Kate DiCamillo

El verano de Raymie Nightingale


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      —¿Entonces por qué asistes a clases?

      —Creo que eso no es de tu incumbencia. ¿Y tú por qué lo haces?

      —Porque necesito ganar el concurso.

      —Ya te lo dije —dijo Beverly—, no habrá ningún concurso. No si yo puedo evitarlo. Tengo todo tipo de habilidades para el sabotaje. Justo ahora estoy leyendo un libro sobre cómo abrir cajas de seguridad, escrito por un criminal llamado J. Frederick Murphy. ¿Has escuchado sobre él?

      Raymie negó con la cabeza.

      —Eso pensé —dijo Beverly—. Mi papá me dio el libro. Él conoce todas las costumbres criminales. Estoy aprendiendo a abrir una caja fuerte.

      —¿Tu papá no es policía? —preguntó Raymie.

      —Sí —dijo Beverly—. Lo es. ¿Cuál es tu punto? Ya sé abrir cerraduras. ¿Alguna vez has abierto una?

      —No —dijo Raymie.

      —Eso pensé —dijo Beverly de nuevo.

      Lanzó el bastón al aire y lo atrapó con su mano mugrosa. Hacía que girar el bastón pareciera fácil e imposible al mismo tiempo.

      Era terrible observarla.

      De pronto, todo parecía no tener sentido.

      Después de todo, el plan de Raymie de traer a su padre de vuelta a casa no era un gran plan. ¿Qué estaba haciendo? No lo sabía. Estaba sola, perdida, a la deriva.

       Lamento haberte traicionado.

       Fffffttttt.

       Sabotaje.

      —¿No temes que te atrapen? —le preguntó Raymie a Beverly.

      —Ya te dije —dijo Beverly—. No le temo a nada.

      —¿Nada? —preguntó Raymie.

      —Nada —dijo Beverly. Miró a Raymie con tanta intensidad que su rostro cambió. Sus ojos brillaban.

      —Dime un secreto —murmuró Beverly.

      —¿Qué? —preguntó Raymie.

      Beverly desvió la vista de Raymie. Se encogió de hombros. Lanzó el bastón al aire y lo atrapó y luego lo lanzó de nuevo. Y mientras el bastón estaba suspendido entre el cielo y la gravilla, Beverly dijo:

      —Te dije que me cuentes un secreto.

      Beverly atrapó el bastón. Miró a Raymie.

      Y quién sabe por qué.

      Raymie se lo dijo.

      —Mi padre huyó con la asistente del dentista. Se fue a la mitad de la noche.

      No era necesariamente un secreto, pero las palabras eran terribles y verdaderas y le dolía pronunciarlas.

      —La gente hace ese tipo de cosas patéticas todo el tiempo —dijo Beverly—. Arrastrándose por pasillos en la oscuridad con los zapatos en la mano, parten sin decir adiós a nadie.

      Raymie no sabía si su papá se había arrastrado por el pasillo con los zapatos en la mano, pero ciertamente se había ido sin decir adiós. Considerando este hecho, sintió una punzada de algo. ¿Qué era? ¿Indignación? ¿Incredulidad? ¿Tristeza?

      —Eso me enoja mucho, mucho —dijo Beverly.

      Tomó su bastón y con la punta de goma comenzó a golpear la gravilla de la rotonda. Pequeñas rocas saltaron al aire, desesperadas por escapar de la ira de Beverly.

       Huam, huam, huam.

      Beverly golpeaba la gravilla y Raymie la miró con admiración y temor. Nunca había visto a nadie tan enojado.

      Había mucho polvo.

      Un auto pintado de un azul brillante y reluciente apareció en el horizonte y entró en la rotonda hasta detenerse.

      Beverly ignoró el auto.

      Seguía golpeando la gravilla.

      No parecía que fuera a detenerse sino hasta que hubiera hecho polvo el mundo entero.

      NUEVE

      —¡Detente! —gritó la mujer detrás del volante del auto.

      Beverly no se detuvo. Continuaba golpeando con fuerza.

      —Gasté mucho dinero en ese bastón —le dijo la mujer a Raymie—. Haz que se detenga.

      —¿Yo? —preguntó Raymie.

      —Sí, tú —dijo la mujer—. ¿Quién más está ahí además de ti? Quítale el bastón.

      La mujer tenía sombras verdes en sus párpados y pestañas postizas largas y además mucho rubor en sus mejillas. Pero debajo del rubor y las sombras y las pestañas postizas, tenía un aire muy familiar. Se veía como Beverly Tapinski, pero mayor. Y más enojada. Si es que eso era posible.

      —¿Por qué yo tengo que hacerlo todo? —dijo la mujer.

      Éste era el tipo de pregunta que no tenía respuesta, como el tipo de preguntas que al parecer a los adultos les encanta.

      Antes de que Raymie pudiera formular algún tipo de respuesta, la mujer ya había descendido del auto y había tomado el bastón de Beverly y lo jalaba mientras Beverly lo jalaba también.

      Se levantó más polvo.

      —Suéltalo —dijo Beverly.

      —Tú suéltalo —dijo la mujer, que seguro era la mamá de Beverly, aunque en realidad no se comportaba como una mamá.

      —¡Ya basta, déjense de tonterías, de inmediato!

      Esta orden fue proferida por Ida Nee, quien había aparecido de la nada y que estaba de pie frente a ellas con sus botas blancas brillando y su bastón extendido frente a ella como una espada. Parecía un ángel vengador de una historieta del catecismo.

      Beverly y la mujer dejaron de pelear.

      —¿Qué está pasando aquí, Rhonda? —preguntó Ida Nee.

      —Nada —dijo la mujer.

      —¿Qué no puedes controlar a tu hija? —dijo Ida Nee.

      —Ella empezó —dijo Beverly.

      —Fuera de aquí, ustedes dos —dijo Ida Nee. Señaló el auto con su bastón—. Y no vuelvan hasta que puedan comportarse apropiadamente. Deberías estar avergonzada de ti misma, Rhonda, una malabarista campeona como tú.

      Beverly subió al asiento trasero del auto, y su mamá subió al frente. Ambas azotaron sus puertas al mismo tiempo.

      —Nos vemos mañana —dijo Raymie mientras el auto avanzaba.

      —¡Ja! —dijo Beverly—. Nunca volverás a verme.

      Por algún motivo, esas palabras se sintieron como un golpe en el estómago. Se sintieron como alguien deslizándose por un pasillo en medio de la noche, zapatos en mano, partiendo sin decir adiós.

      Raymie le dio la espalda al auto y miró a Ida Nee, quien sacudió la cabeza, caminó pasando a Raymie y se dirigió hacia su oficina de malabarismo de bastón (que en realidad sólo era un garaje) y cerró la puerta.

      El alma de Raymie no era una casa de campaña. Ni siquiera era un guijarro.

      Al parecer, su alma había desaparecido por completo.

      Después de un largo rato, o lo que se sintió como un largo rato, la mamá de Raymie llegó.

      —¿Cómo estuvo la clase? —preguntó su mamá.

      —Complicada —dijo Raymie.

      —Todo es complicado —dijo su mamá—. Ni siquiera puedo