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E-Pack Jazmin Especial Bodas 2 octubre 2020


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tíos, Jo y Guff, no habían podido tener hijos propios; así que tomaron una decisión y se dedicaron a adoptar niños con problemas. Cisco no fue ni el primero ni el último, pero Quinn, Brant y él se entendieron tan bien que se querían tanto como si fueran hermanos de verdad.

      Easton procuraba evitar su antiguo dormitorio. Era una habitación sin lujos, como las del resto de la casa; tenía cortinas de color verde y azul, una cómoda, una mesa, una silla y una cama grande. Al entrar en ella, se preguntó qué habría pensado Cisco cuando la vio por primera vez, en su infancia.

      Se acordaba perfectamente del día en que Cisco llegó. Por aquel entonces, Easton tenía alrededor de nueve años; sus padres todavía no habían fallecido, y vivía con ellos en la casa del capataz, en la carretera que llevaba al cañón. Aquella mañana se había encaramado a una de las vallas y se dedicaba a observar a Brant y a Quinn mientras entrenaban a un caballo bajo la supervisión de Jo, que estaba esperando a Guff.

      La camioneta de Guff, que siempre estaba impecablemente limpia, apareció poco después en el camino. Segundos más tarde, la portezuela del copiloto se abrió y Easton se encontró ante un chico de cabello negro y rasgos mediterráneos. Llevaba unos vaqueros que le quedaban demasiado cortos y una camiseta tan desgastada que parecía un trapo viejo.

      Por supuesto, todos estaban informados de su llegada. Jo ya les había hablado del chico al que habían encontrado un par de semanas antes en las montañas, donde se había escondido de las autoridades después de que su padre falleciera en un accidente de trabajo.

      Easton sabía que Brant y Quinn estaban preocupados por el chico nuevo, pero ella ardía en deseos de añadir otro hermanastro a su colección.

      Bajó de la valla y caminó hacia la camioneta del tío Guff en compañía de Jo, consciente de que Brant y Quinn los seguían a cierta distancia. Guff pasó un brazo alrededor de los hombros de Cisco, que parecía perdido y asustado. Pero justo entonces, el recién llegado le dedicó una sonrisa tan aparentemente llena de seguridad que Easton se enamoró de él al instante.

      Habían transcurrido veinte años desde entonces y Easton seguía sin saber si se había enamorado por la vulnerabilidad inicial de su mirada o por aquella sonrisa que intentaba enmascarar sus temores. Fuera como fuera, aquella misma noche se juró a sí misma que nunca lo dejaría de amar.

      Suspiró, quitó las sábanas de la cama y puso unas limpias mientras se preguntaba cómo era posible que todavía siguiera fiel a aquel juramento.

      A lo largo de los años, se había repetido una y otra vez que lo que sentía no era amor. Se decía que era un encaprichamiento juvenil, una tontería que la mayoría de las personas superaba con el paso del tiempo. Incluso se había esforzado por enamorarse de otros hombres.

      De hecho, estaba saliendo desde el mes anterior con Trace Bowman, el jefe de policía de Pine Gulch. En principio, Trace era todo lo que podía desear: un hombre divertido, cariñoso y muy atractivo que, además, tenía su propio rancho en el pueblo.

      Easton quería una familia; siempre la había querido, pero su sentimiento se había exacerbado al ver a Quinn y Tess con el pequeño Joey y a Brant y a Mimi con Abigail. De repente, necesitaba algo más que su trabajo; algo que no podría encontrar mientras siguiera encaprichada de Cisco del Norte.

      Sabía que debía olvidarlo y seguir adelante, pero, cada vez que se creía liberada de aquella condena, él reaparecía y la volvía a conquistar con su sonrisa.

      Habría dado cualquier cosa por ser una mujer tan fuerte como su madre y su tía Jo. Hasta había llegado a pensar que todo habría sido más fácil si Cisco se hubiera establecido en alguna parte en lugar de andar por ahí, yendo de un país a otro. Si hubiera dejado de viajar, ella habría dejado de preocuparse por él. Pero seguía viajando, lo cual significaba que no había encontrado lo que buscaba. Y, cuando se cansaba de deambular por el mundo, volvía al rancho, se quedaba unos días o unas semanas y reavivaba la antigua pasión.

      Por desgracia, no podía hacer nada al respecto. El rancho Winder también era suyo.

      No podía echarlo sin más, pero podía y debía controlar sus propios sentimientos.

      Esa vez, las cosas serían distintas. Seguiría con su vida y asumiría definitivamente que Cisco era como el puma que había visto en los pastos del norte, una criatura salvaje y errante que no se podía domesticar.

      CISCO se llevó una mano al costado. Estaba agotado y la herida le dolía terriblemente. No deseaba otra cosa que dormir. Y, por si eso fuera poco, en esos momentos sentía remordimientos por haber vuelto al rancho.

      Su intención original consistía en volar a Boise, dejar a la pequeña con sus parientes y marcharse sin que nadie supiera que había regresado a Estados Unidos, pero las cosas se complicaron. Cuando por fin consiguió hablar con Sharon Weaver, la tía de Isabela, resultó que se había marchado de Boise para asistir al entierro de su padre y que no volvería hasta varios días después.

      Se sintió tan perdido que decidió ir al rancho y pedir ayuda a Easton. Ella siempre había sabido qué hacer. Desde niña, sabía afrontar cualquier dificultad que se le presentara.

      Además, el rancho Winder era su hogar. O, más bien, Easton era su hogar.

      Se llevó una mano a la rosa de los vientos que llevaba tatuada en el brazo izquierdo y miró a Isabela, que sonreía ajena a cualquier preocupación.

      –Esto te parece muy divertido, ¿verdad?

      La niña soltó unos sonidos ininteligibles y él se alegró de que se portara tan bien. Sabía que había hecho lo correcto al llevarla a Estados Unidos. Socorro, su madre, a la que todos llamaban Soqui, se lo había rogado en su lecho de muerte.

      Y Cisco estaba en deuda con ella. Entre otras cosas, porque le había fallado; porque no había sabido protegerla. Soqui había arriesgado la vida por terminar el trabajo de su esposo y vengar su muerte a manos del narcotraficante que lo había asesinado el año anterior.

      Pero esa vez no le fallaría. Le había prometido que dejaría a Isabela con sus familiares y cumpliría la promesa.

      Aunque tuviera que quedarse en el rancho Winder y enfrentarse a sus demonios del pasado. Aunque tuviera que enfrentarse a Easton.

      Justo entonces, ella reapareció en la cocina con el aroma a flores silvestres que siempre llevaba en la piel. Se había cambiado de ropa y se había hecho una coleta que le caía sobre la espalda como una cinta del color del trigo.

      Su aspecto era profundamente dulce e inocente.

      Cisco la encontró tan deseable que, durante unos segundos, su arrepentimiento se impuso a todo lo demás; incluida su preocupación por el futuro de Isabela. La echaba tanto de menos que a veces no lo podía soportar. Pero echaba de menos a la Easton de verdad, no a la mujer contenida y cuidadosamente educada en la que se había convertido por culpa de su estupidez y de su deseo descontrolado.

      –Ya he cambiado las sábanas de la cama. Te puedes acostar cuando quieras.

      –Gracias, pero estoy bien.

      –No seas idiota. Acuéstate y duerme un par de horas. Cuidaré de la niña mientras pongo al día la contabilidad del rancho –afirmó–. Burt y los chicos tardarán un rato en llegar.

      Burt McMasters era el capataz; había empezado a trabajar en el rancho después de que los padres de Easton perdieran la vida en un accidente.

      En aquella época, Cisco ya se había alistado en la Infantería de Marina; pero, cuando supo lo ocurrido, cruzó el país para asistir al entierro. En cuanto entró en el rancho, Easton se arrojó a sus brazos y rompió a llorar; fue como si solo pudiera expresar sus sentimientos cuando él estaba presente.

      –No necesito dormir dos horas; con una, me basta y me sobra –declaró–. Pero, si puedes echar un ojo a la niña, te lo agradecería.

      Ella lo miró con escepticismo, porque el aspecto