Manuel Echeverría

Las puertas del infierno


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maneja alrededor de ochocientos burdeles en todo el país y no hay un barón, duque o capitán de la industria y el comercio que no haya desembuchado sus secretos entre las piernas y las tetas de las putas más finas de Alemania. En una palabra, mi viejo, los burdeles se han convertido en estaciones de espionaje y el gobierno tiene agarrados de los huevos a los hombres más influyentes del país y los puede arruinar en el momento en que le dé la gana.”

      Ritter estacionó el automóvil y le sugirió que dieran un paseo a lo largo del Spree.

      “No vas a llegar a ningún lado si te obstinas en juzgar al mundo con las reglas de tu otra vida. Las universidades tienen la misma función que los conventos, atiborrar a los novicios de nociones abstractas e impedirles que se pongan en contacto con la realidad.”

      Ritter se encogió de hombros.

      “Por lo que se refiere a la Glorieta Westfalia tenemos la obligación de cerrar los ojos. El hecho de que no se haya declarado la guerra no quiere decir que no estemos en guerra. El gobierno tiene que defender sus posiciones antes de que Stalin nos derrote sin necesidad de invadir Alemania. ¿Te gustó Romy?”

      “Es obvio —dijo Meyer— que usted no es el único policía que le lleva dinero a los señores Kasper, Hoffmann y Scheller. ¿Quién más?”

      “El dinero fluye como un mar subterráneo y no tiene relevancia la identidad de los mensajeros, sino que siga fluyendo sin tropiezos. Los ministros de Hitler se están robando el dinero con pala mecánica y lo mismo están haciendo los tiranos de las SS, la Kripo y la Gestapo. ¿Te gustó Romy?”

      “No me acosté con ella.”

      “Estuvieron encerrados una hora. ¿Qué hicieron?”

      “Platicar.”

      “¿De qué?”

      “La situación del país.”

      “Lo que no entiendo es por qué demonios no te la cogiste.”

      “Porque no quiero empezar mi vida sexual con una mujer alquilada.”

      Durante unos segundos se quedaron mirando los reflejos nacarados del Spree.

      “Trescientos mil —dijo Ritter— divididos entre los señores Kasper, Hoffmann y Scheller. ¿Cuánto nos dio Galeotti?”

      “Trescientos cincuenta mil.”

      Ritter se metió una mano en la gabardina y extendió unos billetes sobre el parapeto del río.

      “Hace un rato llevé el dinero de abajo hacia arriba. Ahora lo voy a llevar de arriba hacia abajo. Según las reglas del Bristol me corresponde el quince por ciento de cada entrega y a ti, a partir de hoy, te corresponde el diez por ciento de mi quince por ciento.”

      “De ninguna manera. Mañana mismo hablo con el teniente Kruger y le pido que me reintegre al archivo.”

      La bofetada, que sonó como un latigazo, le nubló la vista y lo dejó temblando de indignación.

      “Cinco mil marcos —dijo Ritter— más lo que te daré a medida que los jefes de las familias vayan pagando la renta de cada mes. Agarra el dinero. No te llevé con Galeotti y los jefes policiacos de Alemania para que el día de mañana se lo puedas contar a tus hijos. Fue un rito de iniciación. Guárdalo bajo la cama, en una caja de zapatos, donde sea, y cuando no tengas dónde guardarlo lo llevas a un banco, abres una cuenta y se acabó.”

      “Debo decirle que no estoy en condiciones de enfrentarme a un trabajo de esta clase.”

      “Agarra el dinero.”

      Meyer recogió los billetes.

      “Perfecto —dijo Ritter— ¿Qué te pasa?”

      “No sé. Pero hay momentos en que sufro ataques de angustia y siento que me voy a morir.”

      Ritter lo llevó al automóvil.

      “Yo conozco a mi gente. Le hiciste una impresión magnífica a Scheller, que es un hombre implacable y no quiere ni a su madre. Galeotti estuvo a punto de nombrarte hijo adoptivo. Eres joven y bien parecido y a partir de hoy formas parte de uno de los grupos más selectos del régimen. Olvídate de la puta angustia. Todo se cura con dinero.”

      5

      Al día siguiente, al terminar la cena, Meyer le contó a su madre y a sus hermanos lo que había sucedido en la Glorieta Westfalia. Todo estaba ocurriendo de nuevo en el espacio estrecho de la cocina: las sirenas, el humo, el fragor de las ametralladoras y el pánico de los hombres y las mujeres que habían quedado atrapados entre las columnas y la muralla de camiones que les iban cerrando el paso mientras la avenida se llenaba de cadáveres y pancartas derrumbadas.

      “Era una manifestación pacífica y los aniquilaron sin misericordia.”

      Como sucedía con frecuencia, los gemelos iban vestidos con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas, lo que les daba un aire de soberbia que todos los días le parecía más intolerable.

      “¿Qué esperabas? —dijo Alex— ¿Que el gobierno se cruzara de brazos mientras los comunistas hacen planes para convertirnos en un país de esclavos?”

      “Stalin está haciendo lo mismo con los opositores del régimen soviético —dijo Walther— los encarcela, los fusila, los destierra. ¿Cuál es la diferencia?”

      “Exacto —dijo Vera Meyer, que no desaprovechaba la ocasión para demostrar que la muerte de su marido los había liberado de todo— ¿Cuál es la diferencia?”

      “La diferencia —respondió Meyer— es que no somos soviéticos, somos alemanes y que las Juventudes Hitlerianas están participando en estos actos abominables y ustedes dos forman parte de las Juventudes Hitlerianas.”

      “Un momento…” dijo Walther.

      “Déjame hablar —interrumpió Alex— ¿Estás sugiriendo que tus hermanos son dos asesinos?”

      “No estoy sugiriendo nada. Estoy afirmando que las Juventudes Hitlerianas forman parte de la política de exterminio del gobierno y que ustedes dos son tan culpables de lo que está sucediendo como Hitler y sus lacayos. ¿Qué los mueve? ¿Qué les falta? ¿Por qué se han dejado arrastrar por un demente que nos está llevando a la ruina?”

      “Alemania estaba en la ruina —dijo Alex— cuando Hitler llegó al poder y en menos de dos años puso todo en orden. Se negó a cumplir las disposiciones injustas del Tratado de Versalles y empezó a militarizar al país, activar la economía y recobrar la dignidad que habíamos perdido al final de la guerra.”

      “No hemos recobrado la dignidad. Hemos perdido hasta la última gota de respetabilidad y vamos a terminar por hundirnos otra vez en un océano de mierda. Se acabó. Les prohíbo que vuelvan a poner un pie en los cuarteles de las Juventudes Hitlerianas.”

      “Tú no eres quien para prohibirnos nada” dijo Walther.

      Meyer se puso de pie.

      “No lo hicieron en vida de mi papá y no lo van a hacer mientras yo sea el jefe de la familia.”

      “¿Tú? —sonrió Alex— ¿Desde cuándo?”

      “Desde que empecé a pagar los gastos. Yo pago, yo mando. Si no les gusta busquen otro lugar y asunto arreglado.”

      Walther lo miró con desdén.

      “¿Nos estás corriendo? Estamos cumpliendo un deber de conciencia.”

      “En ese caso pónganse a trabajar. No voy a servirles de mula de carga.”

      “Es cierto —dijo Vera Meyer— Bruno está pagando los gastos y eso lo convierte en el jefe de la familia, lo que no significa que tenga derecho a manejar nuestras vidas. ¿Se supone, hijo, que debo renunciar a las Madres Alemanas? ¿Se supone que vas a establecer una dictadura más insoportable que la de tu padre? ¿Qué sigue? ¿Te gustaría que hiciéramos una fogata para quemar las fotografías de Hitler