Eduardo Ruiz Sosa

Anatomía de la memoria


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durmiendo con los ojos abiertos y un libro sobre el pecho en la mecedora del patio, quizás yo tenía unos cinco años, decía,

      al lado de esa imagen el sabor de un huevo tibio con sal el olor de la tierra mojada el calor vaporoso de un aleteo de lluvia y la tía Norma,

      silenciosa porque el recuerdo es casi siempre silencioso,

      me levantaba en brazos y me ponía sobre sus piernas y me daba en la boca un pecho porque quizás yo necesitaba una madre y quizás ella necesitaba un hijo,

      y el último recuerdo:

      Norma Carrasco en una fotografía pequeña en el periódico muchos años después del asunto de la Enfermedad, muchos años después de su desaparición, en una nota que recordaba todo aquello, en un mapa de fotografías con los contagiados, con los perdidos hijos de Orabá, y ella al lado de otras dos fotos atravesadas con una equis negra que le tapaba el rostro en la imagen a Juan Pablo Orígenes, o a uno que se le parecía mucho, o a alguien diferente pero que yo recuerdo muy parecido a Orígenes, decía Eliot Román, y en la otra fotografía Anistro Guzmán, que murió en la prisión poco después de que yo salí, con la barriga llena de repollo hervido y el cuerpo hecho pedazos: las fotos tachadas eran de los muertos, o de los que se daban por muertos; las fotos sin marca eran de los desaparecidos, o algo así; nunca hubo una foto mía, dijo.

      El último recuerdo que Eliot Román tenía de Norma Carrasco siempre lo llevaba a una fotografía perdida entre las páginas de algún libro,

      y entonces Orígenes volvía a su último recuerdo:

      Yo perdí mi libro, Salomón,

      o alguien me lo robó, o fue que tal vez lo dejé olvidado en algún lugar cuando volví,

      o es posible, también, que yo mismo lo haya escondido cuando tenía que hacerme pasar por Pablo Lezama y que ya no recuerde dónde lo enterré,

      quizás enterré aquel libro que me dio Isidro Levi, y ya no hay manera de recuperarlo,

      pero siempre he tenido la sensación de haberlo visto en algún sitio, como cuando uno cree que se encuentra con alguien en la calle, alguien a quien uno no espera volver a ver nunca, me pasaba mucho con la cara de Pablo Lezama:

      creía que lo había visto en alguna calle, y lo perseguía, lo buscaba desesperado hasta que tenía frente a mí mi reflejo en algún cristal:

      yo era mi asesino,

      o pasa con cualquier otro, uno reconoce un gesto, un levantar de las cejas, un pelo desordenado, un caminar conocido, y se acerca y le toca el hombro y le dice un nombre que el otro es incapaz de reconocer y uno se da cuenta de que no son ellos, o de que casi son ellos:

      si fuera un poco más alto, si no tuviera los ojos negros, si la boca no fuera tan grande, todo eso,

      pero el libro, Salomón, a veces lo presentía en algún lugar, y lo buscaba, pero nunca lo encontré.

      El libro es el cuerpo que le falta a mi memoria, le dijo una vez el poeta;

      y Salomón sabía, o creía, que se trataba del libro de Robert Burton,

      o del cuerpo de Pablo Lezama, enterrado, si todo eso era verdad, en alguna casa abandonada en la frontera del País.

      ¿Cómo fue que nadie te descubrió, Juan Pablo, cómo es posible que te hicieras pasar por otro hombre?;

      Hay que ser silencioso y paciente, mirar mucho al suelo con los ojos de una vaca, obedecer siempre, que es lo que Ellos quieren, o lo que querían en aquellos años;

      ¿Cómo los convenciste de que eras Pablo Lezama, cómo los engañaste?;

      y Salomón se iba creyendo cada vez menos la historia de la impostura:

      Ellos ven lo que quieren ver, y entonces querían ver a Pablo Lezama; recuerdo que me preguntaron:

      ¿Qué pasó en la frontera cuando Pablo Lezama perseguía a Juan Pablo Orígenes, el Enfermo?,

      y yo les respondía:

      Pasó un viento frío como un cuchillo frío,

      y Ellos se quedaban en silencio,

      Pasó un viento frío como un cuchillo frío y un convoy de inmigrantes que aquella misma madrugada empezaba a cruzar la frontera sin saber que iban a encontrar sus cuerpos sin vida unas semanas después despedazados a tiros por las mafias, eran más de setenta,

      pasó un viento frío como un corazón frío y la madre de Juan Pablo Orígenes se moría irremediablemente,

      eso les dije, Salomón, les dije: La madre de Orígenes, no les dije, nunca, Mi madre se estaba muriendo,

      pasó un viento frío como un corazón frío y en Orabá los Enfermos estaban cayendo desde los helicópteros hasta el agua caliente y turbia de la Bahía de las Águilas, de donde ya no iban a salir nunca porque ninguno de ellos sabía nadar, porque tenían los pies amarrados a las manos y porque una piedra les crecía en el hígado y los hundía: quizá si abrieran los ojos podrían ver a través de la sal y la arena que el borde del agua estaba demasiado cerca de sus cabellos que casi flotaban entre la espuma que poco a poco se iba aquietando; quizá, cuando baja la marea, es posible ver las cabezas que se asoman como boyas que dibujan la distancia,

      pasó un viento que una herida en la garganta calla un grito el último dolor de otra vida y el primero de tantos años sin nombre o con dos nombres pero sin más cara que la superposición de un recuerdo perdido y otro encontrado; y no hubo más, Juan Pablo Orígenes murió, ya te expliqué eso, Salomón, pero muchas veces yo he pensado esto: ¿y si un día despierto y me doy cuenta de que no soy Orígenes, y que soy, y siempre he sido, Pablo Lezama?

       El porvenir es la repetición del pasado

      Elena Garro

      HAY QUE ACERCARSE CORRIENDO AL DESTINO, para que el pasado no nos alcance, escribió una vez Juan Pablo Orígenes.

      Luego de horas de caminar por la ciudad con el pensamiento en tantas cosas, algo así como el instinto de una profunda decepción, un aviso de pena, lo llevó a Salomón hasta más allá todavía, desde la calle Colón hasta la Plaza de Rosales a través del estrépito y el pellejo del asfalto, desde General Andrade hasta el Casino y desde el Casino subiendo por Obregón, donde siempre recordaba a su hermano, a la muerte de su hermano,

      Todos tenemos cosas perdidas, le decía Isidro Levi;

      qué triste recordar a los que queremos tanto sin poder desprenderlos de plano del abuso de su muerte, del quebranto y la vejación de su muerte, del robo que es la muerte hasta más no poder,

      hasta la Plaza de la Revolución y el Café de la Puertas por cada ramaje entreverado en el griterío de la ciudad, por cada esquina encajada en el costillar de este sol que pega y encandila como una antorcha metida en los párpados y en la ropa el sudor piadoso, un calorón bárbaro ondulaba el aire, una quemazón de solazo y hervidura, dejando el rastro de las zancadas de un puente a otro cruzando el Orabá como si aquello fuera un río selvático cuando en realidad apenas es un chicotazo de agua turbia, una baba lenta que se atraganta en la barriga de la ciudad como una herida que mana prudente y que nunca prometió la liberación que dicen debe dar la muerte,

      qué triste ese pesar profundo y sin escaleras,

      el lugar donde quedan las últimas palabras del amor y del odio,

      luego, pues, Estiarte Salomón, quién sabe por qué,

      tal vez por la conversación con Macedonio,

      volvió a sentir lo que se siente cuando alguien pierde a lo más querido:

      que cada vez estamos más lejos de los otros,

      más lejos de los que quedan:

      primero había pensado que su libro era un libro sobre la Enfermedad, cuando ya la memoria de Orígenes lo había conducido a todo aquello,

      y se dio cuenta, incluso, de que si lograba hablar con