que la visitaran en mitad de la noche.

      La risita se repitió unos segundos después. Easton cambió de opinión, dio media vuelta y entró en la cocina. Ya llamaría más tarde a la policía.

      –Si se mueve, dispararé –amenazó–. Estoy hablando en serio.

      Easton tardó un momento en reconocer al intruso. Jamás se habría imaginado que el supuesto puma resultaría ser un hombre con una niña en brazos. Y no un hombre cualquiera, sino Cisco del Norte en persona.

      –Maldita sea, East… ¡Me has dado un susto de muerte!

      Easton sacó los dos cartuchos de la recámara y dijo:

      –¿Qué demonios estás haciendo aquí, Cisco? He estado a punto de disparar. ¿Por qué no me has llamado? ¿Y de quién es esa niña?

      La niña volvió a reírse. Era de cabello negro, pestañas enormes, hoyuelos en las mejillas y unos grandes ojos azules.

      –Es una larga historia. Te la contaré cuando bajes ese rifle.

      –Empieza a hablar de una vez, Cisco. ¿A qué viene esto? Hace meses que no sé nada de ti; y de repente, te presentas sin avisar, en plena madrugada y con una niña en brazos.

      Él suspiró. Parecía cansado.

      –Lo siento mucho, East. Supongo que debería haberme quedado en algún hotel de la carretera, pero llegué anoche a Salt Lake, procedente de Bogotá, y la pobre Isabela se quedó dormida en cuanto la subí al coche. Decidí conducir hasta que se despertara, pero ha estado dormida todo el camino.

      –Eso no explica tu presencia en mi casa. De hecho, no explica nada en absoluto; salvo el nombre de la niña y que has estado en Colombia.

      Easton conocía muy bien a Francisco del Norte, al que todos llamaban, simplemente, Cisco. Sabía enredar a la gente; los confundía con todo tipo de historias y razonamientos hasta que ya no recordaban ni su propio nombre ni, por supuesto, lo que le hubieran preguntado.

      –Oh, lo siento… ¿qué querías saber?

      En otras circunstancias, Easton le habría dicho un par de cosas desagradables; pero era evidente que Cisco no se encontraba bien. En ese momento, osciló un poco y se apoyó en la mesa de la cocina como si no tuviera fuerzas.

      Ella dejó el rifle en la encimera y tomó a la niña en brazos.

      –¿Cuándo has dormido por última vez?

      Cisco parpadeó. Las arrugas de su cara parecían más pronunciadas que nunca.

      –¿Qué día es hoy?

      –Miércoles –respondió ella–. Y por el tamaño de tus ojeras, cualquiera diría que no has dormido desde el lunes o desde el domingo de la semana pasada.

      –Te equivocas. Eché una cabezadita en el avión.

      Easton lo miró con espanto.

      –¿Es que te has vuelto loco? ¿Has conducido desde Salt Lake en ese estado? ¡Podrías haber sufrido un accidente!

      –No es para tanto –dijo con una sonrisa forzada–. Me conoces de sobra… recobro las energías con facilidad.

      Easton pensó que no era cierto, que ya no lo conocía. Cisco y sus hermanos de adopción, Brant y Quinn, se convirtieron en sus mejores amigos cuando ella llegó al rancho Winder. Compartían secretos, hablaban de sus sueños y se divertían juntos. Pero luego, todo cambió.

      La niña llevó una mano a su pelo y le pegó un tirón. Easton sintió un intenso dolor; pero no por el tirón, sino porque se acordó de otro niño, de cabello igualmente negro, que solo había tenido unos minutos entre los brazos.

      –Lamento presentarme a estas horas, East. Tenía intención de llamarte por teléfono, pero ya era tarde cuando llegamos a Salt Lake.

      Easton era perfectamente consciente de que todavía no le había dado ninguna explicación. Por lo visto, Cisco había mejorado sus tácticas evasivas.

      –No sabía adónde ir –continuó él–. ¿Te importa que nos quedemos en el rancho? Solo serán unos días.

      Ella quiso echarlos a él y a la niña que tan malos recuerdos le despertaba. Sin embargo, se dijo que no era para tanto; si podía dirigir un rancho de ganado sin ayuda de nadie, soportaría unos cuantos días con Cisco del Norte y su misteriosa niña.

      –Sabes que no tienes ni que preguntarlo. Vivo sola en esta gigantesca y destartalada casa, llena de habitaciones vacías. Además, Brant, Quinn y tú tenéis acciones del rancho; es tan vuestro como mío –le recordó–. No te puedo echar a patadas.

      –¿Aunque te apetezca?

      Easton hizo caso omiso de su pregunta.

      –¿La niña es tuya? –contraatacó.

      –Claro que no –respondió él, indignado–. Si hubiera tenido una hija, os lo habría dicho.

      –¿Por qué? Nunca nos cuentas nada.

      Los ojos de Cisco brillaron con enfado.

      –Pues no, no es mía –insistió.

      –Entonces, ¿de dónde ha salido? ¿Qué estás haciendo con ella?

      Él apretó los labios.

      –Es una historia larga y complicada.

      Ella no dijo nada; se quedó esperando a que ampliara la información. Era un truco que había aprendido de su tía Jo, quien siempre había sido una especialista en el arte de dejar que los niños que adoptaba se cavaran la tumba con sus propias palabras.

      Cisco resultó no ser inmune a la táctica, porque, segundos más tarde, suspiró y siguió hablando.

      –Sus padres eran amigos míos. A su padre lo mataron justo antes de que ella naciera, y su madre murió la semana pasada… pero antes de morir, me rogó que la llevara a Estados Unidos y la dejara con una de sus tías, que vive en Boise. Lamentablemente, su tía no se puede ocupar de ella hasta dentro de unos días.

      Easton pensó que su historia tenía más agujeros que un queso de gruyer, pero no quiso presionarlo porque Cisco estaba tan agotado que parecía a punto de desmayarse.

      Además, no quería que se quedara en el rancho. La mayor parte del tiempo, Easton estaba convencida de ser una mujer fuerte y capaz, pero, cuando él entraba por la puerta, despertaba todos los sentimientos que ella había sepultado a duras penas.

      De haber podido, le habría dicho que se fuera a otra parte. Sin embargo, el rancho Winder era tan suyo como de ella, aunque él parecía haberlo olvidado.

      –Seguiremos hablando cuando descanses un poco. Pondré sábanas limpias en tu cama. Tess y Quinn han convertido el antiguo dormitorio de Brant en una sala de juegos para el pequeño Joe, y Abby lo usa para echarse la siesta. Isabela puede dormir en la cuna.

      –No hace falta que las cambies; lo haré yo –dijo Cisco–. De hecho, estoy tan cansado que me tumbaría a dormir en el suelo de la cocina si me lo permitieras.

      –Dormirás mejor con sábanas limpias –insistió–. Quédate aquí y descansa unos minutos… si es que puedes seguir despierto, claro.

      –Gracias, East.

      Cisco le dedicó otra sonrisa llena de agotamiento y Easton odió la tensión que siempre había entre ellos, como si fuera una verja electrificada.

      Pero no podía hacer nada al respecto. Lo había sobrellevado durante los cinco años transcurridos desde la muerte de su tía y podría soportarlo unos días más; a fin de cuentas, Cisco y la niña necesitaban un sitio donde quedarse.

      Subió