Eduardo Ruiz Sosa

Anatomía de la memoria


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posible sin que medie el odio entre el que mata y el que muere. Que nadie crea, Salomón, que yo inventé a Pablo Lezama, o que Pablo Lezama me inventó a mí:

      la muerte no es un invento, es el final del libro,

      o el comienzo,

      la muerte ocurre en los linderos del libro, pero sólo es real para quien no muere, sólo es real para el que permanece y sobrevive llevando consigo la conciencia de la muerte, el saber de la muerte del otro, que nunca será el saber de su propia muerte.

      Estuvieron de pie frente a la tumba, pero luego estuvieron dentro los dos. Cayeron dentro, o entrarían a voluntad para matarse más cerca de donde la muerte reside. Aunque la muerte, escribió Orígenes, no reside en los cementerios, reside ahí, afuera, donde Ellos merodean. Entonces fue que adentro de la tumba se mataron. Porque se mataron los dos. Sólo murió uno, pero ninguno de los dos salió vivo del sepulcro. O porque los dos salieron, unificados en uno sólo, en Juan Pablo Orígenes, es que ninguno está de verdad vivo. No se oyó ni un disparo:

      La muerte fue un cuchillo, Salomón, y cuesta tanto atravesarle el pecho a un hombre. Cuesta tanto. Hay que ponerse de rodillas sobre él, sobre Pablo Lezama, apretarle la barriga para que no pueda respirar, darle golpes en la cara, desfigurarle la cara hasta el cansancio, hay que morder y presionar, morderle los dedos y los nudillos para que suelte el cuchillo que sacó de quién sabe dónde porque no tuvo tiempo, de veras no hubo tiempo de sacar el revólver; hay que aplastarle el pecho con las rodillas, golpearle la cabeza contra la tierra, arrancarle el pelo y los ojos, el pelo sudado es una araña múltiple, un asqueroso pulpo, y hay que golpear, clavar las uñas, usar los codos, pero de eso no se muere nadie:

      hay que agarrar el cuchillo por la empuñadura, firmemente, decididamente, Salomón, y cerrar los ojos, en esto ya no hay firmeza que valga, no hay distancia suficiente en un sepulcro para levantar los brazos en alto y que la gravedad más dramática ayude al crimen, hay que poner el cuchillo sobre el pecho y echar encima el cuerpo, que se hunda en la carne y el hueso toda la rabia de los muertos que tenemos encima, todo el odio que viene con la traición y el fraude, toda el agua llena de sangre de la bahía y el desierto,

      hay que aplastar el filo y cortarse las manos, desgajarse las manos como una fruta hasta el hueso, hasta la corteza del hueso y más allá, donde la simiente se esconde, donde la memoria cree guardarse segura de que nadie la alcanza:

      la muerte nunca deja sin marca al asesino.

      ¿Así fue?;

      Esto es lo que Juan Pablo Orígenes recuerda;

      Entonces fue Orígenes quien mató a su asesino;

      Es Juan Pablo Orígenes el que lleva encima el nombre de su asesino. Yo soy el cordero que se viste de lobo. Yo soy el que Ellos creen que es Pablo Lezama;

      Entonces, ¿y el cuerpo?;

      El cuerpo tiene en el pecho un cuchillo fosilizado;

      ¿El cuerpo de Pablo Lezama?;

      Pero Ellos no lo saben;

      ¿Qué les dijo a Ellos Juan Pablo Orígenes cuando comenzó a hacerse pasar por Pablo Lezama; qué historia hizo él de lo que pasó después del viaje por el desierto, después de llegar a la frontera?;

      Yo les conté esto: les dije que el cuerpo de Juan Pablo Orígenes no será encontrado nunca,

      y había el silencio detrás de las palabras, el aliento de un eco que no repite nuestras palabras, que se las roba, se las guarda en los bolsillos como monedas sobre la mano del ahorcado. Había el silencio. Había el espejo de Gesell, limpio como pocas cosas limpias había ahí. Había, como un atento estudiante, el transcriptor que iba pescando los peces del aire, las palabras o los golpes de la máquina y su dentadura alfabética, el pulpo escribiente que atrapaba todas las palabras que saltaban al aire, las que caían al suelo, tímidas, las que se arrastraban entre los pies, escondiéndose, débiles, apenas barnizadas con la saliva mentirosa y blanca de los corderos, las palabras que se lanzaban desde el borde de la mesa al vacío porque nadie las quería, las palabras dormidas de esos recuerdos lejanos, las palabras incompletas que nada dicen, las palabras de odio y de amor si es que en todo esto está permitido el amor tal y como está permitido el odio, y las palabras que iban disparadas hacia Ellos, hacia el monstruoso corazón de esa burocracia inquisitiva, las que decían:

      Sí, yo soy Pablo Lezama,

      y las que querían decir, pero no lo hacían:

      No, yo soy Juan Pablo Orígenes, y soy un Enfermo.

      ¿Qué pasó con esa transcripción, Ellos también escriben un libro?,

      En ese libro Pablo Lezama mató a Orígenes, volvió a la ciudad y sigue vigilando ahora debajo de la máscara del nombre de su víctima. En ese libro yo soy Lezama. En ese libro usted no sabe quién soy, usted escribe sobre el poeta, no sobre el asesino;

      ¿Qué libro escribió aquel Juan Pablo Orígenes?;

      En el libro habría de escribir, entonces, un esbozo de testimonio que terminaría siendo, no mucho tiempo después, el largo testamento de los rencorosos. La heredad, escribió, no es la dádiva del recuerdo, sino la intentona por aligerar la carga en los últimos días: repartir entre los más odiados el peso que nos hunde en el olvido. El libro sería la escritura de un porvenir ya sin pasado. Entonces supo que la historia es un juego cuyas reglas se han extraviado, y que la memoria tiene un cuerpo que vamos desmembrando con los años hasta dejar solamente la sombra de una idea;

      eso es el libro. Pero la memoria restituye solamente aquello que nos desbarata el alma. La memoria es un cuchillo. Deje usted de escribir sobre Pablo Lezama, Salomón;

      ¿Quiere Juan Pablo Orígenes olvidar a Pablo Lezama?;

      Usted también querría olvidarlo. Usted, Salomón, querrá olvidarlo todo, como yo, pero ya será demasiado tarde y no tendrá salvación. La historia nos alcanza, siempre viene detrás y corre con prisa. No le gusta ser pasado a la historia, no le gusta el olvido sino cuando Ellos escriben con su puño y su letra. Siempre hay alguien queriendo hacer la historia hoy, pero es que la historia no tiene tiempo, no tiene ahora. La historia tiene orillas y sus bordes son afilados. Su muerte, Salomón, como la mía, ya está escrita en el libro que Ellos escriben. Usted y yo ya estamos muertos, o quizás haya que decir:

      ya estaremos muertos cuando dejemos de hablar,

      seguir hablando no nos salvará la vida. A mí me reventará el alma un aneurisma, dirán que fue una muerte tranquila, que estaba dormido y nunca desperté, que me enterrarán con todos los honores con que se entierra a un poeta. Ellos creen que yo he sido un poeta, lo creen porque así lo escribieron en sus libros. A usted, Salomón, quizás lo colgarán de un puente, desnudo, sin nombre, sin esperanza, porque es más fácil hacer pasar su muerte como cosa de las mafias,

      yo no estoy hablando con nadie: usted y yo ya estamos muertos. Nuestro presente es mañana mismo, cuando ya no estemos. Pero ahora no, que ahora nadie piense que ya hemos muerto: no está muerto el que sigue hablando, no está muerto el que vive en el libro: hoy no estamos muertos todavía, todo habrá de ocurrir en ese mañana que nunca esperamos, que nos sorprenderá en el sueño, como nos sorprende el desierto cuando entramos en sus entrañas, como nos sorprende el cáncer cuando viene su mordida lenta, como nos sorprende la bahía cuando estamos a punto de golpear el agua;

      ¿Así fue?;

      Sé que lo último y lo primero que vi de la ciudad fue el viejo y desgastado y roto monolito por donde pasa el cáncer, el trópico, la imaginaria línea de la frontera que nunca de verdad nos separó del desierto y de la muerte,

      sí,

      creo que así fue.

      La Biblioteca Ambulante de Libros Izquierdistas. Por un crimen se conoce a los demás. «La conjunción del error y de la locura llevan igualmente a lo absurdo y lo extraño» (Un Nuevo Demócrito al Lector)

       No se pierde sin castigo el pasado

      Ida