—Ya llegó el mesero.
—No le digas el mesero. ¿Me veo bien?
—Te ves bien. Pero no creo que te sirva de nada. Creo que no te viene a ver a ti, sino a Elena.
—¿Cómo crees, menso?, es el pretexto. Elena es una niña, ¿cómo la va a venir a ver a ella?
Claro que a mí también me parecía extraño. Aunque Elena era una niña muy bonita, mucho más de lo que siempre fue Olga, tenía sólo diez años. ¿Qué podía encontrar de divertido un muchacho de veintitantos en ella? Lo ignoraba, pero tenía la certeza de que Elena era el motivo por el que Toño se encontraba en mi casa. Olga también se convenció cuando vio que no dejaba de jugar con Elena y sus amigas y a ella la trataba con profunda indiferencia. Cuando se dio cuenta de que sus intentos de plática y hasta una propuesta de ir al cine no surtían efecto y Toño seguía con las matatenas y los palitos chinos, Olga se dio por vencida y regresó furiosa a su cuarto.
—Ha de ser un retrasado mental —me dijo antes de encerrarse.
Toño parecía estarse divirtiendo mucho con mi hermana y sus amigas; en ningún momento le quitó de encima la vista a Elena. Yo estaba preocupado, aunque Toño no tenía cara de sinvergüenza ni nada parecido, aprovechaba cualquier oportunidad para tomarla de la mano o cargarla, y eso no parecía normal. Nada normal.
A las ocho empezaron a llegar por las amigas de Elena. Mis papás habían ido a dejar a mis abuelos a su casa y yo fui el encargado de entregar a las niñas a sus respectivas madres.
Cuando faltaba sólo una, mis papás no regresaban y Toño no parecía querer irse. Tocaron el timbre.
—Ha de ser tu mamá —dijo Elena a su amiga. Ésta recogió sus dulces y se despidió. La acompañé a la puerta y fui objeto de un interrogatorio exhaustivo: “¿Comió Bien? ¿Jugó mucho? ¿Le gustó su regalo a tu hermana?” Respondí con monosílabos probablemente descorteses, pero saber que mi hermanita estaba sola con un tipo tan extraño me tenía muy nervioso.
Sin embargo cuando iba de regreso a la sala me detuve. Me di la vuelta y me asomé por la ventana de la cocina para espiarlos. Tenía curiosidad de saber qué hacían, de qué hablaban.
Estaban sentados en el suelo, recargados en el sofá. Toño tenía una mano de Elena entra las suyas y la miraba sonriente.
—Eres muy bonita.
—Tú también eres muy bonito.
—¿Puedo darte un beso? —preguntó Toño. Elena le dijo que sí. Él acercó lentamente su cara a la de mi hermana, al mismo tiempo que le acariciaba el pelo. Sus labios se juntaron brevemente, y de pronto Elena se echó para atrás.
—No pasa nada —dijo él—, mira.
Sacó la lengua y con la punta acarició los labios de mi hermana. Yo mientras tanto tracé mi plan: En el momento que él intentara tocarla o lastimarla, yo sacaría un cuchillo del cajón y le cortaría el cuello. El corazón me latía rápidamente, quizá tan rápido como debía estar latiendo el de Elena. Pero ella no parecía asustada, en cambio lo abrazaba con fuerza.
—Tú también saca la lengua —dijo Toño. Mi hermana obedeció. Siguieron besándose mientras yo repasaba mi plan de emergencia, que no tuve la necesidad de aplicar, porque Toño y Elena se separaron bruscamente al sonido de la puerta al que siguieron las voces de mis padres. Corrí a la sala. Después de todo ya me había convertido en cómplice y tenía que aparentar que no pasaba nada. Elena sonreía contenta y se pasaba la lengua por el labio superior. Me sorprendí al ver la mirada de Toño: parecía que estaba a punto de echarse a llorar. No dije nada.
—Uy, ya se fue todo el mundo —dijo mamá.
—Yo… —Toño titubeó— sólo estaba esperando para despedirme.
—¿Y Olga? —preguntó papá.
—Se sentía mal, se subió a dormir —mentí.
Mis papás se miraron extrañados y se encogieron de hombros.
—Bueno, muchachita, ya es hora de que tú también te vayas a dormir —mi papá tomó a Elena en brazos y me dijo—: Acompaña a Toño a la puerta.
Se despidieron con la misma amabilidad con la que se saludaron. Toño y yo caminamos en silencio hacia la puerta. Antes de que la abriera, Elena se acercó a nosotros, abrazó a Toño y se besaron sin recato frente a mis narices. Me sentí incómodo, con ganas de decir algo, pero no supe qué.
—Ya vete, Elena, van a salir mis papás —la única frase que se me ocurrió acabó por confirmar mi condición de cómplice.
Elena se fue corriendo. Toño tenía en los ojos un par de lágrimas a las que no les permitió salir. Su mirada me dejó incapaz de reprocharle nada.
—¿Por qué te gustan las niñas? —pregunté.
—No me gustan las niñas. Me gusta tu hermana.
—¿Por qué te gusta mi hermana?
Toño no supo contestarme en ese momento. Supongo que él mismo no lo sabía, y estaba tan confundido o mucho más que yo.
Ese día descubrí que en el mundo hay personas muy extrañas.
Y Elena descubrió que a veces los deseos de las velas sí se cumplen.
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