Luis Andrade

El castellano andino norperuano


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en aimara, en culle, en mochica):

      A medida que me concentré en estudiar de alguna forma a la población indígena en un estilo comparable al de mis estudios sobre la sociedad hispana, me di cuenta de que esto solo se podría hacer accediendo a fuentes construidas por las mismas personas, en su propio lenguaje, que revelaran su perspectiva, su retórica, sus géneros de expresión, las intimidades de sus vidas y, por encima de todo, sus propias categorías. Recapitulando la experiencia peruana, no vi nada como eso en el horizonte, ninguna documentación conocida escrita en quechua por personas de los Andes (desde entonces, algo ha aparecido). John Murra había abierto el camino hacia las visitas. Se trataba de inspecciones españolas a las localidades andinas en el siglo XVI, que contenían información que mostraba un área incaica mucho más matizada, con más autonomías locales, tradiciones y fragmentaciones que en la imagen propuesta por Rowe, tal como yo siempre había imaginado. Pero los materiales se parecían a censos, hechos por españoles en español (aunque algunas palabras clave permanecían, en ocasiones, escritas en las lenguas indígenas) (Lockhart, 1999, p. 350, traducción mía).

      Esta situación condujo a Lockhart a reorientar sus intereses hacia el escenario mesoamericano, donde creó, como es sabido, una fructífera escuela de estudios históricos, fuertemente asentada en los aportes de la filología. Ello dio lugar a lo que ahora se conoce como «nueva filología», corriente que privilegia, para el acercamiento al pasado del territorio novohispano, los abundantes documentos indígenas coloniales escritos en náhuatl y en otras lenguas indígenas (Lockhart, 2007), aunque, como el propio historiador reconoce, se trata de «un tipo de filología que no deja de estar relacionada con lo que algunas veces se ha visto en los estudios literarios y en las formas asociadas de historia cultural» (Lockhart, 1999, p. 349, traducción mía). Durston ha resaltado que «[a]unque la literatura mundana mesoamericana sigue los géneros modélicos hispánicos, el solo hecho de que esté escrita en una lengua local y para uso interno abre un nuevo mundo de investigación, tanto en términos del tipo de detalles provistos sobre la vida cotidiana como sobre la manera en que se presenta dicha información» (Durston, 2008, p. 45, traducción mía).

      El primer caso de investigación que quiero reseñar es el conocido proyecto de Taylor (2000 [1980]) de acercarse a los significados precoloniales de supay, la palabra actual para ‘demonio’ en la mayor parte de variedades quechuas. Con una metodología que integra el examen dialectológico con la lectura atenta y crítica de los datos aportados por las crónicas y los diccionarios coloniales —un tipo de lectura que, en buena cuenta, merece el nombre de «filología» en el sentido clásico del término—, Taylor llega a la conclusión de que, en el mundo andino precolonial, el supay de una persona era «ese aspecto del alma que representa su identidad personal, no transmitida sino esencial, la sombra que, antes de la evangelización cristiana debía liberarse de los sufrimientos de este mundo […] para descansar al lado de las demás sombras de su etnia, en el (s)upaymarca ‘la tierra de las sombras’» (Taylor, 2000 [1980], p. 29). Pero más que los resultados de Taylor, interesa, para nuestros fines, cómo el investigador llegó a ellos. La empresa era riesgosa porque justamente la palabra había sido seleccionada por los operadores religiosos del discurso evangelizador para representar al demonio, personaje central de las creencias católicas que debían ser transmitidas a los indios, en gran medida mediante el quechua llamado «general» mencionado anteriormente.

      Taylor acude, en primer lugar, a la comparación de los significados asignados a la palabra en los léxicos quechua-castellano de los siglos XVI y XVII. En este punto es pertinente mencionar que los diccionarios y gramáticas bilingües de los primeros siglos de la Colonia estaban fuertemente atados a la acción de la Iglesia católica; es más, la mayor parte de sus autores eran religiosos. Así sucede en los tres casos más importantes analizados por Taylor: fray Domingo de Santo Tomás (1560) define la palabra como ‘ángel, bueno o malo’ y como ‘demonio, trasgo de casa’. El Arte y vocabulario de la lengua general del Perú llamada quechua, tradicionalmente conocido como el «anónimo de 1586» y recientemente atribuido a un equipo dirigido por el sacerdote jesuita Blas Valera (Cárdenas Bunsen, 2014), ofrece tres acepciones básicas, en las cuales «el aspecto angélico positivo de supay ya ha desaparecido» (Taylor, 2000 [1980], p. 20): estas son ‘demonio’, ‘fantasma’ y ‘la sombra de la persona’. El jesuita Diego González Holguín, trabajando sobre el quechua cuzqueño ya a inicios del siglo XVII, registra ‘el demonio’ para supay, pero para supan, una entrada alternativa en su Vocabvlario, consigna ‘la sombra de persona, o de animal’, y recoge una serie de expresiones derivadas, como supaya– ‘volverse muy malo como un demonio’, supayniyuq ‘el que posee al supay’ y la forma reduplicada supay supay con el significado de ‘visión, o duende, o fantasma’. A partir de estos datos, Taylor concluye que el sentido «oficial» de supay se fue convirtiendo en ‘demonio’ en el discurso evangelizador, tal como en el presente, pero que había otros matices en juego entre los siglos XVI y XVII, ‘fantasma’ y ‘sombra’, cuya atribución al pasado andino precolonial se ve reforzada por el examen dialectal.

      En efecto, al revisar los léxicos quechuas contemporáneos, Taylor identifica que, en la mayor parte de variedades, la forma que se conserva para la glosa ‘demonio’ es supay, incluso en aquellas variedades que han experimentado un cambio del fonema patrimonial /s/, en posición inicial de palabra, a /h/ y, en algunos casos, a cero, un camino que podemos representar como */s/ > /h/ > ø (por ejemplo, sacha ‘árbol’ > hacha > acha). Esta prevalencia de la palabra con /s/ inicial en dichas variedades corrobora la idea de que supay ‘demonio’ fue una forma impuesta y reforzada por la institucionalidad colonial, puesto que la palabra escapó a las tendencias fonético-fonológicas esperables en el léxico patrimonial. Asimismo, es llamativo para Taylor que en un documento presentado por Torero (1974, p. 110), se reporte la creencia de los indios de la sierra central de que luego de la muerte, las almas se dirigían al upaimarca de Titicaca y de Yaromarca, lugar de nacimiento del Sol y de Liviac, la divinidad del rayo y el trueno. Este upaimarca puede ser entendido como el lugar de descanso eterno de las almas. En el primer componente de esta palabra (upay) observamos la última etapa del cambio de */s/ en posición inicial a cero. Entonces, es posible relacionar esta forma con hupani, término registrado en un moderno diccionario de quechua de Áncash-Huailas (Parker & Chávez, 1976), con el significado de ‘sombra, de persona o animal, a la caída del sol’. Por otra parte, los rituales religiosos orientados a devolver a los enfermos su «sombra, su alma», tal como han sido registrados en los documentos del siglo XVII correspondientes a la zona altoandina de Cajatambo (Duviols, 2003), confirman la importancia de este concepto en la religión andina todavía practicada en esa centuria. A partir del caso de upaimarca, Taylor puede concluir que la antigua «sombra» de los seres humanos estaba asociada, en la visión andina prehispánica, al culto de los muertos, y que este concepto fue confundido, por los religiosos españoles, con el demonio. Así, «parece evidente que el Demonio que veían por todas partes los primeros españoles no correspondía necesariamente al mismo concepto en el espíritu de los antiguos peruanos y que numerosos aspectos de los antepasados muertos inspiraban tanto el miedo como el respeto» (Taylor, 2000 [1980], p. 34).

      Este trabajo representa bien, a mi modo de ver, un enfoque seguido en muchos estudios posteriores de la lingüística andina, enfoque que logra conectar la lectura atenta