Eduardo Ruiz Sosa

Anatomía de la memoria


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href="#uba695eb7-b954-56aa-92ae-70d3a91705a8">II-V

       III

       Cita

       III-I

       IV

       Cita

       IV-I

       IV-II

       IV-III

       IV-IV

       V

       Cita

       V-I

       V-II

       V-III

      I

      CUERPO

      DEL LATÍN Corpus

      AQUELLO QUE TIENE EXTENSIÓN LIMITADA PERCEPTIBLE

      POR LOS SENTIDOS «ESTE ES MI CUERPO QUE SERÁ ENTREGADO

      POR VOSOSTROS»

      Mateo 26:26-29; Marcos 14:22-25;

      Lucas 22:19-20; ICo 11:23-26;

       El arte de olvidar

       comienza recordando

      Jorge Fernández Granados

      El cordero en la piel del lobo. La voz de los que tienen miedo tiembla, porque su corazón se agita. «[…] y es su propio ejecutor, un lobo, un demonio para sí mismo y para los demás» (Secc. I, Miembro I, Subsecc. II)

       El porvenir no es un presente futuro,

       ayer no es un presente pasado

      Edmond Jabès

      QUÉ ES LO ÚLTIMO QUE QUIERES RECORDAR, qué porvenir será tu pasado?

      Lo último que vio de la ciudad fue el desgastado monolito por donde pasaba la imaginaria línea del trópico.

      ¿Qué es lo último que quieres recordar, Juan Pablo, qué porvenir será tu pasado?

      Empezó el desierto a llenar los paisajes, a comerse el mundo, a echarse a dormir sobre el País y la memoria; empezó a estirarse el tiempo, a alargarse el camino: la espalda del prehistórico animal de los colmillos y el verano; empezó la espera desesperada, la espera sin paciencia, la turbia madrugada de los asesinos y las víctimas; empezó a gestarse el crimen después del trópico porque el desierto es el clima más propicio para la violencia. Empezó el libro, entonces, cuando empezó el viaje:

      Hasta aquí llegan los trópicos, escribió, aquí es donde empieza el cáncer.

      El basilisco de su desierto tendría la forma de un cangrejo gigantesco: ése es el lugar de la escritura. Y por la necesidad de olvidar lo anterior supo que había que escribirlo todo.

      El libro que Isidro Levi le regaló era lo único que tendría hasta llegar a la frontera. No pudo evitar escribir un poco en las primeras páginas, esas láminas en blanco donde el libro aún no ha comenzado. Después escribiría, ahí mismo, que el libro comienza ya desde antes, afuera del propio libro, y que nos toma por sorpresa cuando encontramos en el mundo, de golpe y frente a nosotros mismos, su vocablo y su historia.

      ¿Así fue?;

      Atrás se quedan los ríos, que apenas ofrecen redención y pavura; se queda su madre, enferma de esa letanía de cangrejo que le floreaba las entrañas; allá atrás se quedan los amigos muertos y los sueños muertos de un País donde ellos, un día, ya no fueran necesarios; se quedan, pues, la esperanza, el aliento, los puentes que cruzan los ríos desde el malecón hasta el Barrio de Almada, desde el Orabá hasta la Plaza de Rosales; se queda aquella muchacha, con el bellísimo arco tensado de la espalda y sus sueños tristes y llenos de árboles; se queda Isidro Levi, que le regaló el ejemplar del libro de Robert Burton donde empezó a escribir todo esto, donde tenía la esperanza de que el porvenir ya no iba a alcanzarlo, donde la historia escondería su cifra definitiva,

      atrás se queda la secreta noticia de un crimen, el alma rota de su voluntad de guerra, el amor y su pesada deuda que no espera, la llamada que recibió de Pablo Lezama y que le decía con voz de fantasma:

      Están todos muertos;

      Pablo Lezama siempre tendrá una voz de fantasma, a veces me habla al oído, y me dice:

      Todos están muertos, Orígenes, sólo faltas tú, allá te están esperando, allá estamos todos.

      No busque usted en la memoria, ahí sólo hay cadáveres. No me cuente usted lo que no puedo olvidar. Nos están escuchando, no lo olvide: Ellos siempre nos están escuchando. No pierda el tiempo y escape ya, Salomón, Ellos son veloces y nunca olvidan, no se cansan porque no tienen cuerpo, su cuerpo está hecho de muchos cuerpos, eso es la burocracia: una hidra poderosa;

      ¿Cómo fue entonces?;

      Como si fuera en un barco,

      perdido en el cadáver de un mar milenario; como si el desierto se empeñara en un oleaje arenoso y el autobús diera bandazos a babor y estribor azotado por la tormenta; como si nada pudiera ser estable al recorrer el estirado espinazo; como asomado por la borda a un abismo lleno de alacranes y ponzoña; con la espalda encorvada de los que leen algo prohibido, las rodillas juntas para esbozar una mesa, un punto de apoyo, el cuello estirado en la histeria para que nadie leyera sus palabras y esperando que la luz fuera suficiente para no torcer el horizonte de las líneas:

      así fue como Juan Pablo Orígenes empezó a escribir,

      iba de camino a la frontera y tenía veinte años. Así escribiría el resto de la vida ese libro que nunca podría terminar porque la escritura, lo descubrió mucho tiempo después, es lo que nunca tiene final:

      La escritura, leyó una vez, es el momento de la separación, y Juan Pablo Orígenes ya había comenzado a separarse de su pasado, del porvenir de aquel pasado nunca prometido: comenzaba una ausencia que estaría para siempre inacabada.

      ¿En qué pensaba Orígenes cuando se fue de la ciudad, cuando el autobús echó a andar por el desierto, cuando abrió por primera vez el libro de Burton, cuando lo único que esperaba era que nadie pudiera encontrarlo?;

      Nunca pensó en la escritura como en la factura de una carta larguísima, pero un día, en el viaje, descubrió que el libro es toda la escritura que se sucede en torno del libro, que es lo mismo que decir en torno de la vida. Su madre, que se quedaba en la ciudad, enferma de esa constelación celular que crecía desmesurada, estaría sola hasta la muerte:

      La peor enfermedad es la soledad, escribió;

      luego, debajo de esa línea, muchos años después, con un pulso más firme, escribió:

      La