Manuel Echeverría

Las puertas del infierno


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ansiedad y Meyer se tomó dos copas seguidas, pero no tuvo ganas de probar la butabara.

      “Dragos Antonescu va a pensar que la desaparición de su hermano está relacionada con usted.”

      “¿Qué le dirías?”

      “Que fuimos a cobrarle y nadie nos abrió la puerta.”

      “Y a renglón seguido le voy a hacer una reclamación airada por el dinero que nos debe y lo voy a amenazar con denunciarlo con Galeotti y O’Banion por el cinismo con que se ha dedicado a invadir los corrales ajenos.”

      El señor Tanaka, que los había recibido con una sonrisa, los acompañó a la puerta y les regaló dos botellas de sake.

      “Capitán, un honor. ¿Su hijo?”

      “Bruno Meyer, detective. Mi segundo de a bordo.”

      “Detective, encantado. ¿No le gustó la comida?”

      Al llegar a la Unter den Linden, que estaba inundada de coches y peatones, Meyer miró de reojo las estatuas de la Facultad de Derecho y se acordó del rostro severo del profesor Schünzel y de las cosas que habían discutido el día que se despidió de las aulas, pero no fue sino al cruzar la Puerta de Brandeburgo cuando tomó conciencia de que habían pasado media hora circulando por las calles más concurridas de Berlín con un muerto en la cajuela. Estaba haciendo mucho frío, pero la frente se le había cubierto de sudor y tuvo que hacer un esfuerzo para evitar que Ritter descubriera que le estaban temblando las manos.

      Ritter se detuvo en la parte más aislada del Landwehrkanal y abrió la cajuela.

      “Ayúdame.”

      En vida, Mircea Antonescu había tenido la apariencia de un búfalo, pero en el momento en que empezó a levantarlo sintió que la muerte lo había despojado de toda sustancia humana para convertirlo en una bolsa de huesos. Tenía una cicatriz en forma de media luna en el brazo izquierdo y un tigre bicéfalo en el derecho: un tatuaje de colores vivos que le dejó una impresión indeleble.

      Ritter le ordenó que lo pusiera en el borde del parapeto y lo empujó con suavidad.

      “El cuerpo de Mircea se va a tardar un par de horas en llegar a la confluencia del Havel y el Spree y necesitará otra hora, cuando mucho, para desembocar en el mar del Norte.”

      Ritter encendió el radio y mientras volvían a la Unter den Linden se quedaron oyendo una ópera de Mozart.

      “¿Te llevo a tu casa?”

      “Ya no vivo en mi casa.”

      “¿Dónde vives?”

      “En la Gutenbergstrasse.”

      “¿Te peleaste con tu mamá?”

      “Con mi mamá. Con mis hermanos.”

      “¿Salí a relucir?”

      “Para nada.”

      Al llegar a la Gutenbergstrasse, que estaba desierta, Ritter apagó el radio y encendió un Zodiac.

      “¿Dónde guardaste el dinero?”

      “En un cajón.”

      “¿Bajo llave?”

      “Bajo llave.”

      “Te aconsejo que abras una cuenta en un banco. No puedes seguir acumulando billetes sin que te los roben el conserje o la sirvienta.”

      “No tengo sirvienta.”

      “¿Qué número?”

      “Treinta y dos, tercer piso.”

      “No pasó nada, Bruno. A partir de hoy dejaste de ser un aficionado para convertirte en un profesional.”

      No acababa de entrar al edificio cuando oyó el aullido de una sirena y se dio cuenta de que la calle se había llenado con un enjambre de soldados que se habían formado junto a una hilera de camiones y reflectores. Meyer arrojó la botella de sake en un bote de basura y se dirigió al lugar de la conmoción.

      Era el mismo dispositivo militar que había masacrado a los comunistas en la Glorieta Westfalia: dos patrullas de orpos, una escuadra de las SS y una docena de adolescentes vestidos con los uniformes de las Juventudes Hitlerianas. La banqueta se había llenado de gritos y fusiles y se tardó un instante en distinguir a los hombres, las mujeres y los niños que se habían quedado inmóviles frente a la puerta de un edificio que se encontraba en el tramo final de la Gutenbergstrasse.

      “¿Qué sucede?” dijo Meyer.

      “¿Quién putas eres tú?”

      “Meyer, Bruno. Kripo. ¿Qué sucede?”

      El oficial de las SS miró la credencial y siguió filmando la escena con una Agfa que producía el ruido de una cañería oxidada.

      “Judíos.”

      “¿Cómo te llamas?”

      “Ollendorff, Max. Los están sacando para llevarlos a otro sitio.”

      “¿A dónde?”

      “El norte, el sur, a todas partes. ¿Qué andas buscando?”

      “Un testigo.”

      “¿De qué?”

      “Un homicidio.”

      Los oficiales de las SS empezaron a llevar a los detenidos a los camiones y le ordenaron a los integrantes de la Juventudes Hitlerianas que pusieran las valijas en las furgonetas que habían estacionado a un lado de las patrullas.

      “Se ve mejor desde aquí —dijo el camarógrafo— Asómate.”

      Meyer se asomó al visor de la Agfa y observó los rostros lívidos de los hombres y los ojos aterrados de las mujeres y los niños que iban desfilando bajo la luz de los reflectores.

      “¿Lo viste?”

      “¿A quién?”

      “A tu testigo.”

      “Tendría que acercarme.”

      “Ya acabaron. Sígueme.”

      Meyer abordó el Opel del camarógrafo en el momento en que la comitiva abandonaba la Gutenbergstrasse. Eran las once de la noche y las calles estaban desoladas, lo mismo que los tramos iniciales de la Unter den Linden.

      “Eres muy joven para estar en la Kripo —dijo Ollendorff— ¿Qué grado tienes?”

      “Detective.”

      “Yo apenas llego a sargento y no te llevo menos de diez años.”

      Meyer señaló la Agfa.

      “Estamos obligados a dejar constancia de las detenciones —dijo Ollendorff— las películas se revelan en el laboratorio de la corporación y se van al Ministerio de Propaganda y a la cancillería.”

      “Es la primera vez que lo veo.”

      “No me extraña. Berlín es un avispero y nadie se da cuenta de nada. Está ocurriendo lo mismo en todo el país. ¿Cuánto ganas?”

      “Trescientos.”

      “Yo no llego ni a la mitad y tengo esposa y dos niños. ¿Y tú?”

      “Soltero.”

      “¿Cómo me dijiste que te llamas?”

      “Bruno.”

      “No sabes cómo te envidio, Bruno.”

      La comitiva atravesó la Puerta de Brandeburgo y enfiló hacia el Spree, el Tiergarten, la Opernplatz y en menos de veinte minutos llegaron a la estación de Anhalter. Había camiones por todas partes, escuadras de las SS, cachorros de Hitler, que iban de un lado a otro arreando a los detenidos hacia las plataformas de acceso. No eran menos de mil judíos los que estaban esperando su turno en los andenes, que se habían hundido en un remolino