M.B. Brozon

Famosas últimas palabras


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se sobó toda con él porque yo no quise hacérselo. Lo rompió y además de la yema y la clara y las cositas asquerosas que tienen todos los huevos, éste, en el centro de la yema y flotando en algunas partes de la clara, tenía manchas de sangre. Los dos aullamos en voz baja para que mi mamá no oyera nada. Rogelia siempre me dijo que mi mamá se iba a enojar si le platicábamos cualquiera de las cosas que teníamos en secreto (la costumbre del Loco de robar pensamientos era una de ellas).

      —Hay que hacer algo, mi niño —dijo Rogelia y prometió pensar toda la noche.

      Al día siguiente llevaba en mi mochila todos los útiles y, además, un pedacito de jamoncillo que Rogelia me dio.

      —Guárdalo muy bien, y que nadie lo vea ni lo toque.

      Sólo el Loco podía tocarlo, y además, tenía que comérselo; con eso se le quitaría esa maña de andarse robando los pensamientos de otros, porque ese era un jamoncillo especial que Rogelia había preparado durante toda la noche.

      A la salida de la escuela caminé despacito, haciendo tiempo para que los vecinos se metieran a comer a sus casas. Llegué a la esquina y la calle estaba casi sola, como debía de estar. Mi reloj marcaba las dos cuarenta y cinco, pero no era cierto, eran las dos treinta y cinco. Seguí, pensando que ojalá el Loco estuviera asomado por la ventana, pero tratando de no pensar en nada para que no me robara. Sí lo estaba. A mí me temblaba todo el cuerpo y se me notaba en las manos a la hora que le di al Loco el pedazo de jamoncillo. Sólo sonrió y no dijo nada ni como niño.

      —Cómetelo —le dije y al mismo tiempo hice la seña que quería decir también “cómetelo”.

      Sin dejar de sonreír me dijo g-r-a-c-i-a-s y luego se lo metió a la boca. Yo corrí sin parar hasta la casa.

      El dulce de Rogelia sirvió. El Loco nunca volvió a asomarse por la ventana. Apuesto que jamás volvió a robarse los pensamientos de nadie.

      A su mamá sí la veo, a veces, con sus mismos lentes que la hacen parecer enojada y, ahora, siempre vestida de negro.

      Todo empezó en el Callejón

      A Mariana, ahora sí

      Elena protagonizó un memorable berrinche cuando supo que no conseguimos boletos para llevarla al circo el día de su décimo cumpleaños. Mi papá reservó en un restaurante de moda a sugerencia de Olga, mi hermana mayor, sin pensar que Elena no estaba en edad de entusiasmarse con un lugar de ese tipo, y fue de mala gana, sin saber que, cuando volviéramos a casa, todas sus amigas la estarían esperando para darle una sorpresa.

      En cambio Olga iba de muy buen humor. Sus veinte años encajaban perfectamente en ese lugar. Yo también estaba contento, porque siempre que íbamos a un restaurante a festejar algo, no había restricciones para pedir, gran ventaja para un adolescente de catorce años que además, había jugado futbol esa mañana.

      La clientela del Callejón se componía básicamente de semi adultos esnob que pedían bebidas exóticas y platicaban idioteces. No era lugar para festejar a una niña de diez años. Cuadros de estrellas de cine decoraban las paredes, y los meseros usaban gorras al revés. El que nos correspondía se acercó muy sonriente a preguntar que queríamos beber. Era un muchacho alto, de poco más de veinte años, ojos verdes y dientes muy blancos. De su gorra asomaban algunos rizos castaños. En cuanto lo vio, Olga me propinó un violento pellizco en el muslo, señal inequívoca de que el mesero le había gustado. Todos pedimos bebidas menos Elena, que seguía con la cruda de su berrinche. El mesero se acercó a ella y le dirigió un guiño.

      —¿Qué le vamos a traer a la señorita?

      Elena se puso muy roja y le ofreció su primera sonrisa del día.

      —Una naranjada.

      —Muy bien, una naranjada —el muchacho lo anotó en su libreta—. Soy Toño y estoy para servirles.

      Olga le dio un codazo a Elena.

      —Está guapo, ¿no?

      —Ay, ya cállate —Elena no quería salir de su enojo. Un momento después, Toño regresó con un menú de papel y unas crayolas.

      —Toma, para que no te aburras.

      El rubor apareció de nuevo en las mejillas de mi hermana y reprodujo su anterior sonrisa, que no volvió a desa­parecer de su cara. Olga también sonrió, pero con intención muy diferente. Un rato después me preguntó en secreto cómo podía hacer para dejarle al mesero nuestro número de teléfono.

      —Es un desconocido —dije—, no creo que sea buena idea.

      Antes de que mi papá pidiera la cuenta, Olga dijo que iba al baño, pero iba a platicar un poco con Toño para atenuar su situación de desconocido y poder darle el teléfono tranquilamente. Vi cómo se le acercó, le dijo algo y él asintió sonriente. Después Olga caminó al baño y volvió con la boca pintada de nuevo, esbozando una sospechosa sonrisa.

      Un rato después, Toño y algunos de sus compañeros se acercaron a nuestra mesa y se pusieron justo atrás de Elena. Cantaron a coro las mañanitas y Toño le dio una rebanada de pastel con una velita.

      —Pide un deseo, muñeca.

      Elena sopló la vela.

      —Feliz cumpleaños, linda —Toño plantó un beso en la colorada mejilla de mi hermana. Después todos los meseros hicieron una reverencia y se retiraron. Elena y Olga siguieron a Toño con la vista hasta que se perdió detrás de las puertas de la cocina.

      —Está guapo, ¿no? —volvió a preguntar Olga. Esta vez Elena asintió.

      Olga buscaba otro pretexto para hablar con él, y decidió escudarse en Elena. Con una de las crayolas escribió en una servilleta: “Toño: Muchas gracias por el pastel. Besos, Elena”. Dibujó dos corazones rojos y cuando Toño se acercó a dejarnos la cuenta, Olga le puso el papel en la mano y señaló a Elena. Él sonrió.

      —Invítalo, invítalo a la fiesta —me dijo al oído Olga. Yo no creía que aquel tipo hiciera juego en la fiesta sorpresa de Elena, pero lo consideré como un favor y entonces fue mi turno de visitar el baño. Cuando salí Toño estaba atendiendo otra mesa.

      —¿Sabes? —dije, sintiéndome muy estúpido—, le caíste muy bien a mi hermanita y le tenemos preparada una fiesta sorpresa, ¿quieres ir?

      —No sé —Toño vio su reloj—. Me falta hora y media para terminar el turno, pero igual.

      Anotó nuestra dirección. No tuve que regresar a la mesa porque mi familia había empezado a desfilar hacia la salida. Olga me llamó aparte.

      —¿Qué te dijo?

      —Que igual iba.

      —¡Dejé mi dibujo! —gritó Elena y me pidió que la acompañara a recogerlo. Toño estaba levantando su propina. Elena tomó su dibujo y Toño se le acercó, la levantó en sus brazos y le dijo en voz baja:

      —¿Por qué no me das ahora uno de esos besos?

      Elena lo miró confundida y se retorció un poco; él la besó en la frente y la puso en el suelo.

      —Yo creo que sí nos vemos al rato —me dijo a mí.

      Yo mismo le abrí la puerta. Llevaba en la mano diez rosas rojas y un oso de peluche.

      —Para tu hermana.

      —¿Para mi hermana? —pregunté medio incrédulo.

      —Sí cumple diez años, ¿no? —Toño contó las rosas.

      —¿Quién era, quién era? —Elena se acercó corriendo con dos de sus amigas, que comprobaron aliviadas que no eran sus mamás.

      Elena se alegró mucho al ver a Toño. Él también: la cargó de nuevo, le dio algunas vueltas en el aire y esta vez la besó muy cerca de la boca. Elena no parecía desconcertada. Yo lo estaba, y no sabía qué hacer. Mis papás se habían