Eduardo Ruiz Sosa

Anatomía de la memoria


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les hacía una historia, una forma de ser, una manera de masticar la comida o de subir las escaleras, una participación en el mundo, pero él, Isidro Levi, insistió:

      Nunca conocí a un tal Pablo Lezama;

      y luego:

      Le aseguro, Salomón, que no estoy muerto.

      Dicen que en el pasado están cifradas las respuestas que explican el presente, pero Salomón ya dudaba de todo: porque es un enredo la mente, un raudal la memoria, qué esperanza de no perderse, de poder salir de aquel prodigio como si se tratara de una casa o una selva abierta de par en par a machetazos. Habrá quienes se queden perdidos en la memoria, sin remedio, porque la memoria también está hecha de omisiones:

      La memoria es más omisión que recuerdo, anotó Salomón; la memoria de Orígenes: quiero decir que una biografía es la historia de muchas vidas.

      Pero el nombre de Pablo Lezama se había convertido en una obsesión, un nombre vacío, tal vez, para situar en el recuerdo a todos los que no tuvieron nombre, o a todos aquellos cuyos nombres había olvidado. Por ejemplo, Pablo Lezama había muerto asesinado en la frontera, una vez, a manos de Orígenes; luego, otro con el mismo nombre había pedido a Eliot Román libros donde los Enfermos escribían sus palabras y sus mensajes secretos; uno más se escondió en una casa del centro de Orabá que tenía la puerta abierta y conoció a una muchacha y se enamoró de ella; otro Pablo Lezama había matado de un disparo a un policía; y había tantos más: todos los desconocidos se llamaban Pablo Lezama. ¿Qué posibilidades había de que aquel Eliot Román , que Orígenes creía asesinado a tiros en el portal de la Botica Nacional, fuera en realidad el verdadero Pablo Lezama?

      EL LIBRO ES LA ORTOPEDIA DE LA MEMORIA, le dijo Orígenes, sin libro no hay memoria, sin memoria no hay presente. O la periferia, porque el libro siempre está en torno de la memoria, en sus lindes: nunca podrá ser el libro la memoria misma. Siempre hay trampas en la escritura.

      El problema de la memoria es el mismo problema del libro:

      el orden,

      la estructura,

      el cuerpo.

      El libro de Estiarte Salomón empezaba hablando con Juan Pablo Orígenes, que le mencionó el nombre de Pablo Lezama y le contó de los Enfermos y de una muerte posible; continuaba con Eliot Román, que hablaba siempre sobre la Biblioteca Ambulante de Libros Izquierdistas, enterrada en las vísceras de la ciudad de Orabá; luego escuchaba la voz de junco quebrado de Isidro Levi, que sólo hablaba de la ceguera y la memoria, y seguía con Javier Zambrano que le habló de la Botica Nacional, de las casas donde se ocultaban los Enfermos y de los modos en que el tiempo cambia a las personas sin que a veces se den cuenta:

      Javier Zambrano, llamado el Flaco, antiguo Enfermo, le dijo:

      Muchas veces había que salir corriendo,

      al principio, cuando no éramos más que unos muchachos protestando por cosas que nos quedaban muy lejos, o por cosas que eran muy simples pero que teníamos muy a la mano, o por la historia más reciente de otros que eran como nosotros y hacían las cosas que nosotros hacíamos o queríamos hacer, el jueves de Corpus, el dos de octubre, usted sabe, tragedias, todos esos crímenes, toda esa mierda, y por eso, porque al principio no éramos más que unos muchachos sin experiencia, muy verdes, teníamos que correr cuando llegaba la policía:

      despavoridos, desesperados, con el Jesús en la boca corríamos,

      pero de correr uno se cansa, y en las casas del centro, también al principio, había muchas puertas abiertas por donde podíamos meternos y estar escondidos hasta que pasara todo:

      imagínese usted:

      salir como locos cuando llegaban las patrullas y saber que por más rápido que uno pudiera correr no tardarían en cerrar las calles del centro con policías y militares y no iba a ser posible escaparse, entonces dábamos algunas vueltas por las calles cercanas a la Plaza de Rosales y en la primera puerta abierta nos metíamos, cerrábamos y nos quedábamos ahí por si llegaba alguien más, algún compañero:

      muchas veces yo entraba corriendo en una casa, esas casas viejas que empiezan con un pasillo estrecho y se abren en una sala grandísima y luego se cierran en otro pasillo y así por pasillos y habitaciones uno llegaba hasta el patio, enorme, y pasaba al lado de la mesa del comedor, donde la familia estaba cenando o escuchando la radio y uno pasaba corriendo hecho el diablo y decía Buenas noches o Buenas tardes o Buenos días, y se metía en el patio como si aquello fuera una selva, porque eran patios llenos de arrayanes y limoneros y mangos y guayabos y palmas, muchas palmas que hacían una sombra rayada sobre la tierra, y uno seguía corriendo y a veces se quedaba ahí en el patio, en algún rincón, en una de esas habitaciones que siempre hay en el fondo de los patios de esas casas y donde duerme alguna mujer anciana que apenas se mueve, que tose como para recordarse que está viva y que cuando uno entra en la habitación, sin verla porque lo único que uno puede ver en ese momento es la corretiza que estalló cuando llegó la policía a la Universidad, pero detrás de nosotros está ella, imagínesela, Salomón, acostada en la cama, apenas un poco más gruesa que las sábanas, apenas un poco más de carne que un perro flaco, con el pelo gris amarrado en una trenza que seguramente le llegará hasta la cintura y esa voz que uno no sabe cuando recién la escucha si es de hombre o de mujer porque es una voz rasposa que nos llega por la espalda y uno, Salomón, acuclillado al lado de la puerta, con las manos en el picaporte para que no entre nadie, escucha esa voz de tierra seca y lo que quiere hacer es salir corriendo, pero lo único que puede hacerse es girar la cabeza, sin soltar el picaporte, y ver a la mujer medio sentada en la cama diciendo:

      Escóndete debajo de la cama,

      y uno no sabe qué hacer en ese momento, Salomón, y entonces, porque ella insiste, hay que acercarse a la cama, había que hacerlo así, en aquel tiempo, y cuando uno llega a la orilla se da cuenta que debajo de la cama se asoman un par de pantuflas, y telarañas, y un rechinar de resortes y metales, y en ese momento, quién sabe por qué, la mujer levantaba la sábana y decía:

      Aquí, escóndete aquí,

      o en otras ocasiones seguir corriendo después de atravesar la casa y atravesar completo el patio y saber, o ver de reojo, que por la ventana de la habitación se asoma la anciana que estaba esperando que uno, yo o cualquier otro, entrara en la habitación y se acostara con ella, pero en cambio uno llega hasta el fondo del patio y se trepa con un par de brincos en lo alto de la tapia, esquivando las ramas de un ciruelo o de un guamúchil espinoso, para saltar al otro lado donde hay un terreno baldío, o un taller mecánico que parece un terreno baldío, y aparecer de pronto en la calle de atrás, libre, para llegar, por ejemplo, a la casa que tenían algunos compañeros y donde no nos iban a poder encontrar,

      y recuerdo muy bien una casa, en la calle Hidalgo, creo, donde uno veía nomás al entrar que en la pared había un cangrejo enorme disecado, con todas las patas extendidas como una gigantesca araña marina, y había que detenerse ante aquello, era obligado, y entonces se prestaba atención a un montón de animales de taxidermista, un montón de frascos de cristal con cosas blandas dentro y una vitrina con cajas y más frascos y más cosas y todas las puertas de la casa cerradas y uno decía Buenas tardes, como esperando que saliera alguien, pero con miedo a que alguien apareciera; yo no me quedé mucho ahí, me daba una congoja grande:

      nunca vi a nadie,

      y después se contaba que ahí vivía un coleccionista y que en una de las habitaciones había encerrado a un hombre como si fuera un animal, no sé,

      así era, Salomón, nosotros éramos, más que estudiantes, más que luchadores sociales o como quiera llamarle, corredores, escapadores, desaparecedores, pero luego hubo armas, y todo cambió,

      y cambió más con los años, muchos años después, cuando empezamos a hacernos viejos y llegó esa gente que cree que puede cambiar las cosas escribiendo una canción o un libro porque de verdad no saben nada, no entienden nada, como usted mismo y toda esa gente que cree que parados y en silencio en medio de una calle, en medio de una plaza creen, pues, que así, con no hacer nada y diciendo que no hacen nada, el mundo los escucha y se detiene y cambia: yo ya